En toda su carrera, Sarah sólo había experimentado una revelación semejante: la vez, hacía mucho tiempo, en que mientras jugaba al Scrabble en aquella misma casa había descubierto cómo ordenar el texto del primer mensaje de Sigma Draconis.
Pero en aquel mismo momento tal vez estuviera teniendo otra.
Su nieto Percy le había preguntado su opinión sobre el aborto, y ella le había dicho que no era firme en algunos de los puntos peliagudos.
Y así había sido toda su vida.
Pero lo que recordaba en aquel instante era otra noche. Se había despertado a las tres de la madrugada, como aquélla. Era domingo, 28 de febrero del año 2010, el día antes de enviar desde Arecibo la respuesta al mensaje draco original. Don y ella estaban en su cabaña para invitados, en el Observatorio de Arecibo, mientras las hojas que golpeaban las paredes de madera creaban un continuo susurro de fondo.
Decidió que no le gustaba su respuesta a la pregunta cuarenta y seis. Había respondido que sí, que los deseos de la madre siempre debían estar por encima de los del padre durante un embarazo mutuamente deseado, pero se lo pensó mejor y decidió que no. Y por eso se levantó de la estrecha cama. Conectó su portátil, que contenía la versión original de los datos que serían transmitidos al día siguiente, cambió su respuesta a esa pregunta y recompuso el archivo. Su portátil se conectaría con la parabólica a la mañana siguiente y aquella versión revisada sería la enviada.
En aquel momento pensó que no importaba mucho, en el gran esquema de las cosas, lo que dijera una persona entre mil como respuesta a una pregunta, pero las palabras de Carl Sagan habían resonado en su cabeza: «¿Quién habla por la Tierra? Nosotros lo hacemos.» «Yo lo hago.» Y Sarah había querido darle a los draconianos la respuesta más sincera y honesta posible.
A esas alturas, las copias de la respuesta supuestamente terminada ya habían sido pasadas a CD-ROM y la copia en papel que Don había traído de la Universidad de Toronto ya estaba lista. Sarah se había olvidado de aquella noche en Puerto Rico, treinta y ocho años antes, hasta hacía unos instantes.
—¿Hay algo que pueda hacer para ayudarla? —preguntó Gunter.
—Hazme compañía —respondió Sarah.
—Por supuesto.
Mientras Gunter miraba por encima de su hombro, ella empezó a dictar en voz baja instrucciones al ordenador, diciéndole que recuperara una copia de su antiguo conjunto de respuestas al cuestionario draconiano.
—Muy bien —le dijo al ordenador—. Ve a mi respuesta número cuarenta y seis.
La pantalla obedeció.
—Ahora, cambia ese «sí» por un «no» —dijo ella.
La pantalla lo corrigió adecuadamente.
—Ahora, recopilemos todas mis respuestas. Primero… —Y siguió dando instrucciones que fueron diligentemente ejecutadas.
—Tiene el pulso acelerado —dijo Gunter—. ¿Se encuentra bien?
Sarah sonrió.
—Eso se llama excitación. Estoy bien.
Le habló de nuevo al ordenador, luchando para que la voz no le temblara.
—Copia la cadena recopilada de la tabla. Recupera la respuesta que recibimos de los dracos… Muy bien, carga el algoritmo de descifrado que nos proporcionaron. —Se detuvo a tomar aliento, profundamente, para calmarse—. Muy bien, ahora pega el contenido de la tabla y activa el algoritmo.
La pantalla cambió al instante y…
«¡Eureka!»
Allí estaba: largas secuencias en el vocabulario establecido en el primer mensaje. Sarah no había repasado los ideogramas dracos desde hacía décadas, pero reconoció unos cuantos de inmediato. Aquél era el símbolo de «igual», esa «T» invertida significaba «bien». Pero no pudo leer el resto porque, como sucede con cualquier lenguaje, si no lo usas lo olvidas.
