—En total, cinco —le dijo a Richard.
—¿Todos espías de Mandrake? —preguntó Richard, escandalizado.
—No, no necesariamente. Bendix y Dvorjak son ambos perfectamente capaces de haberse presentado por su cuenta. Los creyentes siempre están al acecho de cualquier cosa que pueda validar sus creencias.
—¿Pero cómo pueden haberse enterado?
—Esto es el Mercy General —dijo Joanna—. También conocido como el Chismorreo General. Tal vez alguien del primer grupo de entrevistados ha informado a los otros de qué trataba su investigación. Los que experimentan las ECM tienen toda una red (organizaciones, Internet), y es sabido que el Instituto hace investigaciones sobre ECM. Puede que el señor Mandrake no sepa nada de esto.
—No lo dirá en seno, ¿verdad?
—No.
—Sigo opinando que deberíamos denunciarlo al consejo.
—Eso no servirá de nada —dijo ella—. No con la señora Brightman de por medio. Y lo último que le hace falta es una confrontación con él. Necesitamos…
—¿Escondernos en una escalera?
—Si es necesario —dijo Joanna—. Y asegurarnos de que ninguno de los otros voluntarios está relacionado con Mandrake ni con la comunidad cercana a la muerte.
—Y de que no sean unos lunáticos perdidos —dijo él—. Sigo sin creer que el perfil psicológico no los detectara.
—Creer en la otra vida no es una enfermedad mental —dijo Joanna—. Un montón de religiones importantes llevan haciéndolo desde hace siglos.
—¿Qué hay de los ovnis del señor Suárez?
—Gente mentalmente competente cree todo tipo de cosas raras. Por eso quiero entrevistarlos en cuanto haya terminado de comprobar las conexiones.
Se pasó el resto de la tarde dedicada a eso e imprimió las listas de miembros de la Sociedad Internacional para el Avance del Espiritismo y la Sociedad Paranormal para llevárselas a casa.
El señor Mandrake había dejado tres mensajes en su contestador diciendo que quería hablar con ella, así que fue dando un rodeo hasta el aparcamiento, cruzando la quinta planta hasta el ala oeste, bajando a la tercera, cruzando otra vez y pasando por Oncología hasta llegar al ascensor de los pacientes.
Una pareja de mediana edad estaba esperando el ascensor.
—Ve tú —le estaba diciendo el hombre a la mujer—. No hay motivo para que nos quedemos los dos.
La mujer asintió, y Joanna advirtió que sus ojos estaban enrojecidos.
—¿Me llamarás si hay algún cambio?
—Te lo prometo —dijo el hombre—. Descansa un poco. Y come algo. No has probado bocado en todo el día. Los hombros de la mujer se hundieron.
—Muy bien.
El ascensor sonó y se abrió la puerta. La mujer besó al hombre en la mejilla y entró en la cabina. Joanna la siguió. Pulsó «B» y la puerta empezó a cerrarse.
—¡Espera! ¿Tienes el número de mi móvil? —llamó la mujer a través de la puerta.
El hombre asintió.
—329-6058 —dijo él, y la puerta se cerró del todo. «Cinco-ocho —pensó Joanna—. Cincuenta y ocho.» Vielle había dicho que Greg Menotti estaba probablemente intentando decir un número de teléfono, pero cuando la gente da su número de teléfono dice las cifras una a una. No sucedía lo mismo con las direcciones. Decían: “Vivo en él dos mil ciento quince de la calle Pearl.” Se preguntó cuál sería la dirección de Greg Menotti.
Se inclinó hacia delante y pulsó el dos, y cuando el ascensor llegó al segundo piso, salió, recorrió el vestíbulo de visitas y buscó su dirección en la guía telefónica: 1903, South Wyandotte, y su número de teléfono era 771-0642. Ni siquiera un cinco o un ocho, mucho menos un cincuenta y ocho. La dirección que intentaba decir podría haber sido la de su novia, claro, o la de sus padres. “Pero no lo era”, pensó Joanna. Había intentado decir algo crucial. ¿Y qué información crucial contenía el número cincuenta y ocho?
