Robert Sawyer - Vuelta atrás

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La doctora Sarah Halifax logró descifrar y contestar el primer mensaje enviado por extraterrestres. Al cabo de treinta y ocho años, cuando ella es ya casi nonagenaria, llega la respuesta. Sólo Sarah es capaz de descifrarla, si vive el tiempo suficiente… Sarah y su esposo Don son sometidos a un costoso tratamiento de rejuvenecimiento (vuelta atrás). Don recupera la fortaleza física de sus veinticinco años, pero Sarah…
Sawyer ofrece de nuevo una interesantísima exploración ética y moral, esta vez a escala humana y también cósmica, sobre la vida y el papel de la tecnología en el desarrollo futuro del ser humano.

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Ella volvió a sonreír.

—Pero—continuó Don—. Yo… lo siento mucho, querida, pero…

Tragó saliva y se obligó a mirarla a los ojos.

—Pero ésta es la última vez que podemos vernos.

Lenore abrió mucho los ojos.

—¿Qué?

—Lo siento.

—¿Porqué?

Dan miró la alfombra raída.

—Soy casi tan viejo como es humanamente posible, y es hora de que empiece a comportarme como lo que soy.

—Pero, Don…

—Tengo una obligación con Sarah. Me necesita.

Lenore empezó a llorar quedamente.

—Yo también te necesito.

—Lo sé —respondió Don, muy suavemente—. Pero tengo que hacerlo.

La voz de ella se quebró.

—Oh, Don, por favor, no.

—No puedo darte lo que necesitas, lo que te mereces. Tengo… tengo un compromiso anterior.

—Pero estamos tan bien juntos…

—Sí que es verdad. Lo sé… y por eso esto duele tanto. Ojalá hubiera otra salida. Pero no la hay. —Tragó saliva con dificultad—. Las estrellas están alineadas contra nosotros.

Don se dirigió lenta y tristemente hacia el metro, chocando con los peatones, incluido un robot, por la acera de la calle Bloor, y los coches hicieron sonar sus cláxones cuando cruzó la calle sin mirar el semáforo.

No le apetecía hacer transbordo, algo obligado si tomaba la ruta más corta, así que decidió ir al sur. Recorrería una parte de la gran «U» y luego seguiría casi todo el camino hasta el otro lado.

Esperó a que llegara el tren. Cuando lo hizo se produjo un alboroto porque unos pasajeros corrieron a abordarlo mientras los otros intentaban apearse. Don recordó cómo eran las cosas en su juventud: la gente que quería subir se colocaba a cada lado de las puertas del vagón y esperaba pacientemente a que los que deseaban bajar lo hubieran hecho. En algún momento, aquella pequeña muestra de cortesía (como tantas otras que una vez habían permitido que Toronto mereciera el apelativo de «la buena Toronto») se había perdido, a pesar de los anuncios de los altavoces instando a mantener una conducta ordenada.

El vagón estaba abarrotado, pero consiguió encontrar un asiento y, cuando el metro arrancó, no se lo planteó: estaba acostumbrado a que la gente le cediera el sitio; aún quedaban algunas migajas de bondad, suponía. Pero de repente cayó en la cuenta de que, aunque tenía ochenta y ocho años, a partir de aquel día había gente que parecía así de vieja y necesitaba realmente sentarse. Se levantó y llamó a una anciana vestida con un sari para que ocupara su asiento, y ella le recompensó con una sonrisa de gratitud.

Casualmente, iba en el primer vagón. En Union, un montón de gente se bajó del metro y Don se acercó a la ventanilla delantera, junto al cubículo del conductor donde iba el robot. Algunos tramos del túnel eran cilíndricos y estaban iluminados por anillos de luz a intervalos. El efecto le recordó una vieja serie de televisión, El túnel del tiempo, un programa que le gustaba por lo mismo que le gustaba Perdidos en el espacio, por la elegante dirección artística, a pesar de los argumentos estúpidos.

Después de todo, no se puede volver atrás en el tiempo.

No se puede deshacer lo que está hecho.

No se puede cambiar el pasado.

Sólo se puede tratar, lo mejor posible, de encarar el futuro.

El tren continuó su camino a través de la oscuridad, llevándolo a casa.

Don cruzó el umbral y se detuvo a contemplar las losas donde Sarah había estado esperando su regreso, caída en el suelo. Subió los seis escalones de un tirón y entró en el salón.

