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Robert Sawyer: Vuelta atrás

Здесь есть возможность читать онлайн «Robert Sawyer: Vuelta atrás» весь текст электронной книги совершенно бесплатно (целиком полную версию). В некоторых случаях присутствует краткое содержание. Город: Barcelona, год выпуска: 2008, ISBN: 978-84-666-3781-7, издательство: Ediciones B, категория: Фантастика и фэнтези / на испанском языке. Описание произведения, (предисловие) а так же отзывы посетителей доступны на портале. Библиотека «Либ Кат» — LibCat.ru создана для любителей полистать хорошую книжку и предлагает широкий выбор жанров:

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Robert Sawyer Vuelta atrás

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La doctora Sarah Halifax logró descifrar y contestar el primer mensaje enviado por extraterrestres. Al cabo de treinta y ocho años, cuando ella es ya casi nonagenaria, llega la respuesta. Sólo Sarah es capaz de descifrarla, si vive el tiempo suficiente… Sarah y su esposo Don son sometidos a un costoso tratamiento de rejuvenecimiento (vuelta atrás). Don recupera la fortaleza física de sus veinticinco años, pero Sarah… Sawyer ofrece de nuevo una interesantísima exploración ética y moral, esta vez a escala humana y también cósmica, sobre la vida y el papel de la tecnología en el desarrollo futuro del ser humano.

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—Absolutamente. Cody McGavin está implicado en el proyecto. Y yo también. Voy a ser el… —Hizo una pausa, algo asombrado incluso ahora por la idea—, el padre adoptivo. Pero necesitaré ayuda para criar a los niños dracos.

Ella lo miró, aturdida.

—Y, bueno, te quiero de vuelta en mi vida. Te quiero en la vida de los niños.

—¿A mí?

—Sí, a ti.

Ella parecía anonadada.

—Yo, bueno, quiero decir, tú y yo… eso es una cosa, y yo…

El corazón de Don martilleaba.

—¿Sí?

Ella le dedicó aquella radiante sonrisa suya.

—Y te he echado de menos. Pero… pero esta historia de criar… ¡Dios mío, la idea en sí ya es…! Criar niños draconianos. Yo… no creo que esté capacitada para eso.

—Nadie lo está. Pero eres investigadora del SETI: es un curriculum tan bueno como el de cualquiera para empezar.

—Pero me quedan años para terminar el doctorado.

—¿Ya has elegido el tema de tu tesis? —dijo él—. Porque tengo uno…

Ella parecía desconcertada, pero frunció el ceño.

—Pero estoy aquí abajo, en Nueva Zelanda. Es de suponer que estés planeando hacer esto en América del Norte.

—No te preocupes por eso. Cuando se haga público (y se hará, en cuanto nazcan los niños), todas las universidades del planeta querrán formar parte del proyecto. Estoy seguro de que podrán arreglarse las cosas con la administración de aquí para que tu título no peligre.

—No sé qué decir. Esto es… es casi demasiado para asimilarlo.

—Dímelo a mí.

—Niños draconianos —repitió ella, sacudiendo la cabeza—. Sería una experiencia sorprendente, pero hay catedráticos con plaza que…

—Esto no es cuestión de credenciales; es cuestión de carácter. Los alienígenas no pidieron a quienes contestaron la encuesta que se identificaran socioeconómicamente, ni que dijeran la educación que tenían. Preguntaron cosas sobre su moral, su ética.

—Pero yo no respondí a la encuesta.

—No, pero yo sí. Y soy un buen juez de personalidades. ¿Qué dices?

—Yo… estoy abrumada.

—¿E intrigada?

—Dios, sí. Pero ¡eso sí que es cargar de equipaje una relación! Tienes hijos, nietos y ahora vas a tener…

—Sarah los llamaba «draconitos».

—¡Oh! ¡Qué bonito! De todas formas, hijos, nietos y draconitos…

—Y el robot. No te olvides de que tengo un robot.

Ella sacudió la cabeza, pero sonreía.

—¡Qué familia!

Él le sonrió.

—Eh, estamos en los cincuenta. Sigue el ritmo de los tiempos.

Ella asintió.

—Bueno, estoy segura de que será magnífico. Pero no estará… ya sabes, no está completa. La familia, quiero decir. Querré tener un par de hijos propios.

—¡Vaya! ¡Más regalos para el Día del Padre!

Si tú eres el padre… —Ella le miró—. ¿Es… es algo que te interese?

—Creo que sí. Si aparece la mujer adecuada…

Ella le dio un golpecito en el brazo.

—En serio —dijo él—. Estaré encantado. Además, los draconitos necesitarán compañeros de juego.

Ella sonrió, pero de pronto abrió mucho los ojos.

