Sarah Lark - En El Pais De La Nube Blanca

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Londres, 1852: dos chicas emprenden la travesía en barco hacia Nueva Zelanda. Para ellas significa el comienzo de una nueva vida como futuras esposas de unos hombres a quienes no conocen. Gwyneira, de origen noble, está prometida al hijo de un magnate de la lana, mientras que Helen, institutriz de profesión, ha respondido a la solicitud de matrimonio de un granjero. Ambas deberán seguir su destino en una tierra a la que se compara con el paraíso. Pero ¿hallarán el amor y la felicidad en el extremo opuesto del mundo?
En el país de la nube blanca, el debut más exitoso de los últimos años en Alemania, es una novela cautivadora sobre el amor y el odio, la confianza y la enemistad, y sobre dos familias cuyo sino está unido de forma indisoluble.

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Sarah Lark En El Pais De La Nube Blanca Primera edición mayo 2011 Título - фото 1

Sarah Lark

En El Pais De La Nube Blanca

Primera edición: mayo 2011

Título original: Im Land der weißen Wolke

Traducción: Susana Andrés

LA PARTIDA Londres Powys Christchurch 1852 1 La iglesia anglicana de - фото 2
***
LA PARTIDA Londres Powys Christchurch 1852 1 La iglesia anglicana de - фото 3

LA PARTIDA

Londres, Powys, Christchurch

1852

1

La iglesia anglicana de Christchurch, Nueva Zelanda, busca mujeres jóvenes y respetables, versadas en las tareas domésticas y la educación infantil, que estén interesadas en contraer matrimonio cristiano con miembros de buena reputación y posición acomodada de nuestra comunidad.

La mirada de Helen se detuvo brevemente en el discreto anuncio de la última página de la hoja parroquial. La maestra había hojeado unos momentos el cuadernillo mientras sus alumnos se ocupaban en silencio de resolver un ejercicio de gramática. Helen hubiera preferido leer un libro, pero las constantes preguntas de William interrumpían incesantemente su concentración. También en ese momento volvió a levantarse de los deberes la pelambrera castaña del niño de once años.

– Miss Davenport, en el tercer párrafo, es «qué» o «que».

Helen dejó a un lado su lectura con un suspiro y por enésima vez en esa semana explicó al jovencito la diferencia entre el pronombre relativo y la conjunción. William, el hijo menor de Robert Greenwood, quien la había contratado, era un niño encantador, pero no precisamente de grandes dotes intelectuales. Necesitaba de ayuda en todas las tareas, olvidaba las explicaciones de Helen más rápido de lo que ella tardaba en dárselas y sólo sabía adoptar una conmovedora apariencia de desamparo y engatusar a los adultos con su vocecilla dulce e infantil de soprano. Lucinda, la madre de William, siempre mordía el anzuelo. Cuando el niño se le ponía zalamero y le proponía que hicieran cualquier cosa juntos, Lucinda suprimía de forma sistemática todas las clases que Helen había programado. Ésa era la causa de que William todavía fuera incapaz de leer con fluidez y de que hasta los más sencillos ejercicios de ortografía le exigieran un esfuerzo excesivo. De ahí que fuera impensable que el joven cursara estudios superiores en Eaton u Oxford, como soñaba su padre.

George, de dieciséis años de edad, el hermano mayor de William, ni siquiera se tomaba la molestia de fingir que entendía. Puso los ojos significativamente en blanco y mostró un pasaje en el libro de texto en el que se ponía como ejemplo exactamente la frase a la que William iba dando vueltas desde hacía ya media hora. George, un chico larguirucho y espigado, ya había terminado el ejercicio de traducción del latín. Siempre trabajaba deprisa, aunque no sin cometer errores. Las disciplinas clásicas le aburrían. George estaba impaciente por formar parte un día de la compañía de importación y exportación de su padre. Soñaba con viajar a países lejanos y realizar expediciones a los nuevos mercados de las colonias que, bajo la soberanía de la reina Victoria, se abrían casi cada hora. No cabía duda de que George había nacido para ser comerciante. Ya ahora demostraba ser diestro en la negociación y sabía sacar partido de su considerable encanto. Con él conseguía incluso embaucar a Helen y reducir las horas de clase. También ese día hizo un intento de ese tipo cuando, finalmente, William comprendió de qué trataba el ejercicio, o, al menos, dónde podía copiar la respuesta. Helen fue a coger el cuaderno de George para corregirlo, pero el muchacho lo retiró con un gesto provocador.

