Robert Reed - Médula

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La Gran Nave lleva viajando por el espacio más tiempo del que su tripulación es capaz de recordar. Desde que, hace algunos milenios, entró en la Vía Láctea y fue colonizado por los humanos, este colosal vehículo del tamaño de un planeta ha vagado por la galaxia transportando a billones de hombres y miles de razas alienígenas que han conseguido la inmortalidad gracias a la alteración genética.Pero los pasajeros no viajan solos: en el interior de la nave duerme un secreto tan antiguo como el propio universo. Ahora está a punto de despertar…

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Se cernió sobre ellos un silencio inquietante.

Luego, Un Ojo declaró lo obvio:

—Miocene no se va a poner muy contenta. Y seguro que esos rebeldes responden…

—Entonces nosotros también responderemos —gruñó la mujer del rostro azul.

Hablaron los jueces en el mismo canal seguro, el ruido desafiante y preocupado, colérico y triste. Pero lo que más ruido hacía parecía ser el desafío. Sabiendo que las emociones podían cambiar en un abrir y cerrar de ojos, Pamir escogió ese momento.

—¿Querrán prometérmelo?—gritó—. ¿Me prometen que no les darán nada?

Se hizo una votación rápida. Dos o tres rémoras asintieron.

—De acuerdo —dijeron.

Luego Pamir dio el siguiente paso lógico.

—Bien. Y gracias.

Si quería escapar de los rebeldes tenía que escabullirse en ese momento. Pero en lugar de huir se internó en medio de aquel edificio con forma de burbuja y una vez más, en voz baja, repitió la advertencia: «No les den nada».

Después, con la pesada elegancia de su traje salvavidas, dobló las piernas y se dejó caer al suelo para sentarse en el casco liso y gris de la Gran Nave.

Los equipos rebeldes pasaban a la fuerza entre los espectadores. Pamir oyó por la banda ancha el graznido de las sirenas y vio que los cascos brillantes se dividían para dejarlos pasar. Pero él permaneció sentado, como los ancianos jueces y Orleans; con una expresión triste y resuelta pasó esos últimos momentos recordándose que había hecho unas cuantas cosas igual de estúpidas que lo que estaba haciendo ahora.

Pero muy pocas, y siempre solo. Nadie más había corrido riesgos.

Otro graznido duro hizo que se dispersaran los últimos civiles. Surgieron del caos unos trajes salvavidas de color negro violáceo que atravesaron las puertas con los láseres levantados, y rostros duros y grises tras las viseras: los descendientes de los capitanes perdidos, sus fuertes rasgos extendidos sobre una naturaleza dura e inflexible.

La armadura de los soldados era ligera y sus armas podrían haber sido más potentes. Miocene, u otra persona, estaba mostrando una contención calculada.

Pamir respiró hondo y mantuvo el aire en los pulmones.

Dos de los equipos rebeldes bloquearon las puertas abiertas. Un tercero descubrió una escalera no declarada que llevaba al sótano de la ciudad. Los dos últimos equipos encontraron a Orleans y los láseres se mantuvieron levantados, pero listos mientras lo escaneaban, y después mientras repetían la operación con los otros rémoras.

—Por la autoridad de la maestra capitana… —comenzó un rebelde.

—¿ La autoridad de quién? —respondieron decenas de voces en un coro confuso.

—… arrestamos a este hombre…

Algunos lanzaron una carcajada burlona mientras otros rémoras se quedaron callados. Un Ojo sacudió la cabeza.

—Deberíamos hacer lo que quieren —advirtió.

Con voz difusa, el rebelde dio una lista de los demás sospechosos de sabotaje. Luego, con la mano libre hizo un gesto. Con voz urgente ordenó a sus soldados que se dieran prisa con los escáneres.

—¡Rápido y bien! —gritó—. ¡Rápido y bien!

Pero el resto del equipo de Orleans no estaba allí. Lo dijo soldado tras soldado, sus rostros sombríos teñidos de una mezcla tóxica de emoción, miedo y una indignación instintiva. Hicieron falta dos escáneres y luego una mirada directa a través de la visera para que alguien dijera:

—Este no es como los otros. Mire, señor.

Pamir forzó una sonrisa y por fin dejó escapar por la boca el aire que había estado reteniendo. Una expresión lenta, asombrada, se extendió por el rostro del rebelde.

