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Robert Sawyer: Vuelta atrás

Здесь есть возможность читать онлайн «Robert Sawyer: Vuelta atrás» весь текст электронной книги совершенно бесплатно (целиком полную версию). В некоторых случаях присутствует краткое содержание. Город: Barcelona, год выпуска: 2008, ISBN: 978-84-666-3781-7, издательство: Ediciones B, категория: Фантастика и фэнтези / на испанском языке. Описание произведения, (предисловие) а так же отзывы посетителей доступны на портале. Библиотека «Либ Кат» — LibCat.ru создана для любителей полистать хорошую книжку и предлагает широкий выбор жанров:

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Robert Sawyer Vuelta atrás

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La doctora Sarah Halifax logró descifrar y contestar el primer mensaje enviado por extraterrestres. Al cabo de treinta y ocho años, cuando ella es ya casi nonagenaria, llega la respuesta. Sólo Sarah es capaz de descifrarla, si vive el tiempo suficiente… Sarah y su esposo Don son sometidos a un costoso tratamiento de rejuvenecimiento (vuelta atrás). Don recupera la fortaleza física de sus veinticinco años, pero Sarah… Sawyer ofrece de nuevo una interesantísima exploración ética y moral, esta vez a escala humana y también cósmica, sobre la vida y el papel de la tecnología en el desarrollo futuro del ser humano.

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—Lárguese —le dijo Don al robotista.

—¿Disculpe?

Don se enfureció.

—Lárguese inmediatamente de mi casa.

—Señor Halifax, yo…

—¿Cree que no sé para qué lo han enviado aquí? Lárguese.

—Sinceramente, señor Halifax…

—¡Ahora mismo!

Albert parecía asustado; Don era físicamente veinte años más joven que él y veinte centímetros más alto. Recogió su maletín de aluminio y subió corriendo las escaleras, mientras Don ayudaba torpemente a Gunter a ponerse en pie.

Don estaba seguro de lo sucedido. Después de llamar a McGavin para comunicarle que Sarah había muerto, éste se había acordado de la última vez que había visto a Sarah. Repasándolo mentalmente, habría caído en la cuenta de que Gunter tenía que haberla visto usar la clave de descifrado y que, por tanto, probablemente sabía cuál era.

Don estaba lívido cuando le dijo a su teléfono que llamara a McGavin. Después de dos timbrazos, una voz que conocía respondió:

—Robótica McGavin. Despacho del presidente.

—Hola, señorita Hashimoto. Soy Donald Halifax. Me gustaría hablar con el señor McGavin.

—Lo siento, pero no puede ponerse ahora mismo.

Don habló con rabia controlada.

—Por favor, transmítale un mensaje. Dígale que tengo que hablar con él hoy mismo.

—No le puedo asegurar cuándo podrá devolverle la llamada el señor McGavin y…

—Usted transmítale el mensaje —dijo Don.

El teléfono de Don sonó dos horas más tarde.

—Hola, Don. La señorita Hashimoto me ha dicho que llamó…

—Si vuelve a intentar una treta como ésa, le juro que lo dejaré completamente al margen —dijo Don—. ¡Dios, creíamos que podíamos confiar en usted!

—No sé de qué me está hablando.

—Déjese de jueguecitos. Sé lo que intentaba con Gunter.

—Yo no…

—No lo niegue.

—Creo que debería calmarse, Don. Sé por lo mucho que ha pasado últimamente y…

—Claro que he pasado por mucho. Dicen que nadie muere del todo mientras lo recordamos. Pero ahora uno de aquellos que recordaban a Sarah perfectamente ya no está.

Silencio.

—¡Maldita sea, Cody! No podemos hacer esto si no confiamos en usted.

—Ese robot es mío —dijo McGavin—. Es un préstamo de mi compañía… así que todo lo que hay en su memoria es de mi propiedad.

—Ya no hay nada en su memoria —replicó Don.

—Yo… lo sé —dijo McGavin—. Lo siento. Si hubiera pensado por un momento que él… —Silencio durante un rato, y luego—: Ningún robot había hecho una cosa así.

—Podría usted aprender una lección de él —contestó Don bruscamente—. Una lección de lealtad.

McGavin se envaró; sin duda casi nunca le hablaban así.

—Bueno, puesto que le prestamos el Mozo a Sarah, para ayudarla, tal vez yo debería…

Don sintió que el pulso se le aceleraba.

—No, por favor… no se lo lleve. Yo…

McGavin todavía parecía furioso.

—¿Qué?

Don se encogió de hombros, aunque era imposible que McGavin pudiera verlo.

—Es de la familia.

Una larga pausa, luego, una audible toma de aire.