Ella estaba de pie junto a la repisa de la chimenea, mirando o bien los holos de sus nietos o el trofeo de Arecibo; como le daba la espalda, era imposible decir qué hacía exactamente. Se dio la vuelta, sonrió y caminó hacia Don. Él abrió los brazos automáticamente y la abrazó suavemente, temiendo romperle los huesos. Los brazos de Sarah contra su espalda parecían ramitas empujadas por una suave brisa.

—Feliz cumpleaños —dijo ella.

Don miró el reloj digital mural de un palmo de altura y lo vio cambiar de las 5.59 a las 6.00. Cuando se soltaron, ella se marchó despacito a la cocina. En vez de adelantarse, él la siguió, dando un paso por cada dos de ella.

—Siéntate —le dijo, cuando por fin llegaron a la cocina. Aunque sabía que no tendría que haber sido así, ver los lentos y metódicos movimientos de Sarah le resultaba frustrante. Y, además, comía el triple que ella: era él quien debía hacer el trabajo.

—Gunter —dijo en voz alta, pero sin gritar: no era necesario gritar. El Mozo apareció casi de inmediato—. Tú y yo vamos a preparar la cena —le dijo al robot.

Sarah se sentó lentamente en una de las tres sillas de madera que rodeaban la mesita de la cocina. Mientras Don y Gunter se movían por el estrecho espacio, preparando una olla y una sartén y buscando los ingredientes en el frigorífico, él notó que su mujer lo estaba mirando.

—¿Qué ocurre? —le preguntó Sarah por fin.

Él no había dicho nada y se había esforzado por no dar golpes con las sartenes ni los utensilios. Pero Sarah lo conocía desde hacía muchísimo tiempo y, aunque el aspecto de su cuerpo hubiera cambiado, su lenguaje corporal, sin duda, no lo había hecho. Tal vez la forma en que erguía la cabeza o simplemente el hecho de que no hablara excepto para darle a Gunter alguna instrucción ocasional había llamado la atención a Sarah, no podía asegurarlo. Pero no podía ocultarle sus estados de ánimo. A pesar de todo, trató de negarlo, aunque sabía que era inútil.

—Nada.

—¿Te ha ocurrido algo en el centro hoy? —le preguntó ella.

—No. Estoy cansado, eso es todo —respondió él mientras se inclinaba sobre una tabla de cortar, pero le dirigió una mirada subrepticia para calibrar su reacción.

—¿Hay algo que yo pueda hacer? —le preguntó Sarah, con el ceño fruncido.

—No —dijo Don, y se permitió una última mentira, una última vez—. Me las apañaré.

36

Sarah despertó con un sobresalto. El corazón le latía más deprisa de lo que era aconsejable a su edad. Miró el reloj digital. Las 3.02 de la madrugada. A su lado yacía Don, que emitía un suave resoplido cada vez que espiraba.

La idea que la había despertado era tan emocionante que pensó en despertarlo, pero no, no iba a hacerlo. Después de todo, era una posibilidad remota y él había tenido problemas para conciliar el sueño últimamente.

El lado de la cama de Sarah era el que estaba cerca de la ventana. Hacía un millón de años, cuando habían elegido quién dormiría en qué lugar, Don había dicho que ella debía quedarse ese lado para poder mirar las estrellas cuando quisiera. Levantarse de la cama fue toda una hazaña. Le dolían las articulaciones y la espalda, y su pierna estaba todavía curándose. Pero lo consiguió, apoyándose en la mesilla de noche, y se obligó a ponerse en pie con un esfuerzo tanto físico como de voluntad.

Dio unos cuantos pasitos hacia la puerta, se detuvo y se preparó un instante, apoyándose en el marco, y luego continuó por el pasillo y llegó al estudio.

La pantalla del ordenador estaba apagada, pero cobró vida en el momento en que ella tocó el ratón, proyectando una imagen adecuadamente tenue para ver en la habitación oscura.

Unos momentos más tarde apareció Gunter. Sarah imaginó que estaba en el piso de abajo, pero sin duda la había oído moverse.

—¿Se encuentra bien? —preguntó. Había bajado tanto el volumen de la voz que apenas pudo entenderlo.

Ella asintió.

—Estoy bien —susurró—. Pero hay una cosa que tengo que comprobar.

A Sarah le encantaban las historias, incluso las apócrifas, de los momentos de inspiración. La de Arquímedes saliendo del baño y corriendo desnudo por las calles de Atenas mientras gritaba: «¡Eureka!» La de Newton viendo caer una manzana (aunque prefería la versión aún menos probable según la cual una manzana le había golpeado la cabeza al caer). La de August Kekule despertándose con la solución para la estructura de la molécula de benceno después de soñar con una serpiente que se mordía su propia cola.

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