Robert Sawyer - Vuelta atrás

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La doctora Sarah Halifax logró descifrar y contestar el primer mensaje enviado por extraterrestres. Al cabo de treinta y ocho años, cuando ella es ya casi nonagenaria, llega la respuesta. Sólo Sarah es capaz de descifrarla, si vive el tiempo suficiente… Sarah y su esposo Don son sometidos a un costoso tratamiento de rejuvenecimiento (vuelta atrás). Don recupera la fortaleza física de sus veinticinco años, pero Sarah…
Sawyer ofrece de nuevo una interesantísima exploración ética y moral, esta vez a escala humana y también cósmica, sobre la vida y el papel de la tecnología en el desarrollo futuro del ser humano.

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—Bueno, ¿cómo te va en octavo? —le preguntó Don, quitando el sonido durante una pausa comercial.

Percy se rebulló un poco en su asiento.

—Va bien.

—Cuando yo era niño, había trece cursos.

—¿De verdad?

—Aja. Ontario era el único lugar de América del Norte donde había trece.

—Me alegro de tener que estudiar sólo hasta decimosegundo —dijo Percy.

—¿Sí? Bueno, en decimotercero éramos lo bastante mayores para escribir nuestras propias justificaciones para faltar a clase.

—¡Qué pasada!

—Pues sí. La verdad es que me lo pasé bien en ese curso. Tuve un montón de asignaturas interesantes. Incluso estudié latín. Prácticamente fue el último año que se impartió en las escuelas públicas de Toronto.

—¿Latín? —dijo Percy, incrédulo.

Don asintió sabiamente.

Semper ubi sub ubi.

—¿Y eso qué significa?

—«Lleva siempre ropa interior.»

Percy sonrió.

El partido continuó. Los Leafs lo estaban haciendo bien, aunque la temporada acababa de empezar. Don ya no conocía a los jugadores, pero Percy sí.

—En nuestro colegio teníamos una emisora de radio, Radio Humberside —dijo Don durante una pausa en el juego—. Yo me dediqué a ella ese curso, y al final ésa fue mi profesión.

Percy lo miró sin comprender; Don se había jubilado mucho antes de que él naciera.

—Yo trabajaba en CBC Radio —dijo Don.

—Ah, sí. Papá la escucha en el coche.

Don sonrió. Una vez había tenido una discusión amistosa con un tipo que escribía para la edición canadiense del Reader's Digest. «Mejor es producir algo que la gente sólo escucha en el coche que algo que sólo lee en el cuarto de baño», le había dicho Don.

—¿Y cuándo trabajaste allí? —le preguntó Percy.

—Empecé en 1986 y lo dejé en 2022.

Don estuvo tentado de añadir: «Y, antes de que lo preguntes, Sally Ng era primer ministro cuando me jubilé.» Pero se mordió la lengua. De todas maneras, se acordaba de que cuando tenía la edad de Percy pensaba que la Segunda Guerra Mundial era historia antigua; 1986 debía parecerle el Pleistoceno a su nieto.

Siguieron viendo el partido. El defensa de Honolulú recibió tres minutos de penalización por cometer falta.

—Bueno, ya habrás pensado en lo que vas a hacer cuando… —Se abstuvo de decir «cuando seas mayor»; Percy sin duda ya se consideraba mayor—: Cuando termines el colegio.

—No lo sé —respondió el chico, sin apartar los ojos de la pantalla—. Tal vez vaya a la universidad.

—¿A estudiar…?

—Bueno, excepto los fines de semana.

Don sonrió.

—No, me refería a estudiar qué.

—Oh. Tal vez ornitología.

Don estaba impresionado.

—¿Te gustan los pájaros?

—Están bien.

Hubo otra pausa para los anuncios y Don apagó el sonido. Percy lo miró, y entonces, tal vez dándose cuenta de que no participaba demasiado en la conversación, dijo:

—¿Y tú?

Don parpadeó.

—¿Yo?

—Sí. Quiero decir ahora que vuelves a ser j oven. ¿Qué vas a hacer?

—No lo sé.

—¿Has pensado en volver a la CBC?

—La verdad es que sí.

—¿Y?

Don se encogió de hombros.

—No me quieren. He estado demasiado tiempo fuera de juego.

—Vaya faena —dijo Percy, con cara de perplejidad, como si no estuviera acostumbrado a la idea de que la vida pudiera ser también injusta con los adultos.

—Más bien sí.

—Entonces, ¿qué vas a hacer?

—No lo sé.

Percy pensó un momento.