No importaba. Había varios programas capaces de traducir los símbolos draconianos, y Sarah le dijo a su ordenador que enviara el texto a uno de ellos. Al momento, la pantalla se llenó de la traducción del mensaje alienígena con la versión inglesa que ella había diseñado hacía tantos años.
Sarah usó el ratón para pasar rápidamente de una pantalla a otra del texto descifrado: el mensaje era larguísimo. Gunter, naturalmente, podía leer las pantallas a medida que iban apareciendo, y sorprendió a Sarah en un punto determinado cuando exclamó en voz muy baja: «Caray.» Al cabo de un rato, Sarah volvió al principio, cargada de adrenalina. La mayor parte de la introducción estaba en negro, pero algunas palabras y símbolos, siguiendo un código de colores, indicaban el grado de fiabilidad de la traducción: el significado de algunos términos dracos había sido ampliamente aceptado, el de otros seguía siendo dudoso. Pero el sentido del texto era obvio, aunque pudieran escaparse unos cuantos matices. Cuando Sarah lo comprendió, cabeceó lentamente, asombrada y encantada.
Don se despertó un poco antes de las seis de la mañana porque algún ruido lo molestó. Se dio la vuelta en la cama y vio que Sarah no estaba, cosa extraña tan temprano. Se volvió hacia el otro lado, hacia el pequeño cuarto de baño, pero tampoco estaba allí. Preocupado, se levantó, salió al pasillo y…
Y allí estaba ella, con Gunter, en el estudio.
—¡Cariño! —dijo Don, entrando en la habitación—. ¿Qué estás haciendo tan temprano?
—Lleva despierta dos horas y cuarenta y siete minutos —informó Gunter.
—¿Haciendo qué? —preguntó Don.
Sarah lo miró y él vio su cara de asombro.
—Lo he conseguido… —dijo—. He descubierto la clave de cifrado.
Don cruzó la habitación como una exhalación. Quería levantarla de la silla, abrazarla, lanzarla por los aires… pero no podía hacer nada de eso. Así que se inclinó y la besó suavemente en la coronilla.
—¡Es fabuloso! ¿Cómo lo has hecho?
—La clave es mi conjunto de respuestas —dijo ella.
—Creía que ya lo habías intentado con eso.
Ella le contó el cambio de último minuto que había hecho en Arecibo. Mientras lo hacía, Gunter se arrodilló a su lado y empezó a repasar rápidamente las páginas de la pantalla.
—Ah —dijo Don—. ¡Espera… espera! Si es tu respuesta la que abre el mensaje, eso significa que el mensaje es para ti personalmente.
Sarah asintió muy despacio, como si ella misma no se lo creyera.
—Así es.
—Madre mía. Entonces, ¡tienes de verdad un amigo por correspondencia!
—Eso parece.
—¿Qué dice el mensaje?
—Es un… un plano, supongo que podríamos llamarlo así.
—¿Para una nave espacial, quieres decir? ¿Como en Contact?
—No. No para una nave espacial. —Ella miró brevemente a Gunter y luego de nuevo a Don—. Para un draconiano.
—¿Qué?
—El grueso del mensaje es el genoma draconiano, e información bioquímica relacionada.
Él frunció el ceño.
—Bueno, supongo que será fascinante estudiarlo.
—Se supone que no tenemos que estudiarlo —dijo Sarah—. O, al menos, eso no es todo lo que se supone que debemos hacer.
—¿Qué, entonces?
—Se supone que tenemos que… —Hizo una pausa, buscando al parecer una palabra—: Activarlo.
—¿Cómo?
—El mensaje también incluye instrucciones para crear un vientre artificial y una incubadora.
Don alzó mucho las cejas.
—¿Estás diciendo que quieren que creemos a uno de ellos?
—Así es.
—¿Aquí? ¿En la Tierra?
Ella asintió.
—Tú mismo lo has dicho. Para lo único que sirve el SETI es para la transmisión de información. Bien, el ADN no es más que eso: ¡información! Y nos han enviado toda la información que necesitamos para crear a uno de ellos.
—¿Para crear a un bebé draconiano?
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