A lo largo de sus años como viajero, Tuf había visto la avanzada ciencia y la magia tecnológica de Avalon y Newholme, Tober-en-el-Velo, Viejo Poseidón, Baldur, Aracne y una docena de planetas más que marcaban la primera línea del progreso humano. La tecnología que veía ahora en S’uthlam rivalizaba con cualquiera de ellas. Para empezar, el ascensor orbital ya era una hazaña impresionante. Se suponía que la Vieja Tierra había construido obras semejantes en los lejanos días anteriores al Derrumbe y Newholme había erigido uno en el pasado, solamente para verlo caer durante la guerra. Pero, en ningún otro lugar había presenciado Tuf una obra de ingeniería tan colosal, ni siquiera en la mismísima,Avalon, donde se había estudiado la posibilidad de ascensores como ése y habían terminado por rechazarse debido a razones económicas. y tanto las aceras móviles como los tubotrenes o las factorías eran modernos y eficientes. Hasta el gobierno parecía funcionar.
S’uthlam era un mundo de maravillas. Haviland Tuf lo observó y viajó por él y examinó sus maravillas durante tres días antes de volver a su habitación pequeña e incómoda, aunque de primera clase, en el piso número setenta y nueve de una torre hotelera. Cuando estuvo allí, hizo venir al encargado.
—Deseo hacer los arreglos precisos para volver de inmediato a mi nave —dijo, sentado en la estrecha cama que había hecho brotar de la pared, ya que las sillas le resultaban incómodas y demasiado pequeñas. Luego cruzó plácidamente sus grandes y pálidas manos sobre su vientre.
El encargado, un hombrecillo que apenas si tendría la mitad de la talla de Tuf, pareció algo preocupado.
—Tenía entendido que su estancia iba a prolongarse durante diez días más —dijo.
—Correcto —replicó Tuf—. Sin embargo, en la misma naturaleza de todo plan ya entra su mutabilidad. Deseo volver a mi nave en órbita tan pronto como sea posible. Le guardaría una extremada gratitud si se encargara de todos los trámites, señor.
—¡Hay tanto que aún no ha visto! —Ciertamente. Con todo, pienso que lo visto hasta ahora, aunque tomado como muestra representativa de todo un planeta puede resultar pequeña, ya es suficiente.
—¿No le gusta S’uthlam? —Padece de un exceso de s’uthlameses —replicó Haviland Tuf—. Podría mencionar también algunos otros defectos. —Alzó un dedo tan largo como lechoso. La comida es nauseabunda y en su mayor parte ha sido reciclada químicamente a partir de una materia prima básicamente desagradable y repleta de colores tan lejos de lo normal como de lo agradable. Lo que es más, las raciones no son en lo más mínimo convincentes. Quizá pudiera arriesgarme a mencionar también la constante y molesta presencia de los reporteros. He aprendido a identificarles por las cámaras multifoco que llevan en el centro de la frente, igual que un tercer ojo. Puede que usted mismo los haya visto acechando en sus pasillos, en el sensorio o en el restaurante. Por lo que he podido calcular, me parece que su número asciende a la veintena.
—Usted es una celebridad —dijo el encargado—, una figura pública. Toda S’uthlam desea saber más sobre usted. Pero estoy seguro de que si su deseo era no conceder entrevistas, los fisgones no habrán osado entrometerse en su intimidad, ya que la ética de su profesión…
—No dudo de que la han observado al pie de la letra —concluyó Haviland Tuf—, tal y como debo admitir que han mantenido su distancia. Sin embargo, al volver cada noche a esta habitación francamente insuficiente, he visto los noticiarios y he sido acogido con escenas en las que figuraba yo mismo, contemplando la ciudad, comiendo alimentos que parecían de goma y visitando algunas atracciones típicas, por no hablar de ciertas entradas en instalaciones sanitarias. Debo confesar que la vanidad es uno de mis grandes defectos. Pero aún así, los atractivos de la fama no han tardado en marchitarse para mí. Lo que es más, casi todos los ángulos con que han sido grabadas dichas escenas me han parecido muy poco halagadores y el humor de los comentaristas de esos noticiarios me ha parecido rayano en lo ofensivo.
