En la ceremonia se descubriría una estatua de Sarah, con el aspecto que tenía en 2009, cuando se había recibido el primer mensaje. Y en cuanto la Expo'67 terminara, sería trasladada a su emplazamiento definitivo, delante de los Laboratorios de Física McLennan. Tras la inauguración, emitirían mensajes a Sigma Draconis no sólo Anfión y Zeto (que llevaban ya diez años enviando informes semanales, aunque ninguno de ellos hubiera sido recibido todavía), sino también dignatarios de las docenas de países que tenían un pabellón en la feria.
El tráfico era moderado y, una hora más tarde, el Dracmóvil se acercaba a su destino. Don había visitado Toronto con frecuencia a lo largo de los años para visitar a sus nietos y (más recientemente, con gran dolor) para asistir al funeral de su hijo Carl, que había muerto a la edad obscenamente joven de setenta y dos años. Hacía aquella peregrinación en cada viaje, pero Gillian y los chicos nunca habían estado tan al norte de la ciudad.
Mientras recorrían la avenida Park Home, Don se entristeció al ver que la biblioteca que con tanto cariño recordaba ya no existía. Había sucedido lo mismo con la mayoría de las bibliotecas, claro. Don era un poco ludista, y todavía tenía un datacom de bolsillo, pero Lenore y Gillian llevaban implantes enlazocerebrales de acceso a la red.
Entró con la furgoneta en el cementerio (otro anacronismo) y aparcó lo más cerca que pudo de la tumba de Sarah. Los chicos volvieron a ponerse sus máscaras filtrantes y todos recorrieron caminando el resto de la distancia, abriéndose paso entre las hojas caídas.
Don había traído un ramo virtual con batería de fusión fría: el holograma de rosas rojas duraría casi eternamente. Sus chicos, normalmente ruidosos, comprendieron que necesitaba un momento de silencio y se lo concedieron. A veces, cuando iba a aquel lugar, lo abrumaban los recuerdos: escenas de cuando él y Sarah estaban saliendo, detalles de los primeros años de su matrimonio, momentos con Carl y Emily de niños, el alboroto cuando Sarah había descifrado el primer mensaje. Pero aquella vez todo lo que se le pasó por la mente fue la celebración, casi veinte años antes, de su sexagésimo aniversario. Se había arrodillado entonces, como acababa de hacer para colocar las flores. Todavía echaba de menos a Sarah, todos y cada uno de los días de su vida.
Se levantó y se quedó mirando la lápida un rato, y luego leyó la inscripción. Contempló el espacio en blanco que tenía al lado. El epitafio que tenía pensado para sí mismo («Nunca se quedó con una "Q" colgada») no era tan bonito como el de ella, pero valdría.
Pasados unos instantes, miró a Lenore, preguntándose cómo se sentiría sabiendo que él acabaría en aquel lugar en vez de junto a ella. Leonore, cuyas pecas se habían ido desvaneciendo con los años y tenía unas cuantas arrugas en la cara, debió haberle leído la mente, porque le palmeó el brazo y le dijo:
—No importa, cariño. Ya no se entierra a nadie de mi generación. Lo has pagado, bien puedes usarlo… cuando pase el tiempo.
«Cuando pase el tiempo.» En el siglo veintidós, o tal vez en el siglo veintitrés o…
La era de los milagros y las maravillas. Sacudió la cabeza y se volvió a mirar a sus hijos. Supuso que Sarah no significaba nada para Gillian: no era más que la primera esposa de su padre, una mujer que había muerto años antes de que ella naciera y con quien no compartía ADN… aunque aquellas cosas tan triviales no le hubieran importado a Sarah. A pesar de todo, la sociedad no tenía nombre para ese tipo de relación.
Tampoco había nombre para lo que Sarah era para los chicos, pero no habrían existido sin ella. Anfión contemplaba pensativo los cuatro nombres de la lápida («Sarah Donna Enright Halifax»). Seguramente estaba pensando en lo mismo, porque preguntó:
—¿Cómo debería llamarla?
Don reflexionó. «Mamá» no era apropiado: Lenore era su madre. «Profesora Halifax» era demasiado formal; «Señora Halifax» era una posibilidad: Lenore, como la mayoría de las mujeres de su generación, había conservado su apellido. «Sarah» daba cierta sensación de intimidad, pero no era tampoco lo adecuado. Don se encogió de hombros.
—Yo no…
—Tía Sarah —dijo Lenore, que siempre la había llamado «profesora Halifax» en vida—. Creo que deberíais referiros a ella como «tía Sarah».
Los dracos no podían asentir, así que Anfión hizo el gesto que había adoptado para decir que sí.
—Gracias por traernos a ver a tía Sarah —dijo; uno de sus ojos miraba a Don mientras los otros tres contemplaban la lápida.
—A ella le habría encantado conoceros —dijo Don, y sonrió a cada uno de sus tres hijos.
—Ojalá hubiera podido conocerla —dijo Zeto.
Gunter ladeó la cabeza y dijo, en voz muy baja:
—Y yo.
—Era una mujer maravillosa —dijo Don.
Gillian se volvió para mirar a Lenore.
—Tú también la conocías, ¿verdad mamá? Os dedicabais a lo mismo. ¿Cómo era?
Lenore miró a Don y luego de nuevo a su hija. Buscó la palabra adecuada para describirla y, tras un momento, sonriéndole a su marido, dijo:
—Celestial.
Fin
Observatorio radioastronomía), formado por 27 radioantenas independientes, emplazado en Nuevo México. (N. del T.)
El autor se refiere a los famosos periódicos sensacionalistas estadounidenses. (N. del T.)
Se refiere a las versiones estadounidenses de las dos series de televisión inglesas, Un hombre en casa y Los Roper. (N. del T.)
La frase es del propio Robert J. Sawyer.
La canción «The boy in the bubble» de Paul Simón, en su disco Graceland. (N. del T.)
El tipo de teclado más común, cuyo nombre está formado por los seis caracteres correspondientes a las seis primeras teclas alfabéticas. (N. del T.)