—Es ese oficial de primer grado que faltaba, señor —dijo con un grito ahogado—. ¡Es Pamir!

El rebelde de mayor graduación se volvió y guardó silencio. Todos los soldados se sorprendieron y luego sintieron una euforia feroz e inesperada, que terminó cuando la rémora de la cara azul anunció:

—Es el maestro capitán. Nuestro invitado, en nuestra casa. Lo que significa…

—¡Cogedlo! —exclamó el oficial rebelde superior.

—¡No! —gritaron la mitad de los rémoras.

El rebelde apuntó el arma.

—¡Quitaos de en medio —advirtió— u os arranco los putos caparazones!

Un Ojo estaba sentada sobre una mochila a reacción rémora estándar. Se había presentado voluntaria para ese trabajo, argumentando que, aunque no estaba de acuerdo con la votación, esta se había realizado, y quizás a ella los soldados no la escanearan tanto como a otros. Se habían desmantelado los seguros de la mochila.

Los respiraderos estaban cerrados de forma permanente. Cuando le dio una patada hacia el centro de la sala, los rémoras y Pamir siguieron sentados y no hicieron nada salvo volverse hacia la pared redonda para poner sus mochilas blindadas entre ellos y la bomba improvisada.

La explosión fue silenciosa. Al menos al principio. Pamir seguía sobre el casco con la cabeza metida entre las rodillas y el estallido repentino lo lanzó al otro lado de aquel gris lustroso y lo hizo rebotar contra rémoras y soldados. Por fin, uno de sus hombros se estrelló contra la pared de diamante. El edificio se llenó de una atmósfera temporal y abrasadora. Los que estaban de pie fueron los que sufrieron las sacudidas más fuertes: perdieron los láseres, que quedaron sueltos, y en poco segundos de caos nuevas manos los recogieron y activaron los seguros.

Pamir se puso en pie y se tambaleó un poco.

Tenía la rodilla izquierda hecha pedazos, pero los servos del traje la obligaban a llevarlo. Gritó «Orleans» tres veces antes de que la grata figura apareciera a su lado, y entonces echó a correr por delante mientras el rémora se lanzaba escaleras abajo.

El estallido de un láser abrió un agujero en el techo redondo. Derribaron a la soldado responsable y le arrancaron el arma de las manos. Orleans agitó un brazo.

—¡Por aquí! —gritó, y se lanzó a la carrera por un pasillo estrecho y apenas iluminado. Tenía el traje salvavidas pinchado. Pamir vio cómo escapaba de él un vapor blanquecino. La esencia de Orleans se disipaba en el vacío.

El pasillo se dividía en tres.

Izquierda, derecha y de frente.

Orleans se giró, y con un gesto tan viejo como la humanidad se llevó uno de los dedos enguantados a la boca gomosa. «Silencio», decía.

Se hundió en aquel agujero negro sin fondo. Pamir lo siguió con los pies por delante.

En aquella oscuridad perfecta no había sensación de caída. El cuerpo no sentía su propia y rápida aceleración y el tiempo parecía ralentizarse. Pamir intentaba relajarse, prepararse para un suelo lejano, cuando una voz inesperada le susurró al oído de repente:

—Pamir. ¿Puedes hablar?

Washen.

—¿Me oyes, Pamir?

Ni siquiera se atrevía a usar un canal cifrado. Alguien podría escuchar su enrevesado chirrido y luego rastrear la fuente. Pero quizá Washen se daba cuenta de lo mismo porque no dejaba de hablar, haciéndole sentir como si estuvieran cayendo juntos.

—Tengo noticias —le informó ella—. Nuestro amigo ha ayudado, y nos ayudará…

Bien.

—Pero tengo que saberlo —continuó su amiga—. ¿Nos asistirán nuestros otros amigos? ¿Han accedido a luchar con nosotros? Justo entonces algo poderoso chocó contra el casco.

Durante un instante lleno de chirridos Pamir rozó la pared del hueco. El casco entero se ondulaba bajo el impacto. Luego volvía a caer rodando por el espacio, sin peso alguno, funcionando por el momento como una nave pequeña, diminuta…, y cerró los ojos, recordó que tenía que respirar y luego le dijo a Washen y a sí mismo:

—Los rémoras lucharán. Nos hemos buscado una guerra.

Los inhóspitos

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