Robert Sawyer - Vuelta atrás

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La doctora Sarah Halifax logró descifrar y contestar el primer mensaje enviado por extraterrestres. Al cabo de treinta y ocho años, cuando ella es ya casi nonagenaria, llega la respuesta. Sólo Sarah es capaz de descifrarla, si vive el tiempo suficiente… Sarah y su esposo Don son sometidos a un costoso tratamiento de rejuvenecimiento (vuelta atrás). Don recupera la fortaleza física de sus veinticinco años, pero Sarah…
Sawyer ofrece de nuevo una interesantísima exploración ética y moral, esta vez a escala humana y también cósmica, sobre la vida y el papel de la tecnología en el desarrollo futuro del ser humano.

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—No es su secuencia de respuestas de la encuesta, ni ningún sub-conjunto de esa secuencia —dijo McGavin—. Ya lo hemos intentado. ¿Qué más podrían saber sobre usted los alienígenas?

—Con el debido respeto, me niego a contestar.

McGavin frunció el ceño, pero no dijo nada.

—Ahora, como decía —continuó Sarah—, yo no puedo hacer esto personalmente. Pero puedo pasarle el genoma a quien me parezca… entregándole la clave de descifrado.

—Yo estaría dispuesto… —empezó a decir McGavin.

—La verdad es que lo veo más en el papel del tío rico —dijo Sarah—. Alguien tiene que financiar la construcción del vientre artificial, la síntesis del ADN y todo lo demás.

McGavin se agitó en su asiento.

—Además, ya tiene usted un trabajo que le absorbe todo el tiempo —dijo Don—. Demonios, si tiene un montón de trabajos que le absorben todo el tiempo: presidente de su compañía, director de su fundación de caridad, todas esas conferencias públicas que da…

El multimillonario asintió.

—Cierto. Pero si no lo hago yo, ¿quién entonces?

Don se aclaró la garganta.

—Yo.

—¿Usted? Pero ¿no era usted…? ¿Qué era? ¿Pinchadiscos o algo por destilo?

—Era ingeniero de grabación y productor —dijo Don—. Pero ésa fue mi primera profesión. Ya va siendo hora de que me embarque en la segunda.

—Con el debido respeto —dijo McGavin—, debería haber un comité de investigación.

—Yo soy el comité de investigación —respondió Sarah—. Y he tomado mi decisión.

—En serio, Sarah, debería haber un procedimiento formal de selección.

—Ya lo ha habido: el cuestionario draco. Usándolo, ellos me eligieron a mí, y yo elijo a Don. Pero necesitamos su ayuda.

McGavin no parecía contento.

—Soy un hombre de negocios —dijo, encogiéndose de hombros—. ¿Qué hay para mí?

Don miró a Sarah, y vio que sus arrugas se contraían. El comentario de McGavin dejaba claro que sus respuestas a la encuesta no podían parecerse a las de Sarah… ni a las de Don. Pero ella tenía una contestación preparada.

—Se quedará con todos los beneficios biotécnicos que deriven de esto. No sólo del estudio del ADN alienígena, sino de los diseños del vientre y la incubadora, las fórmulas para los alimentos alienígenas y todo lo demás.

McGavin frunció el ceño.

—Estoy acostumbrado a controlar completamente las operaciones en las que participo —dijo—. ¿Me venderá la clave de descifrado? Puede poner un precio-Pero Sarah negó con la cabeza.

—Ya hemos decidido que su dinero no puede comprar lo único que yo querría.

McGavin guardó silencio un rato, reflexionando.

—Estamos hablando de un montón de tecnología —dijo por fin—. Sí, cierto, la síntesis del ADN es fácil: hay laboratorios comerciales que pueden dividir cualquier secuencia que ordenemos. Pero fabricar el vientre artificial y todo eso… eso puede requerir su tiempo.

—Así es —dijo Don—. De cualquier forma, necesitaré tiempo para prepararme.

—¿Cómo? —preguntó McGavin—. ¿Cómo se prepara alguien para una cosa como ésta?

Don se encogió de hombros. Sabía que a esas alturas sólo estaba deduciendo.

—Supongo que estudiaré todos los ejemplos que existen: la cría de bebés de chimpancé en hogares humanos, los niños salvajes y esas cosas. No hay nada exactamente comparable, pero será un comienzo. Y…

—¿Sí?

