Una reprimenda en la mirada, seguida por una advertencia brusca.
—Comprendió que papá era un agente. Un receptáculo. —Locke sacudió la cabeza—. El cuenco de acero no tiene que creer en el agua que aplaca la sed de un hombre.
—Cierto —dijo Washen.
—El día que nacieron los rebeldes…
—¿Qué pasa con él?
—Ese valle, el lugar al que os llevé… El escondite de hiperfibra estaba metido dentro de una de esas grietas… y pasamos justo al lado. Washen no dijo nada.
—Yo no lo sabía. Entonces no. —Se filtró una pequeña carcajada amarga—. Años antes, Till le había preguntado a su madre por los sistemas de seguridad. Cómo funcionaban, cómo se les podía engañar. Miocene pensó que era algo que debía saber un capitán, así que se lo enseñó. Después, Till se metió en el interior del escondite y convenció a su IA de que era Diu y bajó con ella al interior de Médula. Debajo de todo ese hierro húmedo, y del calor, encontró la maquinaria que alimenta los contrafuertes.
—De acuerdo —dijo Washen en voz baja.
—De ahí es de donde procede casi toda nuestra energía —siguió su hijo—. El núcleo es un reactor de materia-antimateria.
—¿Lo has visto? —preguntó ella.
—Solo una vez —respondió Locke. Y luego recordó a Washen, o quizás a sí mismo—: Till confía en mí. Después de volver a Médula y después de que Miocene renaciera, nos llevó allí abajo. Para enseñarnos el lugar. Para explicarnos lo que sabía y cómo. Todo. —Otra pausa—. Miocene estaba encantada. Hizo que construyeran un conducto que aprovecha las energías. Afirma que el reactor, una vez que se comprenda del todo, transformará la Vía Láctea, y a la humanidad, y a todos nosotros.
—¿Ese lugar ofrece alguna respuesta? —preguntó Washen—. ¿Nos dice algo nuevo sobre la Gran Nave?
Locke sacudió la cabeza, su decepción ribeteada de ira.
Con voz lastimera la llamó madre y la miró a los ojos. La miró y suspiró, y como si se dirigiera a una niña pequeña le preguntó:
—Si Médula se oculta dentro de la nave, y si esta maquinaria se oculta dentro de Médula… ¿qué te hace pensar que estos misterios llegan alguna vez a su fin?
—¿Hay algo incluso más allá? —balbució ella.
Un asentimiento rápido, tenso.
—¿Lo has visto?
Una vez más el joven se miró los dedos de los pies.
—No —admitió. Luego, después de coger aire unas cuantas veces, dijo—: Solo Till ha llegado a esa profundidad. Y quizá, supongo, Diu.
—¿Tu padre?
—También era el padre de Till —le soltó Locke—. Till siempre lo sospechó. En secreto. Y en secreto hizo que nuestros mejores genedetectives descifraran los patrones genéticos. Solo para estar seguro.
Washen asimiló en silencio la última revelación.
—¿Es eso todo lo que quieres contarme? —preguntó—. ¿Que Till es tu hermanastro y que la nave está llena de misterios?
—No —respondió Locke.
Alzó los ojos hacia las altísimas setas y las grises insinuaciones del tejado de hiperfibra.
—Tengo ciertas ideas —admitió, angustiado y cansado—. Dudas. Durante el último siglo, desde que maté a Diu… he escuchado los planes de Till, y los de Miocene, he ayudado a cumplir todos los plazos, he observado lo que le han hecho a Médula y al pueblo…, un lugar que ya ni siquiera reconozco. —Locke respiró hondo—. Cuando miro en mi interior, me hago preguntas.
Bajó los ojos, desesperado por encontrar a su madre.
Pero Washen se negó a abrazarlo otra vez. Se puso en pie y dio un paso atrás, y por fin, con voz lenta, dura e inmisericorde, preguntó:
—¿Eres uno de los constructores?
Los ojos grises se cerraron de golpe.
—Eso es lo que te preguntas, ¿verdad? —Después, Washen elevó la mirada al cielo—. Porque si no sois las cándidas almas de los constructores renacidas, por casualidad o a propósito…, quizá Till y tú y el resto de los rebeldes… ¡quizá seáis los inhóspitos renacidos!
Cada rostro era rebuscado y completamente único, y cada uno tenía una belleza sólida e inesperada que siempre se hacía obvia con el tiempo.
