El rayador salió como una exhalación a cielo abierto y aceleró al máximo.
El tiempo se movía con pereza, obstinado. Una y otra vez Orleans le mostraba su rostro a su tripulación, y por el canal cifrado les obligaba a repetir el horario y describir cada uno de sus apremiantes trabajos. Luego, por primera vez, contempló por fin su objetivo y se permitió respirar rápida y profundamente una vez, contuvo su atmósfera personal dentro de unos pulmones que apenas eran humanos, unos pulmones construidos por toda una vida de dirigir con esmero unas mutaciones que les proporcionaba tanto a ellos como a su lenta y negra sangre una eficacia que rayaba en la perfección.
El ideal de cualquier rémora.
Al igual que cientos de rayadores en el pasado, el suyo se deslizaba cerca de la tobera gigante y los llevaba hacia la cara delantera de la nave. Una losa de hiperfibra desechada yacía en el espacio abierto. Incluso a la inmensa velocidad a la que iban, la IA piloto debería haber tenido tiempo para notar su presencia y reaccionar. Pero la IA, vieja y ya famosa por sus fallos, anunció que estaba enferma y tendría que conducir un ser humano a partir de ese momento.
Y en ese momento crítico, la losa se ladeó y luego saltó.
Envuelta en el campo de fuerza del rayador, giró una vez y luego se vio metida en el cuerpo de diamante, lo rasgó hasta llegar a la maquinaria y desconectó los dos reactores.
En menos de tres kilómetros el rayador cayó al casco y se detuvo.
En unos momentos se envió una súplica automatizada y un rayador vacío comenzó a sortear el tráfico de la ciudad rumbo al navío averiado. Y solo para hacer el drama más sincero, el transportista rémora se rió de la desgracia y de la vergüenza de la tripulación contando uno de los chistes favoritos.
—¿Por qué está el cielo lleno de estrellas?
Varias decenas de voces grabadas respondieron en un coro cuidadoso y desigual:
—¡Para entretener a los rémoras! —chillaron—. ¡Mientras esperamos los putos repuestos!
Washen los distinguió incluso de lejos, aunque lucían el uniforme de color negro amoratado de las tropas de seguridad, y su piel iba perdiendo poco a poco el matiz ahumado a medida que las luces de la nave y los nuevos alimentos actuaban sobre su organismo; con todo, Washen todavía era capaz de verlos como lo que eran. Rebeldes.
La aceleración de los dos motores estaba a medio terminar y cinco rebeldes bajaban sin prisas por la estrecha avenida. Si la presencia de Washen era tan obvia como la de ellos, estaba perdida. El siguiente par de ojos que la mirara la vería, un estrecho estallido de láser evaporaría su nuevo cuerpo y lo que quedara se llevaría directamente ante la nueva maestra; y las desgracias de Washen no habrían hecho más que empezar. Pero se recordó que ella no destacaba, ni siquiera un poquito. Tenía un nombre y una identidad sólida capaces de absorber todo tipo de escrutinios. Llevaba una máscara de piel de otra persona que le daba una apariencia diseñada para no llamar la atención. Es más, Washen había dejado de existir. La capitana de primer grado llevaba muerta miles de años. La líder unionista había caído más de un siglo atrás. Con mucha suerte, ambas mujeres habían sido olvidadas, inmersas en un delicioso anonimato que con el correr del tiempo reclamaría a todos los que estaban sentados allí en ese momento.
—Delicioso —murmuró.
—¿Qué? —preguntó uno de sus compañeros.
—El helado —admitió ella, y sonrió al hundir de nuevo la cuchara en el montón marrón que comenzaba a fundirse. Luego, con una discreta honestidad dijo—: Ha pasado algún tiempo desde la última vez que disfruté de un buen chocolate.
Pamir asintió con gesto amable. Lucía un rostro atractivo y, como Washen, vestía una sencilla túnica de color ocre oscuro que los hacía parecer clérigos de alguna de las varias fes racionalistas. Como clérigos que eran, estaban listos para buscar prosélitos al mínimo aliento que se les diera, y por eso la mayor parte de sus compañeros de viaje intentaba evitar hablar de naderías con ellos. Era la identidad perfecta para dos humanos que tenían que esconderse en el animado corazón de la nave.
