—Bien —dijo Lenore, mirando hacia atrás por encima del hombro—, ¿todo el mundo se lo ha pasado bien?
—¡Oh, sí! —dijo Anfión, y sus crestas ondularon de entusiasmo—. ¡Magnífico!
Los chicos no tenían ningún problema para reproducir los sonidos del inglés: su gama vocal era mucho más amplia que la de los humanos. Pero, a pesar de los mayores esfuerzos de aprendizaje, parecían físicamente incapaces de emplear la voz pasiva. Algunos opinaban que ésa era la clave de la moralidad draconiana: la incapacidad de concebir que una acción se produjera sin que hubiese un responsable.
—La demo de nieblautilidad me ha parecido sorprendente —añadió Zeto.
Habían celebrado un concurso para poner nombre a los draconitos cuando nacieron: los nombres ganadores fueron Anfión y Zeto: los hijos gemelos de Zeus que fueron criados en la Tierra por padres adoptivos.
Don asintió. La niebla nanotecnológica había sido increíble, pero para él lo más emocionante de todo habían sido los coches voladores… un milagro de la tecnología que por fin había podido ver.
Canadá había cumplido doscientos años el verano anterior y celebraba el centenario igual que había celebrado el último: con una feria mundial. Don recordaba haber visitado la primera con sus padres siendo niño, y haberse sorprendido con los láseres gigantescos, los teléfonos de teclado, los monorraíles y una enorme esfera geodésica llena de cápsulas espaciales americanas. Aquella feria, como la de ahora, se había llamado Expo'67, con sólo dos dígitos para el año; a dos tercios del primer siglo del nuevo milenio las lecciones que el viejo Peter de Jager había tratado de enseñar al mundo se habían olvidado por completo. Pero, también como la primera, aquella feria era al menos en parte un escaparate para las últimas tecnologías, algunas de las cuales habían derivado de los planos del vientre artificial y la incubadora que los draconianos habían enviado a la Tierra.
Don se incorporó al tráfico. Unos cuantos conductores tocaron amablemente el claxon y saludaron; Anfión y Zeto eran famosos, el Dracmóvil verde era inconfundible… y la matrícula personalizada de Manitoba que decía NIÑOSESTELARES también ayudaba.
Don tenía seis años cuando Canadá había cumplido su siglo de existencia, en 1967. Entonces, el Gobierno se había puesto en contacto con gente nacida el mismo año que el país y había preparado visitas escolares a los que se encontraban en buena forma. Incluso después de tantísimos años, Don recordaba vivamente haber conocido a su primer centenario entonces, un hombre tremendamente anciano que vivía confinado en una silla de ruedas.
Habían pasado otros cien años y el propio Don era centenario; de hecho, tenía ciento seis años y pronto cumpliría ciento siete. Gente más joven que él (hombres y mujeres nacidos en 1967) recorrían las escuelas, entre ellos Pamela Anderson. Ella había sido la primera niña nacida en su localidad de la Columbia Británica el día en que Canadá celebraba su centenario, y en su propia vuelta atrás, realizada hacía sólo unos años, cuando el precio había bajado lo suficiente para que las simples estrellas de la televisión pudieran permitírselo, había recuperado toda la belleza de la primera vez que había salido en las páginas de Playboy.
Don ya no parecía tan joven; físicamente tenía cuarenta y cuatro o así. Había vuelto a quedarse casi calvo, pero no le importaba. Se sentía mejor a esos cuarenta años que la primera vez: habían pasado seis décadas desde que tuviera su primer y único ataque al corazón.
Lenore también tenía cuarenta y tantos… pero sin duda no era una mujer madura todavía. El coste de la vuelta atrás continuaría bajando; siete millones de personas ya se habían sometido al tratamiento. Cuando ella lo necesitara, podrían pagarle una vuelta atrás, y (la idea era mareante, pero sin duda cierta) podrían permitirse una segunda vuelta atrás para Don.
