Connie Willis - Tránsito

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Tránsito: краткое содержание, описание и аннотация

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Ocho premios Hugo, seis premios Nebula, y el John W. Campbell Memorial en unos diez años avalan la excepcional habilidad narrativa de la autora de
y
. Se trata de una de las mejores y más inteligentes voces de la narrativa modena, que esta vez nos sorprende e intriga con una emotiva y racional exploración del mundo de las ECM (Experiencias Cercanas a la Muerte) en una novela de implacable suspense.
Según diversos testigos, en una ECM parece haber varios elementos nucleares: experiencia extracorporal, sonido, un túnel de altas paredes, una luz al final del túnel, parientes fallecidos y un ángel de luz con resplandecientes túnicas blancas, una sensación de paz y amor, una revisión de la vida, una revelación del conocimiento universal y la orden de regreso final. ¿Es todo esto algo real, o se trata tan sólo de manifestaciones surgidas de la bioquímica de un cerebro moribundo?
En
, Joanna Lander es un psicóloga que investiga las ECM. Su encuentro con el neurólogo Richard Wright ha de permitirle simular clínicamente ese tipo de experiencias con el uso de drogas psicoactivas. Pero los sujetos del experimento del doctor Wright ven cosas completamente distintas de lo esperado, y Joanna decide someterse al experimento para conocer directamente una ECM. Y las sorpresas empiezan…
Novela finalista del premio Hugo 2002
Novela finalista del premio Nebula 2001
Novela finalista del John W. Campbell Memorial Award 2002

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—Claro que sí. Pero no se fían de él. Pruebas —dijo, agitando la lista de miembros de la SIAE—, ésa es la cuestión. Información externa. Por eso voy a llamar a sus referencias y por eso quiero entrevistarla. Pero si todo va bien, no veo ningún motivo para que no continúe con ella como estaba previsto.

Volvió a su despacho y llamó a las referencias de Amelia y luego a Amelia y concertó una entrevista. Fue difícil. Amelia tenía clases y prácticas de laboratorio, y tenía que estudiar para un examen de bioquímica. Joanna finalmente acordó verla a la una del día siguiente.

Le agradó que concertar la cita hubiera sido tan difícil. Su propia falta de ansiedad era prueba de que no era una creyente. Joanna comprobó el nombre entre los miembros de la Sociedad Teosófica y luego repasó los archivos de los otros siete voluntarios.

Parecían prometedores. La señora Coffey era directora de un sistema de datos, el señor Sage era soldador, la señora Haighton voluntaria de su comunidad, el señor Pearsall agente de seguros. Ninguno de sus nombres, ni el de Ronald Kelso ni el de Edward Wojakowski, aparecía en ninguno de los sitios de ECM. La única que le preocupaba era la señora Troudtheim, que no vivía en Denver.

—Vive en las llanuras del este —le dijo a Richard al día siguiente—, cerca de Deer Trail. El hecho de que tenga que venir en coche (¿cuántos kilómetros hay, noventa?) para participar en un proyecto de investigación es un poco sospechoso, pero todo lo demás es correcto, y los otros parecen de fiar. —Miró el reloj. La una menos cuarto—. Veré a Amelia Tanaka dentro de unos minutos.

—Bien —dijo él—. Si no encuentra nada negativo, me gustaría iniciar una sesión. Le diré a la enfermera que esté preparada. Llamaron a la puerta.

—Viene temprano —dijo Joanna, y fue a abrir. Era un hombre mayor y bajito, con el pelo rojo algo escaso ya y flequillo.

—¿Está aquí el doctor Wright? —dijo, asomándose al laboratorio. Espió a Richard—. Hola, Doc. Se me ha ocurrido pasarme por aquí para comprobar cuándo será mi próxima sesión. Soy uno de los conejillos de indias de Doc Wright.

—Doctora Lander, le presento a Ed Wojakowski —dijo Richard, acercándose a la puerta—. Señor Wojakowski, la doctora Lander va a trabajar conmigo en el proyecto.

—Llámeme Ed. El señor Wojakowski es mi padre. —Le hizo un guiño.

Joanna recordó que Greg Menotti había hecho el mismo chiste. Se preguntó qué edad tendría el señor Wojakowski. Parecía tener al menos setenta, y el proyecto había especificado voluntarios de entre veintiún y sesenta y cinco años.

—Conocí a una Joanna una vez —dijo el señor Wojakowski—, cuando estaba en la Marina, durante la Segunda Guerra Mundial. La Segunda Guerra Mundial y la Marina otra vez, pensó Joanna.

Primero la señora Davenport y ahora el señor Wojakowski. ¿Significaba eso que ella había hablado con él? ¿O que el señor Mandrake había hablado con ambos? Esperaba que no… a este paso se quedarían sin sujetos en un santiamén.