– Oooh, Miss Davenport, ¿de verdad quiere usted que lo discutamos ahora? ¡Hace un día demasiado bonito para estar en clase! Vayamos mejor a jugar un partido de cróquet… Debe mejorar su técnica. En caso contrario no podrá participar en las fiestas del jardín y ninguno de los jóvenes caballeros se fijará en usted. Así nunca hará fortuna casándose con un conde y tendrá que dar clases a casos perdidos como Willy hasta el fin de sus días.

Helen puso los ojos en blanco, dirigió la mirada fuera de la ventana y frunció el ceño a la vista de las nubes negras.

– No es mala idea, George, pero amenazan nubes de lluvia. Cuando nos hayamos ido de aquí y estemos en el jardín descargarán justo encima de nuestras cabezas y eso no me hará en absoluto más atractiva para los caballeros de la nobleza. ¿Pero cómo has llegado a pensar que yo tenga tales intenciones?

Helen intentó adoptar una expresión marcadamente indiferente. Sabía hacerlo muy bien: cuando se trabajaba como institutriz en una familia londinense de la clase alta lo primero que se aprendía era a dominar las propias expresiones del rostro. La función que Helen desempeñaba en casa de los Greenwood no era ni la de un miembro de la familia ni tampoco la de una empleada corriente. Participaba en las comidas y, a menudo, también en las actividades que la familia realizaba en el tiempo libre, pero evitaba manifestar opiniones personales si no se las solicitaban o llamar la atención de otro modo. Ésta era la razón por la que no hiciera al caso que en las fiestas del jardín Helen se mezclara despreocupadamente con los invitados más jóvenes. En lugar de ello, se mantenía apartada, charlaba cordialmente con las señoras y vigilaba con discreción a sus alumnos. Como es natural, su mirada rozaba de vez en cuando los rostros de los invitados varones más jóvenes y, a veces, se abandonaba a un breve y romántico ensueño en el que paseaba con un apuesto vizconde o baronet por el jardín de la casa de sus señores. ¡Pero era imposible que George se hubiera percatado de ello!

George se encogió de hombros.

– ¡Bueno, siempre está leyendo anuncios de matrimonio! -contestó con insolencia, señalando con una sonrisa conciliadora la hoja parroquial. Helen se enfadó consigo misma por haberla dejado abierta junto a su pupitre. Era innegable que George, aburrido, había echado un vistazo mientras ella ayudaba a William.

– Y sin embargo, es usted muy guapa -añadió George, adulador-. ¿Por qué no iba a casarse con un baronet?

Helen puso los ojos en blanco. Sabía que debería reprender a George, pero el chico más bien la divertía. Si seguía así, al menos con las damas, llegaría lejos, y también en el mundo de los negocios serían apreciadas sus hábiles alabanzas. No obstante, ¿le serían de algún provecho también en Eaton? Por lo demás, Helen se mantenía inmune a tan torpes cumplidos. Era consciente de no poseer una belleza clásica. Sus rasgos eran armoniosos, pero poco llamativos: la boca un poco pequeña, la nariz demasiado afilada y los ojos, grises y serenos, tenían una mirada demasiado escéptica y, sin lugar a dudas, demasiado experimentada para despertar el interés de un joven y rico vividor. El atributo más espléndido de Helen era su cabello sedoso, liso y largo hasta la cintura, cuyo color castaño intenso adquiría unos sutiles tonos rojizos por efecto de la luz. Tal vez pudiera causar sensación con él si lo dejara flotar al viento a menudo, como hacían algunas muchachas durante las comidas campestres o las fiestas en el exterior a las que asistía Helen acompañando a los Greenwood. Durante un paseo con sus admiradores, las más osadas entre las jóvenes ladies aprovechaban el pretexto de tener demasiado calor y se sacaban el sombrero o fingían que el viento les arrancaba el tocado cuando un joven las llevaba en bote de remos por el lago de Hydepark. Entonces agitaban sus cabellos, libres como por azar de cintas y horquillas, y dejaban que los hombres admirasen el esplendor de sus bucles.

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