Mientras seguían conduciendo, Anfión y Gillian discutían, y Zeto miraba por la ventanilla las atestadas calles de Toronto. A pesar de tener nombres de gemelos, los draconitos eran individuos bien diferenciados. Anfión tenía la piel de un negro azulado y dos pequeñas crestas en la parte trasera de la cabeza, mientras que Zeto tenía la piel verdiazul y plateada y tres crestas. De carácter tampoco se parecían. Anfión era aventurero y expresivo, incapaz de dejar pasar ni siquiera la ironía más pequeña, mientras que Zeto era cauteloso y tímido con los desconocidos pero disfrutaba con los juegos de palabras casi tanto como su padre.
Don los miró por el espejo retrovisor.
—Anfión, deja de molestar a tu hermana.
Anfión volvió dos de sus cuatro ojos para mirar a Don.
—¡Ha empezado ella!
Cada ojo draconiano tenía una gama visual única: dos veían el espectro ultravioleta, el tercero captaba el infrarrojo y el cuarto veía ambos pero no en color; la combinación de ojos que los chicos elegían para mirar un objeto no sólo afectaba a cómo les parecía que era, sino también a la impresión que les causaba. También poseían un sentido que no tenía equivalente terrestre y que les permitía detectar objetos pesados incluso cuando no estaban a la vista.
Anfión y Zeus tenían cinco miembros: tres piernas y dos brazos. Si su desarrollo embrionario era una fuente de información fidedigna de su historia evolutiva, las dos piernas delanteras habían evolucionado a partir de lo que habían sido aletas pelvianas en una anterior forma acuática, y la más gruesa pierna trasera de una aleta caudal. Los brazos no se habían formado a partir de aletas pectorales, como en el caso de los humanos, sino más bien del complejo conjunto de huesos que sostenía dos agallas ancestrales.
Los draconianos sólo tenían tres dedos en cada mano, sin embargo, habían llegado a contar basándose en el diez como se había visto en sus mensajes de radio. Cada chico tenía diez tentáculos alimenticios alrededor de la rendija bucal: dos pares arriba y una fila de seis abajo; Zeto usaba sus tentáculos en aquel momento para agarrar un trozo de algodón de azúcar que Gillian le había pasado a través de una pequeña escotilla. Como sus cuatro ojos estaban alojados dentro de cuencas huesudas, los dracos no podían ver sus propios tentáculos, así que cualquier apoyo matemático que pudieran proporcionarles era más bien una idea mental sobre su despliegue que contarlos directamente.
La primera exposición, la de 1967, se llamó «El hombre y su mundo», una descripción tremendamente sexista para la sensibilidad de sólo unos cuantos años más tarde. La exposición de 2067 no tenía ningún subtítulo que Don supiera, pero «La humanidad y sus mundos» habría sido el adecuado: por fin se había regresado a la Luna y una pequeña colonia internacional se había establecido en Marte.
Y, naturalmente, existían otros mundos, aunque no pertenecieran a la humanidad. Habían pasado ya 18,8 años desde que Sarah Halifax enviara su último mensaje a las estrellas, reconociendo haber recibido el genoma draconiano y explicando que su sucesor designado se responsabilizaría de criar a los dracos en la Tierra. Eso significaba que el amigo por correspondencia de Sarah en Sigma Draconis II estaba recibiendo la noticia de que lo que había pedido iba a hacerse. Todo el mundo suponía que en aquel mundo alienígena estarían celebrando en aquellos momentos la noticia; parecía lo conveniente que hubiera una celebración paralela en casa y sería esa misma noche. Se podían transmitir señales a Sigma Draconis en cualquier momento del día desde Canadá, pero parecía lo adecuado mandar un mensaje a las estrellas cuando las estrellas eran visibles, aunque las luces de Toronto ahogaran el tenue sol del hogar ancestral de los chicos.
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