Cerró la guía de teléfonos y volvió hasta el ascensor. Una auxiliar de enfermería pasó junto a ella, llevando una taza de plástico, y se detuvo para preguntarle a una enfermera:
—¿En qué habitación dijiste que estaba?
—La dos cincuenta y ocho.
¿Podría haber conocido Greg Menotti a alguien en el hospital y trataba de hacer que contactaran con esa persona? Eso no tenía sentido. Lo habría mencionado antes, cuando exigía que se pusieran en contacto con su novia. ¿Qué otro tipo de habitaciones tenían números? ¿Una oficina? ¿Un apartamento?
Joanna bajó hasta el aparcamiento. Cincuenta y ocho. ¿El número de una caja de seguridad? ¿Una fecha? No, era demasiado joven para haber nacido en el 58. Se metió en el coche. Cincuenta y ocho no era el número de nada famoso, como el trece o el 666. Salió del aparcamiento y llegó a Colorado Boulevard. El coche que tenía delante llevaba una luz de neón púrpura alrededor de la matrícula. “WV-58.” Joanna miró hacia la gasolinera de la derecha: “Sin plomo”, decía el cartel. “1,58,99.”
Un escalofrío de temor supersticioso recorrió a Joanna y le erizó el vello de la nuca. “Es esa película que alquilamos Vielle y yo, la de los accidentes de avión con todas aquellos presagios. Destino final.”
Hizo una mueca. Realmente era una conciencia ampliada hacia algo que estaba presente en todo momento. El número cincuenta y ocho siempre había estado allí, igual que cualquier otro número, pero su cerebro estaba atento como un excursionista cauteloso ante la presencia de serpientes. Eso eran las supersticiones, un intento de dar sentido a datos aleatorios y acontecimientos al azar: estrellas y golpes en la cabeza y números.
“No significa nada —se dijo—. Estás dando significado a lo que no lo tiene.” Pero cuando llegó a casa entró en la Red e inició una búsqueda del número cincuenta y ocho. Encontró varios obituarios (“Elbert Hodgins, de cincuenta y ocho años”), una autopista nacional y catorce estatales, y tres libros en Amazon.com: La política de la guerra fría rusoamericana, 1946-1958; A la deriva en el par alelo cincuenta y ocho, y Mejor en la cama: 58 formas para mejorar su vida sexual.
“No es precisamente algo propio de la Dimensión desconocida”, pensó Joanna, divertida, y empezó a repasar la lista de miembros de la Sociedad Paranormal. Amelia no era miembro, ni tampoco ninguno de los otros voluntarios, pero cuando repasó la lista de la SIAE encontró el nombre de un voluntario, y cuando comprobó el sitio web de las ECM a la mañana siguiente, encontró a dos más, lo que los dejaba con ocho sujetos. Antes de haber entrevistado a ninguno.
—Lo siento mucho —le dijo a Richard—. Mi objetivo era asegurarme de que no se le colara ningún falsario, no diezmar el proyecto.
—Lo que habría diezmado mi proyecto habría sido que uno de mis sujetos apareciera en el libro de Mandrake. O en la primera plana del Star —dijo él—. Tenía usted razón. No debería denunciar a Mandrake ante el consejo. Tendría que estrangularlo.
—No tenemos tiempo —dijo Joanna—. Tenemos que seleccionar a los sujetos que nos quedan y buscar otros nuevos. ¿Cuánto tiempo llevará el proceso de aprobación?
—De cuatro a seis semanas para recibir permiso del consejo y el comité de proyectos. El papeleo para este grupo tardó cinco semanas y media.
—Entonces será mejor que empecemos a buscar inmediatamente —dijo Joanna—, y yo me dedicaré a esas entrevistas. Estoy preparada para hablar con Amelia Tanaka. Parece buena. No he encontrado nada cuestionable en ella, excepto el hecho de que dice que tiene veinticuatro años y sigue siendo estudiante de medicina, pero mi instinto me dice que no es una chalada.
—Instinto —sonrió Richard—. Creía que los científicos no tenían instinto.
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