—Trabajaba en la cantina de oficiales de Honolulu —estaba diciendo el señor Wojakowski—. Muy bonita, aunque no tanto como usted. Stinky Johannson y yo la colamos una noche a bordo para enseñarle nuestro Wildcat, y…

—Todavía no hemos concertado nuestra próxima cita —dijo Richard.

—Oh, vale, Doc —dijo el señor Wojakowski—. Por eso pensé en pasarme por aquí.

—Ya que ha venido, ¿le importaría que le hiciera algunas preguntas? —dijo Joanna. Se volvió hacia Richard—. La señorita Tanaka no vendrá hasta dentro de otros quince minutos.

—Claro —dijo Richard, pero parecía indeciso.

—O podríamos concertarle una cita más tarde.

—No, ahora está bien —dijo Richard, y ella se preguntó si lo había interpretado mal—. ¿Tiene tiempo para responder a unas cuantas preguntas, señor Wojakowski?

—Ed —corrigió él—. Claro que tengo tiempo. Ahora que estoy jubilado tengo todo el tiempo del mundo.

—Sí, bien —dijo Richard, y otra vez parecía vacilante—, tenemos fijada otra cita para la una.

—Lo capto, Doc. Seré dulce y breve. —Se volvió hacia Joanna—. ¿Qué quiere saber, Doc?

Joanna miró a Richard, sin alcanzar a entender si quería que continuara o no, pero él asintió, así que le ofreció una silla al señor Wojakowski, pensando que tenían que establecer algún tipo de código para situaciones como aquélla.

—Sólo quería saber unas cuantas cosas sobre usted, señor Wojakowski, para conocerlo, ya que vamos a trabajar juntos —dijo Joanna, sentándose frente a él—. Su historial, por qué se presentó voluntario para el proyecto.

Joanna conectó la grabadora.

—Mi historial, ¿eh? Bueno, le diré que soy un viejo marino. Serví en el USS Yorktown. El mejor barco de la Segunda Guerra Mundial hasta que los japos lo hundieron. Lo siento —dijo al ver su expresión—. Es así como los llamábamos entonces. El enemigo, los japoneses.

Pero ella no estaba pensando en el uso ofensivo del término japos.

Estaba calculando su edad. Si había participado en la Segunda Guerra Mundial, tenía que tener casi ochenta años.

—¿Dice usted que sirvió en el Yorktown? —dijo ella, mirando su archivo. Nombre. Dirección. Número de Seguridad Social. ¿Por qué no estaba incluida su edad?—. Era un acorazado, ¿no? —preguntó, intentando ganar tiempo.

—¡Acorazado! —bufó él—. Portaaviones. El mejor del maldito Pacífico. Hundió cuatro portaaviones en la batalla de Midway antes de que un sumarino japo lo hundiera. Un torpedo. Se llevó por delante a un destructor que estaba en medio también. El Hammann. Se hundió del tirón. Sin darse cuenta. Dos minutos. Con todos a bordo.

Ella seguía sin encontrar su edad. Alergias a medicamentos. Historial clínico. Había marcado “no” en todo, desde tensión alta a diabetes, y parecía activo y alerta, pero si tenía ochenta años…

—… el Yorktown tardó más tiempo en hundirse —estaba diciendo—. Dos días enteros. Un espectáculo terrible.

Historial de trabajo, referencias, personas con quienes contactaren caso de emergencia, pero ninguna fecha de nacimiento. ¿Adrede?

—… la orden de abandonar el barco, y todos los marineros se quitaron los zapatos y los pusieron en fila en cubierta. Cientos y cientos de pares de zapatos…

—Señor Wojakowski, no puedo encontrar…

—Ed —corrigió él, y entonces, como si supiera lo que iba a preguntarle, añadió—: Me enrolé cuando tenía trece años. Mentí respecto a mi edad. Les dije que el hospital donde tenían mi certificado de nacimiento había sido destruido en un incendio. No es que comprobaran ese tipo de cosas después de Pearl. —La miró, desafiante—. Usted es demasiado joven para saber lo que es Pearl Harbor, supongo.

—¿El ataque sorpresa japonés a Pearl Harbor?

—¿Sorpresa? Relámpago, más bien. Los Estados Unidos de América estaban sentados tan tranquilos, metiditos en lo suyo, y ¡zas! Ninguna declaración de guerra, ninguna advertencia, nada de nada. Nunca lo olvidaré. Era domingo, y yo estaba leyendo los suplementos de los periódicos. “Los Katzenjammer Kids”, todavía puedo verlo. Levanto la cabeza y entra la vecina de dos puertas más abajo, sin aliento, y va y dice: “¡Los japos acaban de bombardear Pearl Harbor!” Bueno, ninguno de nosotros sabía siquiera dónde estaba Pearl Harbor, excepto mi hermana mayor. Lo había visto en un noticiario en el cine la noche anterior. Desesperados, con Randolph Scott. Y al día siguiente, me fui al centro de reclutamiento de la Marina y me alisté.

Hizo una pausa para tomar aire, y Joanna dijo rápidamente:

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