—No pienso discutir, Josen, aunque ya sabes que hay quienes estarían dispuestos a ello. Pero no importa. Quieres ser práctico, ¿no? Pues te daré algunas malditas cosas prácticas en las que ir pensando. Incluso si compramos legalmente la nave de Tuf, habrá un ¡aleo de mil infiernos con Vandeen y Skrymir y el resto de los aliados, pero dudo de que vayan a intentar algo. Si nos apoderamos de ella por la fuerza, las coordenadas son muy distintas y nos llevan a un lugar también muy distinto, un lugar bastante feo. Puede que hablen de piratería. Pueden definir el Arca como una nave militar, cosa que era, dicho sea de paso, y condenadamente capaz de liquidar mundos enteros. Entonces dirán que estamos violando el tratado y vendrán nuevamente a por nosotros.
—Yo hablaré con sus enviados personalmente —dijo Josen Rael con voz cansada—. Les aseguraré que mientras los tecnócratas ocupen el poder, el programa de colonización no volverá a ponerse en marcha.
—¿y aceptarán tu condenada palabra de honor? y un maldito infierno cornudo lo harán. ¿Piensas asegurarles que los tecnócratas no perderán nunca el poder y que nunca deberán entendérselas con los expansionistas? ¿Cómo lograrás eso? ¿Estás planeando utilizar el Arca para establecer una dictadura benévola?
El consejero apretó los labios y en su morena nuca apareció un leve rubor.
—Me conoces lo suficiente como para decir eso. De acuerdo, hay riesgos. Pero la nave es un recurso militar formidable, eso no debemos olvidarlo. Si los aliados se movilizan contra nosotros, tendremos la carta ganadora.
—Tonterías —dijo Tolly Mune—. Le hacen falta reparaciones y tenemos que aprender a dominarla. La tecnología que supone esa nave lleva mil años perdida. Nos pasaremos meses estudiándola, puede que años, antes de que podamos realmente utilizar ese maldito aparato. Pero no tendremos esa oportunidad. La flota vandeeni llegará en cuestión de semanas para quitárnosla de entre las manos y las demás flotas no tardarán mucho en seguirla.
—Nada de todo esto es asunto suyo, Maestre de Puerto —dijo Josen Rael fríamente—. El Gran Consejo lo ha discutido todo largamente.
—No intentes asustarme con el rango, Josen. A mí, no. ¿Recuerdas cuando se te fue la mano con los narcos y decidiste salir al espacio para ver lo de prisa que cristalizaba la orina fuera? Yo te convencí para que no se te congelara el aparato, querido Primer Consejero. Ahora, límpiate tus condenadas orejas y escúchame. Puede que la guerra no sea asunto mío, pero el comercio sí lo es. El Puerto es nuestro cordón umbilical. En estos mismos instantes tenemos que importar ya el treinta por ciento de nuestras calorías brutas…
—El treinta y cuatro por ciento —le corrigió Rael. —El treinta y cuatro por ciento —concedió Tolly Mune—. y los dos sabemos que esa cifra no hará sino ir subiendo. Pagamos por esa comida con nuestra tecnología, tanto en bienes manufacturados como en los servicios que prestamos en el Puerto. Damos servicio y reparaciones a más naves espaciales que cualquiera de los otros cuatro mundos del sector, por no hablar de las que construimos. ¿y sabes por qué? Porque me han salido callos en mi condenado culo para dejar bien claro que somos los mejores. El mismo Tuf lo dijo. Vino aquí para las reparaciones, porque tenemos una reputación. Una reputación de ser honestos, de jugar limpio y de tener ética, al mismo tiempo que una gran competencia técnica. ¿Qué va a ser de esa reputación si confiscamos su maldita nave? ¿Cuántos comerciantes más van a venir aquí trayéndonos sus naves, para que las reparemos, si nos sentimos con la libertad de tomar lo que nos venga en gana? ¿Qué va a ser de mi condenado Puerto?
—Es cierto que eso tendría un efecto adverso —admitió Josen Rael.
Tolly Mune le miró fijamente y emitió un sonido tan potente como grosero.
—Nuestra economía quedaría en ruinas —dijo en voz átona.
