Se detuvo en esa reveladora palabra.
Desperdicio.
Y luego volvió a examinar el daño a través de los ojos del barrenero. Absorbió una profunda bocanada de plasmas abrasadores y pensó en aquellas antiguas máquinas a las que habían asesinado sin propósito digno, y luego calculó el número de ingenieros y zánganos que requerirían esas reparaciones. Ingenieros rebeldes, con toda probabilidad, dado que todavía no confiaban en sus propios cuerpos. Y cuando ya estuvo lo bastante enfadada, se le abrió la boca viva y comentó a su primero en la presidencia:
—Voy a dejar que se respeten tus órdenes.
—Como desee, señora.
—Y también —continuó la maestra— quiero que se despliegue cerca una batería completa de armas. Por si atacan a nuestras tropas. En el lugar en el que estábamos cuando se dispararon los cohetes: esa sería una atalaya natural y una bonita ironía. ¿No te parece?
—Todo a su servicio, señora. —El rostro de Till se iluminó. Luego se inclinó.
Se inclinaba ante Miocene, esperaba ella.
Había un ejército de diminutos hongos venenosos de color blanco óseo sobre una alfombra de algo oscuro y acuoso desde la que se elevaban hacia el aire húmedo y brillante cálidos vapores etéreos.
Durante mucho, mucho rato no pasó nada, no cambió nada.
Luego se abrió una fisura y una mano y una muñeca sucísimas se abrieron camino hasta la luz, el codo quedó expuesto, el brazo se dobló hacia un lado, después al otro, los dedos acabaron con los delicados hongos venenosos con movimientos de tanteo que se iban haciendo más desesperados con cada momento que pasaba.
Por fin la mano se retiró, se desvaneció.
Transcurrió medio segundo.
Luego, con un sonido húmedo, aguado, se abrió el suelo de golpe y se sentó un cuerpo desnudo que escupía y jadeaba. Después tosió con un vigor asfixiante que decayó tras varios dolorosos minutos, convertido en una sarta de suaves quejidos.
El hombre se quedó mirando su entorno.
Lo rodeaba un bosque de setas de cuerpo grueso, cada una tan grande como un árbol de la virtud adulto. Su rostro mostraba asombro, duda y miedo, e incluso cuando ya debería haberse recuperado del ahogo, su respiración seguía estando agitada y el corazón le latía con paso angustiado. Poco importaba cuántas veces se limpiara los ojos con el dorso sucio de las manos, era incapaz de encontrarle sentido a lo que estaba viendo.
Sin alzar la voz quebrada murmuró:
—¿Dónde? ¿Dónde?
Al oír el sonido de su voz surgió un hombre alto del bosque de setas. Llevaba el uniforme de maestro adjunto, pero la tela espejada estaba arrugada y cansada, las mangas deshilachadas, y un tajo vertical exponía una de las largas y pálidas piernas. Sonreía, y a la vez no lo hacía. Se acercó hasta un punto determinado y se arrodilló.
—Hola —dijo—. Relájate. Un nombre. Normalmente comenzamos con un nombre.
—¿Mi nombre?
—Quizá fuese lo mejor.
—Locke.
—Por supuesto.
—¿Qué me ha pasado? —balbució Locke.
—Tú estabas allí —comentó el otro hombre—. Mejor que yo, serías tú el que sabría lo que ha pasado.
Como una persona presa de repente del frío, Locke apartó las rodillas de la tierra negra y hedionda y se aferró a ellas durante un buen rato. Luego, en voz baja, muy baja, preguntó:
—¿Qué es este lugar?
—Una vez más —dijo el hombre—, tendrías que conocer también esa respuesta.
El rostro de Locke parecía muy simple y, por un momento, muy joven. Después de un pensativo jadeo dijo:
—De acuerdo —y se obligó a levantar los ojos con una mezcla de resignación y esperanza—. No te conozco —admitió—. ¿Cómo te llamas?
—Hazz.
Locke abrió la boca y luego la volvió a cerrar.
—Me tomaré eso como señal de que me has reconocido —respondió aquel hombre muerto tanto tiempo atrás. Luego se puso en pie y le hizo un gesto al recién llegado—. Aséate. Dime qué ropas quieres y estas aparecerán. Luego, si lo deseas, sígueme. —El hombre sonrió con gesto cómplice—. Conozco a alguien que tiene muchas ganas de verte.