Pamir contempló las caras y escuchó las voces desvaídas.
—Fue decisión mía. Mi plan. Mi responsabilidad. —La boca de Orleans sonrió y sus ojos del color del ámbar cambiaron de forma y crearon dibujos con forma de boca que imitaron su sonrisa—. Acepto la culpa y su castigo. O sus elogios y bendiciones. El veredicto que ustedes, en su sabiduría, deseen impartir.
La mayor parte de los jueces rémoras parecían incómodos, y no se debía a que Pamir pudiera estar malinterpretando sus expresiones. Una anciana, descendiente directa de Wune, su fundadora, citó los códigos rémoras:
—La nave es la vida más grande. Hiere sus órganos vitales y rindes tu vida. —Su único ojo, como un rubí flotando en medio de una leche amarilla, se expandió hasta casi llenarle la visera. Luego la boca comprimida añadió—: Conoces nuestros códigos, Orleans. Y recuerdo dos ocasiones en las que le arrancaste el traje salvavidas a otro infractor… ¡por delitos menos graves que inutilizar uno de los motores principales!
Podía haber hasta cien jueces y ancianos compartiendo el edificio de diamante. No había cámaras estancas y ni un solo soplo de atmósfera. Dos puertas se abrían a unas avenidas públicas en las que cientos de ciudadanos se peleaban por la oportunidad de ver aquel juicio semisecreto. Todo sonido oficial era una emisión cifrada. Al contrario que Pamir, el público solo podía seguir los procedimientos observando los rostros.
Se puso en pie otra anciana.
—Es pertinente otro código —dijo en medio del airado zumbido—. Y resulta que es el primer código de Wune, y el más esencial. Juntos, al unísono, los rémoras entonaron: —Nuestra primera obligación es proteger la nave de todo mal. El rostro azul de la oradora pareció asentir.
—Esta podría ser la defensa de Orleans, si así lo desea —sugirió su voz musical—. Un daño es un daño, ya provenga del impacto de un cometa o de un liderazgo peligroso. —Su casco giró y preguntó al acusado—: ¿Es ese tu argumento, Orleans?
—Desde luego —exclamó él.
Luego miró a su compañero y le hizo una seña haciendo girar los ojos sobre sus tallos. Como habían planeado, Pamir se adelantó:
—Distinguidos ciudadanos, solicito permiso para dirigirme al tribunal. Su traje salvavidas contenía una firma electrónica. Como hacían los rémoras entre sí, una simple mirada fue suficiente para dar su nombre, rango y estatus oficial.
—¿Es esto apropiado? —gruñó la anciana con un solo ojo—. ¿Un delincuente buscado que defiende a un delincuente capturado?
Pero un tercer anciano, un tipo pequeño y redondo con un rostro de pelo rojo, replicó:
—Deja los sarcasmos para más tarde. Habla, Pamir. Quiero oírte.
—No hay tiempo —asintió el capitán—. Ya vienen los escuadrones rebeldes. Buscan a Orleans, pero estarán encantados de encontrarme a mí también.
—Bien —bramó la mujer.
—Ojalá hubiera tiempo —continuó Pamir—. Para reflexionar. Para un gran debate. Para que todo el mundo tome una decisión sabia. Pero a cada momento que pasa los rebeldes se hacen más fuertes. A cada minuto que pasa, otra nave de acero sube desde Médula trayendo soldados, munición y una serie de creencias risibles, intolerantes e indiferentes a los deseos de todos los rémoras.
Hizo una pausa de medio segundo para realizar una comprobación con un nexo de seguridad y medir el progreso constante de los rebeldes.
Luego siguió hablando a aquellos bellos rostros.
—No quiero ser el maestro capitán, pero la maestra legítima está muerta o algo peor, y soy el oficial de mayor rango. Según el fuero, el maestro soy yo, y Miocene es una renegada. Y dado que solo estoy señalando lo obvio, debería recordarles algo. —Miró a la mujer de un ojo y luego al resto—. Durante cien milenios han servido a la nave y su fuero, igual que han servido a la fe de Wune. Con devoción y valor. Y lo que ahora quiero de ustedes, lo que les ruego, es lo siguiente: resístanse a los rebeldes. Por la autoridad de la que dispongo como maestro capitán momentáneo, no les den nada. Ni su cooperación, ni sus recursos ni su pericia. ¿Es demasiado pedir?
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