—De acuerdo —dijo McGavin—. Si eso arregla las cosas entre nosotros, puede quedárselo.

Silencio.

—¿Estamos de acuerdo, Don?

Él seguía furioso. Si realmente hubiera tenido veintiséis años, podría haber seguido peleando. Pero no los tenía; sabía cuándo debía dar marcha atrás.

—Sí.

—Muy bien. —McGavin recuperó lentamente la calma—. Porque estamos haciendo buenos progresos con el vientre artificial, pero, Dios, es difícil. Hay que fabricar cada componente desde cero, y aplicando tecnologías que mis ingenieros desconocen por completo…

Don contempló el salón. En la repisa de la chimenea había docenas de tarjetas de pésame, cada una diligentemente impresa y dobladas por Gunter. Don lamentó la desaparición del correo en papel, pero suponía que enviar cadenas de datos que podían ser reconstruidos por el receptor era adecuado dadas las circunstancias.

Una de las tarjetas de pésame estaba sujeta por el trofeo que la UAI le había concedido a Sarah. Otra apoyada contra la foto de su boda, de manera que le tapaba a él. Se acercó a la repisa, retiró esa tarjeta y miró a Sarah y a sí mismo tal como habían sido, en su caso la primera vez que tuvo veintitantos años.

Había flores también, reales y virtuales. Un jarrón de rosas en la mesita situada entre el sofá y el sillón reclinable; una proyección de claveles rojos flotaba sobre la mesita de café. Don recordó cuánto le gustaba a Sarah plantar flores en su juventud, cómo seguía dedicándose a la jardinería a los setenta años, cómo describió una vez el Very Lar ge Array como el lecho de flores de Dios.

Mientras seguía mirando las tarjetas, advirtió por el rabillo del ojo que algo se movía. Se dio la vuelta y vio la redonda cara azul de Gunter.

—Lamento que su esposa haya muerto —dijo el robot, y su línea emoticonal se curvó hacia abajo por los extremos de un modo que podría haber sido cómico en otras circunstancias, pero que en aquel momento parecía conmovedoramente sincero.

Don miró la máquina.

—Yo también —dijo en voz baja.

—Espero no ser presuntuoso —dijo el robot—, pero he leído lo que está escrito en esas tarjetas. —Indicó la repisa ladeando la cabeza—. Parece que fue una mujer notable.

—Sí que lo era —respondió Don. No las enumeró en voz alta, pero repasó mentalmente las categorías de esposa, madre, amiga, profesora, científica y, antes, hija y hermana. Tantos papeles, y todos los había cumplido bien.

—Si puedo preguntarlo, ¿qué dijo de ella la gente en el funeral?

—Te mostraré el metraje rodado más tarde.

«Metraje.» La palabra resonó en la cabeza de Don. Nadie usaba ya ese término. Se refería a una tecnología obsoleta y a un sistema desaparecido de la memoria de los vivos.

—Gracias —dijo Gunter—. Ojalá la hubiera conocido.

Don miró un instante aquellos ojos fijos.

—Mañana voy a ir al cementerio —dijo—. ¿Te… te gustaría venir conmigo?

El Mozo asintió.

—Sí. Me gustaría mucho.

El límite norte del cementerio de York estaba delimitado por las verjas traseras de las casas de la avenida Park Home, y Park Home estaba apenas a una manzana al sur de la calle Betty Anne, así que Don y Gunter fueron hasta allí caminando. Don se preguntó si alguno de sus vecinos estaría mirándolos por la ventana o centrando en ellos su cámara de seguridad: el robot y el hombre de la vuelta atrás, dos milagros de la ciencia moderna caminando juntos, uno al lado del otro.

Pasados unos cuantos minutos, llegaron a la cancela de entrada. Sarah y él habían comprado la casa más barata porque estaba cerca de un cementerio. En la actualidad resultaba una ventaja, dada la escasez de espacios verdes. Y, afortunadamente, habían comprado un nicho pronto: nunca podrían haberse permitido el lujo de un entierro en los tiempos que corrían.

Don y Gunter tuvieron que caminar por un sendero de varios centenares de metros para llegar a la tumba de Sarah. Gunter lo miraba todo con lo que Don habría jurado era una expresión de asombro. Probado en la fábrica, y luego utilizado exclusivamente desde que borró su memoria dentro de la casa, el robot nunca había visto tantos árboles ni tantas extensiones de césped.

Por fin llegaron. El agujero ya estaba lleno y la tierra nueva cubría la tumba, recortada como una cicatriz.

Don miró al robot, que a su vez estaba mirando la lápida.

—La inscripción no está centrada —dijo Gunter.

Don se volvió a mirarla. El nombre de Sarah y los detalles quedaban en la mitad derecha del bloque oblongo de granito.

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