Locke debía de estar esperando a otra persona.
Ataviado con un calzón de cuero rebelde siguió a Hazz hasta que salieron del bosque de setas, y el sencillo y juvenil rostro se desvaneció de repente. Estaba enfadado. Su espalda se puso rígida y le falló la voz en el primer intento. Luego se obligó a decir «padre» con una amargura pura, sin mezcla.
Diu estaba sentado en un hongo venenoso petrificado, a la puerta de un simple refugio, vestido con las mismas ropas chillonas con las que había muerto. Los ojos grises danzaban. Una mirada traviesa inundó sus rasgos hoscos.
—¿Entonces quién te asesinó? —preguntó en voz baja y burlona—. Uno de tus hijos, espero.
Locke se contuvo, la boca adusta y resuelta.
Diu se echó a reír y se dio una palmada en las rodillas.
—O no —dijo—. Pero apuesto a que fue algún pariente lejano. Tu propia sangre, con toda certeza.
—Tuve que hacerlo —gruñó Locke—. Estabas matando a mamá…
—Se merecía morir —respondió Diu enmarcando las palabras con un gran encogimiento de hombros—. Escaparse de Médula de ese modo… Demasiado pronto y sin avisar a nadie. Estuvo a punto de alertar a la maestra de nuestra presencia. ¿En qué ayudaba eso a la causa rebelde?
Locke esperó.
—Era peligrosa —le aseguró Diu—. Todo lo que quieres y te mereces corrió un grave riesgo por su culpa y por culpa de Miocene.
Un suspiro profundo llenó el pecho de Locke y allí se quedó, anquilosándose.
—Pero olvidémonos de los despreciables y duraderos delitos de tu madre — continuó Diu—. Hay otro trasgresor. Alguien que podría llegar a ser mucho más peligroso para los rebeldes y para la gran causa de los constructores.
—¿Quién?
—Por favor —gruñó Diu, y sacudió la cabeza indignado. Luego se puso en pie—. Tenías una misión. Una responsabilidad clara. Pero en lugar de cumplir con tu obligación, saliste corriendo hacia esa casa alienígena en cuanto tuviste la oportunidad. Y quiero saber por qué, hijo. ¿Por qué era tan importante ir allí, joder?
Locke se giró rápidamente, pero el maestro adjunto Hazz se había desvanecido.
—Dímelo —lo presionó Diu.
—¿No sabes por qué?
—Lo que yo sé —respondió el otro con la voz ronca— no tiene trascendencia. Lo que no sé, y lo que importa aquí, es tu respuesta.
Locke no dijo nada.
—¿Esperabas encontrar a tu madre?
Nada.
—Porque no habrías podido. Till y tú no pudisteis recuperar su cuerpo hace más de un siglo. ¿Qué ibas a lograr yendo allí solo?
—No tengo por qué explicar…
—¡Error! —lo interrumpió Diu—. ¡Sí que tienes! Porque creo que no sabes lo que quieres. Durante este último y horrible siglo no has hecho nada salvo estar perdido. —Su padre sacudió la cabeza al tiempo que decía—: No hago estas preguntas para aplacar mi alma arrogante. Las hago por la tuya miserable. — Luego se echó a reír con carcajadas torturadoras—. ¿Qué? ¿Pensabas que estar muerto era fácil? ¿Que los constructores se limitarían a hacer caso omiso de los crímenes que cometiste con tu último aliento?
—¡Yo no he hecho nada malo!
—La vieja maestra estaba excavando, abriéndose camino hacia Médula, pero los rebeldes nunca supieron cómo encontró el antiguo agujero. Es muy probable que un registro rutinario hiciera aparecer esa puerta oculta. —Diu cerró los ojos durante un momento que se prolongó. Luego los abrió otra vez y pareció enfadarse al encontrar a su hijo todavía ante él, de pie—. Fuiste a esa casa de las sanguijuelas… Fuiste a ver si la antigua maestra había estado allí primero. Porque si había estado, entonces quizá se hubiera dado cuenta de dónde estaba Washen. Y quizá, solo quizá, habían rescatado a tu madre. Admite eso ante tu padre, Locke. Vamos.
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