George Martin - Los viajes de Tuf

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Haviland Tuf es un ser curioso: un mercader independiente de gran tamaño, obeso, calvo y con la piel blanca como el hueso. Es vegetariano, bebe montones de cerveza, come demasiado y le encantan los gatos. Y además es completa y absolutamente honesto. Tuf logra poseer una enorme nave espacial, el Arca, la única superviviente del antiguo Cuerpo de Ingeniería Ecológica de la Vieja Tierra. Al Arca es un artilugio desaparecido hace más de mil años, pero que revive gracias a Tuf y a sus gatos. A lo largo de los siete relatos que forman este libro, Tuf consigue la nave, la repara y resuelve un sinfín de problemas espaciales con la ayuda de la ingeniería ecológica, una profesión que él recupera y a la que añade la impronta de su personalidad, astucia e ironía.

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—Señora —dijo Haviland Tuf con gran dignidad—, no estaba nervioso, sólo sentía curiosidad.

—Claro —dijo ella y le indicó su asiento con un gesto. Tuf se instaló rígidamente en él y permaneció absolutamente inmóvil, acariciando lentamente el pelaje blanquinegro de su gata, en tanto que los camareros empezaban a traer las bandejas del aperitivo y las cestillas con el pan de hongos aún caliente. Había dos tipos básicos de aperitivo: pastelillos rellenos de queso picante y paté de hongos y lo que parecían ser pequeñas serpientes o quizá gusanos grandes, hervidos en una aromática salsa de color anaranjado. Tuf le dio dos de estos últimos a Desorden y fueron devorados con entusiasmo. Luego tomó un pastelillo, lo olió y le dio un delicado mordisco. Después de tragarlo movió la cabeza.

—Excelente —proclamó. —Así que eso es un felino —dijo Tolly Mune. —Ciertamente —replicó Tuf cogiendo un poco de pan de hongos. Al romper en dos la barra, de su interior se alzó una nubecilla de vapor. Luego se dedicó a untarlo metódicamente con una gruesa capa de mantequilla.

Tolly Mune cogió también un poco de pan y se quemó los dedos con la corteza. Pero no lo dejó ver, no pensaba mostrar la más mínima debilidad teniendo a Tuf delante.

—Muy bueno —dijo después del primer bocado—. Sabe, Tuf, la comida de la cual vamos a disfrutar… bueno, la mayoría de los s’uthlameses no comen nunca tan bien.

—Ese hecho no se me había escapado, en efecto —dijo Tuf, alzando otra serpiente entre el índice y el pulgar y sosteniéndola ante Desorden, que trepó por su brazo para cogerla.

—De hecho —dijo Tolly Mune—, el contenido en calorías de esta comida se aproxima al que un ciudadano medio consume en toda una semana.

—Por lo concentrado de los sabores y por el pan, me aventuraría a sugerir que nuestros placeres gustativos han superado ya a los de un s’uthlamés medio durante toda su vida —dijo Tuf con el rostro impasible.

La ensalada fue colocada sobre la mesa. Tuf la probó y declaró que era buena. Tolly Mune se dedicó a ir removiendo la comida que tenía en el plato y esperó a que los camareros se hubieran retirado a sus lugares, junto a las paredes.

—Tuf —dijo—, creo que tenía una pregunta para hacerme. Haviland Tuf alzó la mirada del plato y la contempló fijamente. Su largo y pálido rostro seguía tan inmóvil e inexpresivo como antes.

—Correcto —dijo. También Desorden la estaba mirando y sus pupilas rasgadas eran tan verdes como la neohierba de sus ensaladas.

—Treinta y nueve mil millones —dijo Tolly Mune con voz seca y tranquila.

Tuf pestañeó. —Vaya —dijo. —¿Sólo ese comentario? —dijo Tolly sonriendo. Tuf contempló el gran globo de S’uthlam que flotaba sobre sus cabezas.

—Dado que solicita mi opinión, Maestre de Puerto, me arriesgaré a decir que pese al formidable tamaño del planeta que tenemos sobre nosotros, no puedo sino interrogarme sobre su capacidad máxima. Sin pretender con ello hacer la más mínima censura a sus costumbres, cultura y civilización, se me ocurre la idea de que una población de treinta y nueve mil millones de personas podría ser considerada como un tanto excesiva.

Tolly Mune sonrió. —¿De veras? —se apoyó en el respaldo, llamó a un camarero y pidió que trajeran bebidas. La cerveza era de un color amarronado, espumosa y fuerte. Se sirvió en grandes jarras de cristal tallado, para manejar las cuales hacían falta las dos manos. Tolly levantó la suya con cierta dificultad viendo cómo el líquido se removía dentro de la jarra—. Es lo único de la gravedad a lo que nunca podré acostumbrarme —dijo—. Los líquidos deberían estar siempre dentro de ampollas para apretar, maldita sea. Estos trastos me parecen condenadamente incómodos, como un accidente esperando siempre a desencadenarse. —Tomó un sorbo y, al levantar de nuevo la cabeza, lucía un bigote de espuma. Pese a todo, es buena —añadió, limpiándose la boca con el dorso de la mano—. Bueno, Tuf, ya es hora de que dejemos este maldito juego de esgrima —siguió diciendo, mientras depositaba la jarra en la mesa, con el excesivo lujo de precauciones de quien no estaba acostumbrada ni tan siquiera a la escasa gravedad actual—. Es obvio que ya sospecha que padecemos un problema de población o jamás se le habría ocurrido hacer preguntas al respecto. Y, además, ha estado buscando montones de datos e informaciones de todo tipo. ¿Con qué fin?