—Pero nuestros hijos serán… Dios, serán más jóvenes que tus nietos. —Sacudió la cabeza—. Creo que nunca me acostumbraré a todo esto.

Don le tomó la mano.

—Claro que te acostumbrarás, querida. Dale un poco de tiempo.

Epílogo

Octubre de 2067

—¡Venga! ¡Todo el mundo en marcha!

Don había aparcado la gran furgoneta en la acera de la plaza de hormigón del muelle. Cientos de turistas paseaban a la espera de subir a uno de los transbordadores de alta velocidad o, como la familia de Don, acababan de bajar de uno. La plaza estaba flanqueada de puestos de camisetas, perritos calientes y chucherías. Lenore se encontraba de pie, cerca de la barrera que impedía que acercara más la furgoneta.

—¡Ya habéis oído a vuestro padre! —exclamó—. ¡Queremos salir de aquí mientras todavía es de día!

Don no podía reprocharles que tardaran. Ese lugar, al pie de la calle Hurontario, era el único lugar desde donde podían ver bien toda la feria, extendida sobre dos islas artificiales en el lago Ontario. El pabellón estadounidense era un diamante gigantesco (literalmente), y el pabellón chino honraba tanto a la cultura de su nación como a los dos ciudadanos no-humanos más famosos de la Tierra al haber sido construido en forma de dragón rampante cuyo cuerpo se curvaba y retorcía para encajar con el que formaba la constelación de Draco. Alzándose entre ambos brillaba la Torre de la Esperanza, de nanotubos de carbono, que había devuelto a Toronto el honor de ser el hogar del edificio más alto del mundo.

Don estaba acostumbrado al paso de tres piernas de sus hijos, pero los turistas que habían estado mirándolos con discreción se quedaron boquiabiertos con el espectáculo sorprendentemente elegante de verlos en movimiento. Sin embargo, su hija se quedó quieta. Gillian, de quince años, que tenía las pecas de su madre y el pelo color arena de su padre, estaba a punto de terminar la cola para llegar al vendedor de algodón de azúcar. Miró a su padre con expresión ansiosa, preguntándose si tendría que marcharse antes de conseguir su objetivo.

—Vale —exclamó Don—. Pero ¡date prisa!

Lenore y él habían hecho cuanto había sido posible para educar a Gillian, y a Don le encantó descubrir lo relajante que había sido ser padre por segunda vez; con la tranquila confianza de la experiencia, sabía diferenciar mucho mejor las verdaderas crisis de lo que podía pasar por alto sin que llegara la sangre al río.

Los niños, que con dos metros y medio de estatura y doscientos kilos de peso cada uno no tenían ningún problema para abrirse paso entre la multitud, también les habían salido bien. Se habían criado con Gillian en una casa pagada por Cody McGavin; en Winnipeg, por cierto, ya que la prudencia sugería que fuera en algún lugar cercano a un laboratorio de contención de biorriesgos de nivel cuatro, y el que había allí era el único en toda América del Norte diseñado para encargarse de ganado y otras formas de vida grandes. Cientos de expertos vigilaban lo que pasaba en la casa a través de webcams y proporcionaban los consejos que podían. Pero Don y Lenore eran los padres de los chicos, y al final, como todos los padres, seguían su instinto.

Don tocó el control que abría el compartimento trasero de pasajeros. La furgoneta (el Dracmóvil, como la había llamado la prensa) tenía el techo lo bastante alto para que cupieran los chicos, ninguno de los cuales podía sentarse; sus dos piernas delanteras y su gruesa pierna trasera no estaban pensadas para eso. Una vez dentro, Don cerró el compartimento y dejó que los eliminadores de dióxido de carbono hicieran su trabajo. Cuando llegó Gillian, sosteniendo con torpeza su gigantesca bola de algodón de azúcar, la luz verde del salpicadero se había encendido y los chicos se habían quitado sus máscaras filtradoras.

Don nunca había pensado que llegaría a tener una furgoneta semejante, pero, claro, los días de preocuparse por la gasolina habían quedado atrás. Tardó un poco, pero al final se cansó de exclamar cada vez que subía a bordo, como hacía Robin en la serie Batman de los años sesenta: «¡Baterías atómicas en marcha! ¡Turbinas a toda potencia!» Lenore se sentó delante y Gillian y Gunter (los Ges, como los llamaban todos en casa de los Halifax-Darby) ocuparon la segunda fila de asientos.

—¿A qué hora empieza la ceremonia esta noche? —preguntó Don.

—A las nueve —informó Gunter.

—Perfecto. —Arrancó—. Hay tiempo de sobra.

Podría haber dejado conducir al Mozo, pero, qué demontres, sacar a la familia a dar un paseo en el viejo vehículo familiar es uno de los placeres de la paternidad.

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