“Justo cuando pensabas que era seguro volver al agua”, pensó Joanna.
—dijo usted que le interesaba la neurología —dijo Richard. “No le des pistas”, pensó Joanna, mirándolo con mala cara.
—Estoy interesada en la neurología —dijo Amelia—. Es lo que quiero hacer, pero lo que no le dije —retorció las manos sobre su regazo— es que no me presenté voluntaria por mi cuenta.
“Aquí viene —pensó Joanna—, la contrató el señor Mandrake. O peor, las voces que oye en su cabeza.”
—Mi profesor de psicología está a favor de la idea de que los estudiantes de medicina también sean pacientes, para que cuando sean médicos puedan comprender a sus pacientes —dijo Amelia, mirándose las manos—. Da créditos extra por participar en proyectos de investigación, y me hacen falta los puntos. Me va fatal en psicología. —Miró a Richard, como pidiendo disculpas—. No se lo dije porque temía que no me aceptara.
“¿Aceptarte? —pensó Joanna—. Ojalá hubiera una docena más como tú.” Los estudiantes que se ofrecían voluntarios para conseguir puntos extra eran perfectos. No tenían planes predeterminados ni ningún interés concreto en la materia, por lo cual era muy improbable que leyeran el libro de Mandrake o cualquier otro libro sobre las ECM.
—¿Su profesor la asignó al proyecto? —preguntó.
—No —respondió Amelia, y miró otra vez a Richard con expresión de culpabilidad—. Escogemos el proyecto que nos interesa.
—¿Y te interesaban las ECM? —preguntó Joanna, con el corazón encogido.
—No, no sabía que trataba de las ECM cuando me presenté. —Empezó otra vez a retorcer las manos—. Creí que sería uno de esos experimentos sobre la memoria. No es que lo deseara —dijo, ruborizándose—, esto es mucho más interesante.
Miró otra vez a Richard, y entonces Joanna cayó en la cuenta.
—Necesitaré una copia de tu horario de clases para que podamos elegir un buen momento para las sesiones, Amelia —dijo. Richard la miró sin entenderla. Joanna lo ignoró.
—¿Te parece bien, Amelia? —dijo.
—Sí —respondió Amelia ansiosamente—. Incluso puedo quedarme esta tarde y tener una sesión, si quieren.
—Magnífico —dijo Joanna—. ¿Por qué no vas a desnudarte? Se levantó, todavía evitando los ojos de Richard, y se dirigió a la mesa de reconocimiento.
—Sé dónde está todo —dijo Amelia, recogiendo las ropas de la mesa, y luego desapareció en el cuarto de vestir.
—¿Está segura de que es una buena idea? —preguntó Richard en cuanto la puerta se cerró tras ella—. ¿Ha visto su reacción cuando le ha preguntado por qué se ofreció voluntaria para el proyecto? Se incomodó mucho. No creo que estuviera diciendo la verdad.
—No la decía —contestó Joanna—. ¿Me necesita para que le ayude a colocar las cosas?
—Si estaba mintiendo, ¿cómo puede estar segura de que no es una de los espías de Mandrake?
—Porque era una mentira periférica —dijo Joanna—. Mentía por un motivo personal que no tiene nada que ver con el asunto en cuestión, el tipo de mentira que siempre hace que la gente se meta en líos en los misterios con asesinato. —Le sonrió—. No es una creyente. El perfil de personalidad está equivocado y también su testimonio de su primera ECM. Sus referencias encajan, y su entrevista confirma lo que pensé cuando la vi por primera vez. Es exactamente lo que parece ser: una estudiante de medicina que se dedica a esto para ganar unos cuantos puntos.
—Vale —dijo él—. Magnífico. Empecemos. Iré a buscar a la enfermera Hawley.
Salió del laboratorio. Al cabo de un momento, Amelia salió del cuarto de vestir con una bata hospitalaria encima de sus vaqueros y la mascarilla colgándole del cuello. Miró alrededor, vacilante.
—El doctor Wright ha ido a buscar a la enfermera —dijo Joanna.
—Oh, bien —dijo Amelia, acercándose a ella—. No quise decírselo con él delante. No le dije la verdad antes. Respecto a por qué escogí este proyecto.
