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Sarah Lark: En El Pais De La Nube Blanca

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Sarah Lark En El Pais De La Nube Blanca

En El Pais De La Nube Blanca: краткое содержание, описание и аннотация

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Londres, 1852: dos chicas emprenden la travesía en barco hacia Nueva Zelanda. Para ellas significa el comienzo de una nueva vida como futuras esposas de unos hombres a quienes no conocen. Gwyneira, de origen noble, está prometida al hijo de un magnate de la lana, mientras que Helen, institutriz de profesión, ha respondido a la solicitud de matrimonio de un granjero. Ambas deberán seguir su destino en una tierra a la que se compara con el paraíso. Pero ¿hallarán el amor y la felicidad en el extremo opuesto del mundo? En el país de la nube blanca, el debut más exitoso de los últimos años en Alemania, es una novela cautivadora sobre el amor y el odio, la confianza y la enemistad, y sobre dos familias cuyo sino está unido de forma indisoluble.

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– He mantenido una interesante conversación con un productor de lana de Nueva Zelanda, y… -empezó Robert con la mirada puesta en su hijo mayor; pero Lucinda simplemente siguió hablando, mientras en esta ocasión dedicaba su mirada indulgente a William sobre todo.

– ¿Y vosotros, queridos hijos? Seguro que habéis estado jugando en el jardín, ¿no es cierto? William, cariño, ¿has vuelto a ganar a George y a Miss Davenport en el cróquet?

Helen permanecía con la mirada clavada en su plato, pero percibió con el rabillo del ojo que George parpadeaba de una forma típica en él hacia el cielo, como si pidiera la ayuda de un ángel comprensivo. De hecho, William sólo había conseguido una única vez obtener más puntos que su hermano mayor y en una ocasión en que George estaba muy resfriado. Normalmente, hasta Helen lanzaba la bola a los aros con mayor destreza, si bien se daba peor maña que la que tenía para dejar ganar al más pequeño. La señora Greenwood apreciaba su gesto, mientras que el señor Greenwood se lo recriminaba cuando advertía el engaño.

– ¡El chico debe acostumbrarse a que la vida está jalonada de duros fracasos! -afirmaba con severidad-. Debe aprender a perder, sólo entonces acabará ganando.

Helen dudaba de que William pudiera salir alguna vez airoso fuera cual fuese el ámbito en que se moviera, pero su tenue asomo de compasión hasta el desgraciado niño pronto se quedó en nada ante el siguiente comentario de éste.

– ¡Ay, mamá, Miss Davenport no nos ha dejado jugar! -se lamentó William con una expresión llena de desolación-. Nos hemos quedado todo el día en casa estudiando, estudiando y estudiando.

Como era de esperar, la señora Greenwood lanzó de inmediato una mirada de desaprobación a Helen.

– ¿Es eso cierto, Miss Davenport? Ya sabe usted que los niños necesitan aire fresco. A esta edad no pueden quedarse todo el día sentados leyendo libros.

Helen estaba furiosa, pero no debía acusar a William de mentiroso. Para su alivio, intervino George.

– No es verdad. William ha salido a pasear como cada día después de comer. Pero ha llovido un poco y no quería estar fuera. El aya, de todos modos, lo ha llevado al parque, pero ya no hemos tenido tiempo de jugar al cróquet antes de la clase.

– Por eso William ha estado pintando -añadió Helen intentando cambiar de tema. Tal vez la señora Greenwood se pusiera a hablar del dibujo, «digno de exhibirse en un museo», de su hijo y se olvidara del paseo. Sin embargo, la estrategia no funcionó.

– Aun así, Miss Davenport: si el tiempo no acompaña al mediodía, debe hacer un descanso por la tarde. Los círculos que un día frecuentará William conceden casi tanta importancia a la forma física como al estímulo de la mente.

William parecía disfrutar de que dieran una reprimenda a su maestra y Helen pensó de nuevo en el anuncio…

Pareció como si George leyera los pensamientos de su institutriz. Como si la conversación con William y su madre no hubiera existido, retomó la última observación de su padre. Helen ya se había percatado varias veces de este artificio en padre e hijo y solía admirar la elegante transición. En esta ocasión, sin embargo, el comentario de George la hizo enrojecer.

– Miss Davenport se interesa por Nueva Zelanda, padre.

Helen tragó saliva con esfuerzo, cuando todas las miradas se dirigieron a ella.

– ¡En serio? -preguntó Robert Greenwood, con calma-. ¿Está pensando usted en emigrar? -Soltó una risa-. En tal caso, Nueva Zelanda constituye una buena elección. No hace un calor desmedido ni hay pantanos donde se dé la malaria como en la India. Nada de indígenas sanguinarios como en América. Nada de colonos descendientes de criminales como en Australia…

– ¿De verdad? -preguntó Helen, alegrándose de reconducir la conversación a un terreno neutral-. ¿Nueva Zelanda no se colonizó con presidiarios?