—Debería ser algo… ya sabes, algo importante. He visto lo que cuesta una vuelta atrás. Si tienes la suerte de conseguir una, deberías hacer algo con ella, ¿no?

Don ladeó la cabeza y observó a Percy.

—Te pareces a tu abuela.

El muchacho frunció el ceño. Evidentemente, no estaba seguro de que le gustara esa idea.

—Quiero decir que eres muy inteligente —dijo Don, volviendo a poner el sonido porque empezaba de nuevo el partido.

Después de que Carl y Ángela recogieran a sus hijos, Don decidió salir a dar un paseo. Necesitaba despejarse, pensar. Había un pequeño supermercado a tres manzanas de distancia: iría a comprar anacardos. Eran su pecadillo favorito: razonablemente bajos en calorías, pero todavía decadentes.

Era una noche fría y clara, y en algunas casas ya habían colgado las calabazas de Halloween: a juego, los árboles desnudos parecían esqueletos retorcidos estirándose hacia el cielo oscuro y despejado. A lo lejos ladraba un perro.

Su paseo lo llevó por la carretera descriptiva pero prosaicamente llamada Diagonal hasta cerca del instituto Willowdale. Siguiendo un impulso, se acercó al gran campo de deportes del colegio. Solía ir de vez en cuando a ver a Carl jugar al fútbol. Se apartó cuanto pudo de las farolas, aunque no se notaba mucha diferencia, y sacó su datacom.

—Ayúdame a encontrar Sigma Draconis —le dijo, alzando el pequeño aparato cuadrado con la pantalla hacia sí, al igual que hacía cuando lo usaba como cámara.

—Date la vuelta —dijo el datacom, con su agradable voz masculina—. Súbeme un poquito… un poquito más. Bien. Ahora muévete a la izquierda. Más. Más. No, demasiado. Retrocede. Sí. Sigma Draconis aparece en el centro de la imagen.

—¿Esa estrella brillante que hay cerca de la esquina?

—No, ésa es Delta Draconis, también conocida como Nodus Secundus. Y la brillante de más abajo es Epsilon Draconis, o Tyl. Sigma Draconis tiene un brillo demasiado tenue para que puedas verla. —Unas coordenadas aparecieron en la pantalla hasta centrarse en una parte vacía del cielo—. Pero ahí es donde está.

Don bajó el datacom y miró directamente el mismo vacío, concentrando sus pensamientos en aquella estrella, tan cercana según los parámetros cósmicos, pero insondablemente lejana a escala humana.

De alguna manera, a pesar de que los dracos formaban parte de su vida desde hacía cuatro décadas, nunca le habían parecido reales del todo. Sí, sabía que estaban allí: allí mismo, en aquel mismo momento, donde miraba. De hecho, quizás en ese preciso instante había draconianos mirando hacia allí, observando el Sol (que sería casi tan tenue en su cielo nocturno como lo era Sigma Draconis en el de la Tierra) y pensando en los extraños seres que habitaban el planeta. Naturalmente, Sarah diría que la idea de un «ahora mismo» simultáneo no tenía sentido en un universo relativista; aunque Don pudiera haber divisado Sigma Draconis, la luz que hubiera visto habría salido de allí hacía 18,8 años. Esa discontinuidad acentuaba lo irreales que los alienígenas habían sido siempre para él.

Pero si seguían adelante con lo que pedían los draconianos, los alienígenas pasarían de ser meras abstracciones a estar allí, en carne y hueso. Cierto, los que nacieran en la Tierra no sabrían nada de primera mano de su mundo original, pero sin duda estarían relacionados con él.

Don cerró el datacom, se lo guardó en el bolsillo de la chaqueta y echó a andar de nuevo. Tal vez porque había estado pensando antes en primeros ministros, se le ocurrió que Pierre Trudeau ocupaba el cargo cuando él estaba en el instituto. Conocía muchos momentos sonados de Trudeau: su respuesta, «fíjense en mí», cuando le preguntaron hasta dónde llegaría para someter a los terroristas en la crisis de octubre de 1970; el corte de mangas a sus detractores desde su coche, en la Columbia Británica; el hecho de despenalizar la homosexualidad y decirle al país que «el Estado no tiene nada que hacer en los dormitorios de la nación». Pero lo que más había llamado siempre la atención era el famoso paseo de Trudeau por la nieve, solo, para reflexionar, sopesando su propio futuro contra el de la nación. El gran hombre decidió renunciar a la política esa noche y renunciar a su acta de diputado.

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