—Señora, la curiosidad es mi más triste aflicción —dijo Tuf—, y sólo intentaba resolver el enigma de S’uthlam, teniendo quizás además una levísima esperanza de que, en el curso de mi estudio, topara con algún medio para resolver el callejón sin salida en el que nos encontramos actualmente.

—¿Y? —dijo Tolly Mune. —Acaba usted de confirmar la teoría que yo había construido sobre su exceso de población. Con ese dato en su sitio todo se vuelve muy claro. Esas ciudades inmensas trepan hacia lo alto, porque deben proporcionar sitio donde vivir a una población siempre creciente, al mismo tiempo que luchan futílmente para preservar sus áreas agrícolas de ser engullidas por las ciudades. Su orgulloso Puerto está impresionantemente atareado y su gran ascensor no para de moverse, porque no poseen la capacidad suficiente para dar de comer a su propia población y por lo tanto deben importar alimentos de otros planetas. Se les teme y puede que incluso se les odie, pues hace siglos intentaron exportar su problema de población mediante la emigración y la anexión de sus vecinos, hasta que se les detuvo violentamente mediante la guerra. Su pueblo no tiene animales domésticos, porque S’uthlam carece de espacio para cualquier especie que no sea la humana o no constituya un eslabón directo, eficiente y necesario de la cadena alimenticia. Como promedio, los individuos de su pueblo son claramente más pequeños de lo que es corriente en el ser humano, debido a los rigores sufridos durante siglos de privaciones alimenticias y un racionamiento, disimulado pero real, puesto en vigor mediante el uso de la fuerza. De ese modo una generación sucede a otra, cada vez de menor talla y más delgada que la anterior, luchando por subsistir con unos recursos en constante disminución. Todas esas calamidades se deben directamente a su exceso de población.

—No parece usted aprobar todo eso, Tuf —dijo Tolly Mune.

—No pretendía hacer ninguna crítica. Su pueblo no carece de virtudes. Son industriosos, saben cooperar entre sí, poseen un alto sentido de la ética, son civilizados e ingeniosos, en tanto que su tecnología, su sociedad y especialmente su ritmo de avance intelectual son dignos de admiración.

—Nuestra tecnología —dijo Tolly Mune secamente—, es la única cosa que por el momento ha salvado nuestros condenados traseros. Importamos el treinta y cuatro por ciento de nuestras calorías brutas. Producimos puede que otro veinte por ciento con el cultivo de la tierra susceptible de uso agrícola que todavía nos queda. El resto de nuestra comida viene de las factorías alimenticias y es procesada a partir de sustancias petroquímicas. Ese porcentaje sube cada año y no puede sino subir. Sólo las factorías de alimentos pueden mantener el ritmo necesario para que la curva de población no las deje atrás. Sin embargo, hay un condenado problema.

—Se les está terminando el petróleo —aventuró Haviland Tuf.

—Sí, se nos está terminando el maldito petróleo —dijo Tolly Mune—. Un recurso no renovable y todas esas cosas, Tuf.

—Indudablemente, sus clases gobernantes deben saber aproximadamente en qué momento llegará el hambre.

—Dentro de veintisiete años normales —dijo ella—, más o menos. La fecha cambia constantemente con las alteraciones que sufren una serie de factores. Puede que tengamos una guerra antes de que llegue el hambre, o eso creen algunos de nuestros expertos. O puede que tengamos una guerra y además hambre. En cualquiera de los dos casos tendremos montones de muertos. Somos un pueblo civilizado, Tuf, tal y como usted mismo ha dicho. Somos tan condenadamente civilizados que le resultaría difícil creerlo. Somos cooperativos, tenemos ética, nos gusta afirmar continuamente la vida y todo ese parloteo, pero incluso eso está empezando a romperse en mil pedazos. Las condiciones en las ciudades subterráneas están empeorando y llevan ya generaciones empeorando y algunos de nuestros líderes han llegado ya al extremo de afirmar que ahí abajo están retrocediendo evolutivamente, que se están convirtiendo en una maldita especie de alimañas. Asesinatos, violaciones, todo tipo de crímenes en los que interviene la violencia y los índices aumentan cada año. En los últimos dieciocho meses hemos tenido dos casos de canibalismo y todo eso se volverá aún peor en los años venideros. Irá aumentando con la condenada curva de población. ¿Estás recibiendo mi transmisión, Tuf?

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