El señor Greenwood movió la cabeza.

– Ni hablar. Las comunidades que hay allí fueron fundadas casi sin excepción por cristianos británicos de gran tenacidad y así sigue siendo todavía hoy. Es obvio que con ello no quiero decir que no se encuentren allí individuos dignos de desconfianza. Sobre todo en los campos de balleneros de la costa Oeste debieron de perderse algunos timadores y las colonias de esquiladores tampoco están formadas por muchos hombres honrados. Pero Nueva Zelanda no es, con toda seguridad, ningún depósito de escoria social. La colonia todavía es joven. Hace sólo unos pocos años que se independizó…

– ¡Pero los nativos son peligrosos! -intervino George. Era evidente que también él quería ahora alardear de sus conocimientos y, Helen ya lo sabía por sus clases, tenía por los conflictos bélicos una debilidad y una memoria notables-. Hace algún tiempo todavía había altercados, ¿no es verdad, papá? ¿No contaste que a uno de tus socios comerciales le habían quemado toda la lana?

El señor Greenwood respondió complaciente con un gesto afirmativo a su hijo.

– Así es, George. Pero ya pasó…, pensándolo bien hace diez años de eso, incluso si todavía rebrotan escaramuzas de manera ocasional, no se deben, en principio, a la presencia de los colonos. A este respecto, los nativos siempre fueron dóciles. Más bien se cuestionó la venta de tierras…, y ¿quién niega que en tales casos nuestros compradores de tierras no perjudicaran a algún que otro jefe tribal de linaje? No obstante, desde que la reina envió allí a nuestro buen capitán Hobson como teniente gobernador, tales conflictos no existen. Ese hombre es un estratega genial. En 1840 hizo firmar a cuarenta y seis jefes de tribu un contrato por el cual se declaraban súbditos de la reina. La Corona tiene desde entonces derecho de retracto en todas las ventas de tierra.

»Desafortunadamente, no todos tomaron parte y no todos los colonos son pacíficos. Ésta es la razón de que a veces se produzcan pequeños tumultos. Pero, esencialmente, el país es seguro… Así que ¡no hay nada que temer, Miss Davenport! -El señor Greenwood le guiñó el ojo a Helen.

La señora Greenwood frunció el entrecejo.

– ¿No estará considerando realmente la idea de abandonar Inglaterra, Miss Davenport? -preguntó molesta-. ¿No pensará en serio contestar a ese anuncio indescriptible que ha publicado el párroco en la hoja de la comunidad? Contra la recomendación expresa de nuestro comité de damas, debo subrayar.

Helen luchaba de nuevo contra el rubor.

– ¿Qué anuncio? -Quiso saber Robert, y se dirigió directamente a Helen, que sólo respondía con evasivas.

– Yo…, yo no sé muy bien de qué se trata. Era sólo una nota…

– Una comunidad de Nueva Zelanda busca muchachas que deseen casarse -explicó George a su padre-. Al parecer en ese paraíso de los mares del Sur escasean las mujeres.

– ¡George! -lo reprendió la señora Greenwood escandalizada.

El señor Greenwood se echó a reír.

– ¿Paraíso de los mares del Sur? No, el clima es más bien comparable al de Inglaterra -corrigió a su hijo-. Pero no es ningún secreto que en ultramar hay más hombres que mujeres. Exceptuando tal vez Australia, donde ha caído la escoria femenina de la sociedad: estafadoras, ladronas, prost…, bueno, chicas de costumbres ligeras. Pero si se trata de una emigración voluntaria, nuestras damas son menos amantes de la aventura que los señores. O bien van allí con sus esposos o no van. Un rasgo típico del carácter del sexo débil.

– ¡Ahí está! -dio la razón la señora Greenwood a su marido, mientras Helen se mordía la lengua. No estaba en absoluto tan convencida de la superioridad masculina. Le bastaba mirar a William o pensar en la carrera eternamente prolongada de su propio hermano. Bien escondido en su habitación, Helen guardaba incluso un libro de la feminista Mary Wollstonecraft, pero no iba a mencionar nada al respecto: la señora Greenwood la habría despedido de inmediato-. Sin la protección de un hombre, va contra la naturaleza femenina aventurarse en un sucio barco de emigrantes, alojarse en un país extraño y probablemente desempeñar tareas que Dios ha encomendado a los varones. ¡Y enviar a mujeres cristianas a ultramar para que se casen allí raya sin duda en la trata de mujeres!

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