—Eso es fácil de resolver —dijo el encargado—. Tendría que haber acudido a mí antes de hoy. Podemos alquilarle un escudo de intimidad. Se abrocha el cinturón y si cualquier mirón se le acerca a menos de veinte metros el aparato se encargará de paralizar su tercer ojo y además le proporcionará una terrible jaqueca.
—Pero hay algo que no resulta tan fácil de solucionar —observó Tuf con el rostro impasible—. La absoluta falta de vida animal que he observado durante estos días.
—¿Alimañas? —dijo el anfitrión, aterrado—. ¿Está preocupado porque no tenemos alimañas?
—No todos los animales entran en esa categoría —dijo Haviland Tuf—. Hay muchos planetas en los cuales los pájaros, los perros y otras especies son animales domésticos, queridos y mimados. Por ejemplo, yo adoro a los gatos. Un mundo realmente civilizado siempre mantiene un lugar para los felinos. Pero, en S’uthlam, al parecer, el populacho no sabría distinguirlos de los piojos y de las sanguijuelas. Cuando hice los arreglos para mi visita a este mundo, la Maestre de Puerto Tolly Mune me aseguró que sus hombres se encargarían de mis gatos y acepté sus palabras al respecto. Sin embargo, dado que ningún nativo de este mundo se ha encontrado jamás ante ningún animal de una especie que no sea la humana, me parece que tengo razones para interrogarme sobre el tipo de cuidados que están recibiendo actualmente.
—Tenemos animales —protestó el encargado—. Están en las agrofactorías. Hay muchos animales, los he visto en las cintas.
—No lo pongo en duda —dijo Tuf—. Pese a todo, una cinta de un gato y un gato son dos cosas muy distintas y requieren un trato también distinto. Las cintas pueden guardarse en una estantería, pero los gatos no —levantó un dedo y apuntó con él al encargado—. Sin embargo, todo ello no es realmente asunto grave y entra en la categoría de las pequeñas quejas. El meollo del asunto, tal y como he mencionado antes, se encuentra más en el número de los s’uthlameses y no en sus maneras. Caballero, aquí hay demasiada gente. He recibido empujones desde que he llegado hasta hoy mismo.
En los establecimientos dedicados a la restauración, las mesas se encuentran demasiado cerca unas de otras, las sillas no bastan para contenerme y más de una vez algún desconocido se ha sentado junto a mí clavándome rudamente el codo en el estómago. Los asientos de los teatros y los sensorios resultan angostos e incómodos. Las aceras están repletas de gente, los pasillos se encuentran siempre atestados, los tubos rebosan. En todas partes hay gente que me toca sin mi permiso y sin mi consentimiento.
El encargado esgrimió una sonrisa profesional. —¡Ah, la humanidad! —dijo con súbita elocuencia—. ¡La gloria de S’uthlam! ¡Las masas que se agitan, el mar de rostros, el interminable desfile, el drama de la vida! ¿Hay acaso algo tan tonificante como el contacto con nuestro prójimo?
—Puede que no —dijo Haviland Tuf secamente—. Con todo, creo que ya me he tonificado lo suficiente. Aún más, permítame decir que el s’uthlamés medio es demasiado bajo para llegarme al hombro y por lo tanto se ha visto obligado u obligada a contactar con mis brazos, mis piernas o mi estómago.
La sonrisa del encargado se desvaneció. —Caballero, su actitud no me parece la más adecuada. Para apreciar bien nuestro mundo, debe aprender a verlo con los ojos de un s’uthlamés.
—No siento grandes deseos de ir caminando sobre mis rodillas —dijo Haviland Tuf.
—No se opondrá usted a la vida, ¿cierto? —No, ciertamente —replicó Haviland Tuf—. La vida me parece infinitamente preferible a su alternativa. Sin embargo, y dadas mis experiencias, creo que todas las buenas cosas pueden ser llevadas hasta extremos desagradables y tal me parece ser el caso de S’uthlam —alzó una mano pidiendo silencio antes de que el encargado pudiera contestarle—. Siendo más preciso —prosiguió Tuf—, he llegado a sentir algo parecido a la fobia, aunque sin duda sea algo excesivo y precipitado, respecto a ciertos especímenes vivos con los que el azar me ha deparado encuentros durante mis viajes. Algunos de ellos han expresado una abierta hostilidad hacia mi persona, dirigiéndome epítetos claramente insultantes en cuanto a mi masa y mi talla.
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