Ahora Rael estaba sudando profusamente y pequeños ríos de líquido corrían por su ancha frente. Sacó un pañuelo del bolsillo y se limpió el sudor.
—Entonces, Maestre de Puerto Mune, es fácil ver que eso no debe ocurrir. Debe impedir que se llegue a tal extremo.
—¿Cómo?
—Compre el Arca —dijo—. Delego en usted plena autoridad, dado que parece entender tan bien la situación. Haga que este Tuf vea la luz. La responsabilidad es suya. —Movió la cabeza y la pantalla quedó en blanco.
Haviland Tuf estaba en S’uthlam jugando al turista. Resultaba imposible negar que, a su modo, el planeta era impresionante. Durante sus años de mercader, saltando de una estrella a otra en la Cornucopia de Mercancías Excelentes a Bajos Precios, Haviland Tuf había visitado más mundos de los que podía recordar en un momento dado, pero le parecía muy improbable que S’uthlam fuera a borrarse demasiado pronto de su memoria.
Había presenciado buena cantidad de espectáculos capaces de quitar el aliento: las torres cristalinas de Avalón, las telarañas celestes de Aracne, los mares eternamente en movimiento de Viejo Poseidón y las montañas de basalto negro de Clegg. Pero la ciudad de S’uthlam (ya que los viejos nombres se habían convertido en simples distritos y barrios y las viejas ciudades se habían unido en una monstruosa megalópolis hacía ya siglos) podía rivalizar con cualquiera de esos lugares.
A Tuf siempre le habían gustado de modo especial los edificios altos y ahora, tanto de día como de noche, no se cansaba de observar el paisaje ciudadano desde las plataformas situadas a grandes alturas, de un kilómetro y hasta nueve. No importaba lo alto que subiera: las luces parecían infinitas, extendiéndose en todas direcciones hasta perderse en la distancia, sin un solo lugar oscuro que rompiera su interminable sucesión. Edificios de cuarenta y de cincuenta pisos, que parecían cajas sin ningún rasgo distintivo, se alzaban casi pegados unos a otros en hileras interminables, viviendo en la perpetua semioscuridad de las torres cristalinas que las superaban en altura para beber el sol. Los nuevos niveles se construían sobre niveles que a su vez se alzaban sobre niveles aún más antiguos. Las aceras móviles se unían y se alejaban unas de otras formando dibujos tan intrincados como laberintos y bajo la superficie fluía una red de gigantescas carreteras subterráneas donde los turbotrenes y las cápsulas de entrega se lanzaban como proyectiles a través de las tinieblas, a cientos de k as por hora. y bajo esas carreteras había sótanos y subsótanos y túneles y pasadizos. Toda una ciudad duplicada que alcanzaba bajo el suelo las mismas profundidades que su gemela de cristal arañaba en las alturas.
Tuf había visto las luces de la metrópolis a bordo del Arca y desde su órbita la ciudad ya le había parecido engullir medio continente. Vista desde la superficie parecía lo bastante grande como para tragarse galaxias enteras. Había otros continentes y ellos también ardían por la noche con las luces de la civilización. En el mar luminoso no había zonas de tinieblas. Los habitantes de S’uthlam no tenían espacio para malgastar en lujos, como parques o jardines. Tuf no lo desaprobaba. Siempre había pensado que los parques eran una institución malsana, diseñada básicamente para recordarle a la humanidad civilizada cuán tosca, incómoda y feroz había sido la vida, cuando no había más remedio que vivirla en plena naturaleza.
Haviland Tuf había estado en muchas culturas durante sus viajes y, a su juicio, la cultura de S’uthlam no era inferior a ninguna de las que había visto. El planeta estaba lleno de variedad y asombrosas posibilidades, y su riqueza era tal que hacía pensar al mismo tiempo en la vitalidad y en la decadencia. S’uthlam era un mundo cosmopolita, perfectamente insertado en la red que unía una estrella con otra, y saqueaba a su capricho la música, el drama y los sensoria importados de otros planetas. Utilizaba esos constantes estímulos para transformar incesantemente su propia matriz cultural. La ciudad ofrecía más variedades de diversión y entretenimiento de lo que Tuf había encontrado antes en un solo lugar. Si un turista deseara experimentarlos todos, tendría que estar ocupado durante varios años.
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