—Bueno. Hice la lista, hace años, de las veinte cosas que quiero hacer antes de morir. Una era visitar al Dalai Lama. No es probable que lo consiga, pero supongo que debería prepararme… —Hizo una pausa, sorprendido de utilizar una palabra tan poco familiar—. Prepararme espiritualmente para algo así.

—Bueno, eso es fácil de conseguir —dijo McGavin.

—Usted… ¿usted conoce al Dalai Lama?

McGavin sonrió.

—¿No ha oído hablar de la teoría de los seis grados de separación? En el momento en que me conocieron, pasaron a estar a sólo dos grados de cualquier persona famosa. Lo resolveremos.

—Caramba. Bueno, gracias. Es que, ya sabe, quiero hacer un buen trabajo…

—Educando alienígenas —dijo McGavin, sacudiendo la cabeza como si empezara a asimilar la idea.

Don trató de que pareciera algo menos portentoso.

—Considere que es como si el doctor Spock se encontrara con el señor Spock.

McGavin lo miró sin entender. Indudablemente había oído hablar del vulcaniano, pero la fama del pediatra pertenecía a una época muy anterior a la suya.

—Bien —dijo Sarah—, ¿nos ayudará?

McGavin no parecía contento.

—Desearía que me dejara controlar esto. No se enfade, pero tengo mucha más experiencia encargándome de empresas importantes.

—Lo siento —dijo Sarah—. Tiene que ser así. ¿Está con nosotros?

McGavin frunció el ceño, considerándolo.

—Muy bien —dijo, mirando a Sarah y luego a Don—. Cuenten conmigo.

41

Unos cuantos días más tarde, Don subió al estudio buscando a Sarah, pero ella no estaba allí. Continuó por el pasillo, se asomó al dormitorio a oscuras y la distinguió a duras penas, acostada en la cama.

—Sarah… —llamó en voz baja. Era difícil: si le hablaba demasiado bajo ella no podría oírlo, estuviera o no dormida, y si lo hacía demasiado alto la despertaría si estaba dormida.

A veces, sin embargo, se consigue el punto medio.

—Hola, cariño —dijo ella. Pero su voz era débil.

Él se acercó rápidamente al lado de la cama y se agachó.

—¿Estás bien?

Ella tardó unos segundos en responder, mientras él contaba cada uno de aquellos segundos.

—Yo… no estoy segura.

Don miró por encima de su hombro.

—¡Gunter! —llamó. Oyó los pasos del Mozo subiendo las escaleras con precisión de metrónomo. Se volvió hacia Sarah—. ¿Qué te pasa?

—Me siento… mareada —dijo ella—. Débil…

Don se volvió a mirar el solícito rostro azul de Gunter, que ya se cernía sobre él.

—¿Cómo está?

—Su temperatura es de 38,1 —dijo Gunter—, y su pulso de 84 y un poco errático.

Don tomó la fina mano entre las suyas.

—Dios mío… —dijo—. Deberíamos llevarte al hospital.

—No —respondió Sarah—. No es necesario.

—Sí que lo es.

La voz de Sarah se volvió un poco más firme.

—¿Tú qué dices, Gunter?

—No corre peligro inmediato —dijo el robot—. Pero sería aconsejable que su médico la viera mañana.

Ella asintió, casi imperceptiblemente.

—¿Hay algo que pueda hacer por ti ahora mismo? —preguntó Don.

—No —dijo Sarah. Hizo una pausa, y él estaba a punto de decir algo cuando ella añadió—: Pero…

—¿sí?

—Siéntate aquí conmigo un ratito, querido.

—Pues claro.

Pero antes de que pudiera hacerlo Gunter salió disparado como una bala. Regresó un segundo después con la silla con ruedas que Sarah usaba para trabajar con el ordenador del estudio. El Mozo la colocó junto a la cama y Don se sentó en ella.

—Gracias —le dijo Sarah al robot.

El Mozo asintió. La línea de su boca parecía un electroencefalograma plano.

Por la mañana, Sarah se sentó en el sofá del salón y escribió en su datacom con un lápiz óptico, esbozando su respuesta a los alienígenas. Cody McGavin había prometido encargarse de que fuera enviada.

Para que los dracos supieran que el mensaje lo enviaba su receptora, lo cifraría al final usando la misma clave con la que había descifrado el mensaje que los dracos le habían enviado a ella. De momento, usaba el sistema de anotaciones en inglés que había desarrollado; más tarde haría que un programa informático tradujera el mensaje a ideogramas dracos:

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