“No des pistas —pensó Joanna—, sobre todo cuando crees saber la respuesta.” Amelia ladeó la cabeza, como había hecho antes.
—El motivo real fue el doctor Wright. Me pareció guapo. Eso no me descalifica para ser voluntaria, ¿no?
—No —dijo Joanna. Era lo que ella había pensado—. Es guapo.
—Lo sé. No vea lo adorable… —Se interrumpió bruscamente, y las dos se volvieron hacia la puerta.
—La enfermera Hawley no estaba —dijo Richard, entrando—. Tendré que llamarla por el busca. —Se acercó al teléfono—. Necesito una enfermera que me ayude. —Marcó centralita.
—Mientras esperamos, Amelia —dijo Joanna—, ¿por qué no me cuentas qué viste durante tu primera sesión?
—¿La primera vez que me puse debajo? —preguntó Amelia, y Joanna se preguntó si su uso de aquella expresión era significativo—. La primera vez todo lo que vi fue una luz brillante. Era tan brillante que en realidad no podía ver nada. La segunda vez no fue tan brillante, y vi gente.
—¿Puedes ser más concreta?
—En realidad no. Quiero decir que no pude verla, a causa de la luz, pero sabía que estaban allí.
—¿Cuántas personas?
—Tres —dijo Amelia, entornando los ojos como si viera la escena—. No, cuatro.
—¿Y qué estaban haciendo?
—Nada. Estaban allí de pie, esperando.
—¿Esperando?
—Sí. Esperándome, creo. Mirando. Mirar y esperar no eran la misma cosa.
—¿Hubo alguna sensación asociada con lo que viste? —preguntó Joanna.
—Sí, sentí calor y… —Vaciló—. Y paz.
Calor y paz eran dos palabras usadas frecuentemente por los que experimentaban ECM para describir sus sensaciones, también seguridad, y rodeado de amor, sentimientos también asociados con la liberación de endorfinas.
—¿Se te ocurren otras palabras para describir la sensación?
—Sí —dijo Amelia, pero guardó silencio varios segundos—. Serenidad —dijo por fin, pero la inflexión al final de la palabra ascendió, como si fuera una pregunta—. Calidez —dijo con más certeza—, como estar delante de una chimenea. O envuelta en una manta.
Sonrió, como si recordara la sensación.
—¿Qué sucedió después de que vieras las figuras en la luz?
—Nada. Eso es todo lo que recuerdo, sólo la luz y a ellos allí de pie, mirando.
Richard se acercó, irritado.
—La enfermera Hawley no responde al busca. Tendremos que apañárloslas sin ella. Amelia, cuando quiera puede subir a la mesa. Amelia saltó a la mesa y se tendió de espaldas.
—Oh, qué bien —dijo—. Ha cubierto esa luz. No dejaba de cegarme.
Richard dirigió a Joanna una mirada de aprobación y luego tomó un indicador de oxígeno y lo colocó en el dedo de Amelia.
—Controlamos constantemente el pulso y la presión sanguínea.
Se retiró hasta la consola y tecleó algo. Los monitores situados sobre el terminal se iluminaron. En la pantalla inferior izquierda aparecieron las indicaciones. Niveles de oxígeno, noventa y ocho por ciento; pulso, sesenta y siete. Regresó a la mesa.
—Amelia, voy a colocar los electrodos.
—Muy bien.
Richard le bajó el cuello de la bata y colocó los electrodos en su pecho.
—Éstos controlan el ritmo cardíaco —le dijo a Joanna. Colocó en el brazo de Amelia un tensiómetro—. Muy bien. Es hora de que se ponga el antifaz.
—De acuerdo —dijo ella, alzando levemente la cabeza mientras se colocaba el antifaz sobre los ojos, y luego se tendió. Richard empezó a colocar electrodos en sus sienes y cuero cabelludo.
—¡Espere! —Ella trató de sentarse.
—¿Qué ocurre? —preguntó Joanna—. ¿Algo va mal?
—Sí —dijo Amelia. Palpó a ciegas con la mano izquierda en busca de su pinza para el pelo, la quitó, y sacudió su larga melena—. Lo siento, me la estaba clavando en la nuca —dijo, tumbándose de nuevo—. No he desconectado nada, ¿verdad?
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