El tercer miembro de su pequeño grupo era aún más imponente. Inmenso y altísimo, levantó una taza de algo rancio y se llevó unos cuantos tragos al agujero por el que comía, mientras que aquel por el que respiraba silbaba unas cuantas palabras.
—Es un lugar muy hermoso, este —declaró su traductor.
Pamir miró a Washen y se permitió una amplia sonrisa cómplice. Luego se quedó mirando la cara del tarambana.
—¿Qué tal tu bebida? —preguntó.
El alienígena era sobre todo plástico recalentado y motores ocultos. Locke estaba metido dentro de aquel largo cuerpo, las piernas atadas a la espalda y los brazos inmovilizados a los lados. Todo lo que el tarambana veía, él también lo veía. Todo lo que oía se canalizaba hasta sus oídos. Pero tenía la boca llena de un plástico permeable, y una pequeña IA le decía a la máquina cuándo debía moverse y qué debía decir. Locke era un pasajero dentro de ese autómata. Un cargamento. Desde los primeros días de la nave, varios mecanismos de ese estilo se habían dedicado a meter de contrabando cosas ilegales y valiosas. Según Pamir, aquel era el mejor modelo que tenían a mano, considerando los límites de tiempo y sus especialísimas necesidades.
La voz falsa silbó para responder a la pregunta de Pamir.
—Mi bebida es muy bella —dijo la caja que había en el amplio pecho.
—¿Y qué es la belleza? —preguntó Washen, y se pareció mucho a una proselitista—. ¿Recuerdas lo que te contamos, amigo?
—El residuo de la razón mezclado en un mar de caos —respondió su compañero.
—Exacto —dijeron los humanos al unísono mientras los dos hundían la cuchara en sus bellos postres. Luego Washen se quedó mirando a los rebeldes y dijo «caos» para sí, por lo bajo y cada vez más nerviosa.
Mientras paseaban por la avenida y contemplaban a los alienígenas y a los extraños humanos que hacían sus muy extrañas vidas, los rebeldes luchaban por conservar la sensación de control absoluto. No, no procedían de un mundo atrasado. No, no les maravillaba el interminable paisaje cosmopolita que era la Gran Nave. Sus rostros sonrientes y sus ojos fijos y tristes no mostraban nada salvo la dureza arrogante de todos los agentes de policía. Unos elaborados sensores sondeaban e investigaban de forma automática los cuerpos extraños que los rodeaban, les sacaban sus secretos para demostrar que allí no había nada que temer. Y aun así…
Tras los ojos había un nerviosismo, infantil y casi entrañable.
Cuando se acercaron al café, Washen los estudió con su amplia experiencia. Era obvio que los cinco se habían pasado su corta vida preparándose para aquel día. Para ese paseo concreto. Siempre habían sabido que subirían a bordo de la Gran Nave y que la recuperarían para los constructores. Habían estudiado su papel y practicado mil situaciones hasta el agotamiento, situaciones diseñadas por Miocene, sin duda, y, al igual que todos los niños, no aceptaban ese día con una rigurosa falta de imaginación.
Por supuesto que estaban allí. ¡Por supuesto que gobernaban la nave! Después de todo, ese momento se lo habían prometido Till y los constructores muertos. ¡Desde el momento en que nacieron, y en todas y cada una de las palabras pronunciadas!
Pero a pesar de los simulacros y de todas las lecciones sepultadas con cuidado, la realidad de ese lugar estaba empezando a caer encima de sus inexpertas cabezas: un tufillo kon los saludó con la cola y un joven levantó de repente la mano, listo para esquivar un golpe imaginado. Un sulfuradito dorado aterrizó en uno de los hombros blindados, preparado para cantar a cambio de comida, y por su esfuerzo no consiguió nada salvo un rápido empujón. Después, un niño humano que quizá sabía algo sobre los rebeldes dijo:
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