—Uno de los motores… ha fallado. —Entonces pareció darse cuenta de que no debería haber hablado con tanta libertad, y conjuró una sonrisa que enmarcó sus siguientes palabras—. Pero todo está bajo control —les dijo a todos, aunque su expresión y su tono decían justo lo contrario.
Los rostros humanos adquirieron una expresión herida o bien se rieron atolondrados y nerviosos. Los alienígenas digirieron las noticias con todo tipo de reacciones, desde la calma hasta un grito de feromonas, el aire del café de repente atestado de hedores extraños y sonidos desgarradores e indigestos.
Llegó otro mensaje por un canal seguro. La mujer ladeó la cabeza; el anuncio había cautivado su atención. Luego le gritó a su equipo:
—Conmigo. ¡Ahora!
Los cinco rebeldes echaron a correr a toda velocidad.
Si acaso, eso empeoró la sensación de pánico. Los clientes comenzaron a investigar lo que pasaba en los servicios de noticias oficiales y también en los océanos de rumores. Las proyecciones holográficas cubrían las mesas y el lustroso suelo de granito, y bailaban en el aire. Uno de los dos motores de encendido de la nave había caído en un sueño prematuro. No se sabía nada más con seguridad. Mil autodenominados expertos aseguraron que no había combinación de errores que pudiera provocar un mal funcionamiento, desde luego nada así de catastrófico. Una y otra vez las voces mencionaron el término más directo: «sabotaje».
En menos de tres minutos, sesenta y cinco individuos y organizaciones fantasma se habían responsabilizado de la tragedia.
Washen lanzó a Pamir una breve mirada.
Su amigo no hizo nada. Después, tras unos momentos anunció:
—Tenemos que irnos —y se puso en pie. Miró avenida arriba, parecía estar decidiendo la ruta que los llevaría al siguiente escondite—. Por aquí —dijo, y cogió al tarambana por el codo puntiagudo y lo convenció para que lo acompañara.
En perpendicular a la avenida había un túnel estrecho y medio iluminado.
Pamir y el falso alienígena caminaban uno al lado del otro, pasaron por una puerta automática y entraron en una atmósfera más cálida y cargada. Cuando el túnel dobló a la derecha apareció una figura pequeña y veloz. El negro del uniforme hacía que se fundiera con la penumbra.
No había espacio para tres cuerpos.
La colisión fue repentina, violenta y totalmente unilateral. El agente de seguridad se encontró tirado de espaldas, mirando el rostro alienígena ilegible que tenía encima. —Mis disculpas —dijo Pamir mientras se arrodillaba. Le ofreció al agente una gran mano.
El rebelde lanzó un grito salvaje y profundo. Y fue entonces cuando apareció el resto de su pelotón, que doblaba la esquina para encontrarse con que, al parecer, estaban atacando a uno de los suyos. Se desplegaron armas. Se gritaron advertencias bruscas.
—¡Atrás! —dijo a todos el rebelde más ruidoso.
El tarambana siguió actuando según su naturaleza.
—Yo me quedo aquí —bramó—. Tú te quedas ahí.
Un cartucho cinético le entró por el cuello y borró la carne y los huesos de cerámica, pero no se dañó nada vital y la automatización apenas flaqueó. Las largas manos se lanzaron hacia el techo mientras la caja traductora gritaba:
—¡No, no, no, no!
Aterrorizados, todos los rebeldes dispararon contra el monstruo.
La cabeza cayó hacia atrás, cabalgando sobre un gozne de cuero, y los láseres disolvieron las piernas, con lo que el gran cuerpo cayó con fuerza sobre los muñones de las rodillas. Luego, un cartucho explosivo penetró en el torso y expuso un humano atado en un fardo secreto, envuelto en un sobre de silicona transparente.
Locke se quedó mirando a los agentes armados. Era fácil leer su expresión. Se había apoderado de el un terror puro y abrasador; la sorpresa fue total y los desarmó.
Muy cerca de él, Washen vio sus enormes ojos y poco más.
Todas las armas apuntaban hacia él. Hubo un resbaladizo momento en el que todo era posible, y quizá decidieran dejar los láseres y liberarlo. Quizá. Pero entonces Washen se lanzó hacia su hijo gritando «¡no!».
Dispararon.
Lo último que Locke vio fue a su madre intentando cubrirlo con su cuerpo inadecuado, y luego un resplandor de color púrpura que se ex tendía hasta la eternidad.
Una cadena de explosiones diminutas, casi exquisitas, había destrozado válvulas y estaciones de bombeo. Ninguno de los objetivos era vital. La Gran Nave no era nada, salvo excesos construidos sobre sólidos excesos. Pero los efectos acumulados fueron catastróficos: un lago de hidrógeno presurizado se depositó en el peor de los lugares posibles, y un último sabotaje hizo que una botella magnética fallara y una masa espejada de antihidrógeno metálico cayera en el lago repentino; el estallido resultante abrió una herida llena de plasma de más de doce kilómetros de anchura. El inmenso cohete resonó y luego se apagó.
A los pocos segundos, las fuerzas de seguridad estaban en máxima alerta y se reunían en un puesto predeterminado para la gestión de desastres.
En pocos minutos, utilizando láseres y dientes de hiperfibra, un barrenero se abrió camino por la parte más fina de escoria y una cabeza de repuesto empujó hasta salir al espacio abierto con la boca llena de ampollas debido a los plasmas residuales, en los ojos un arco iris de duras radiaciones.
Miocene no vio nada salvo el arco iris. Luego cerró ese par de ojos y abrió los suyos para ver la mirada dura de su hijo.
—No es nada —dijo con voz baja y tranquila. Hablaba tanto para Till como para sí misma—. No es más que un inconveniente. —Y después, antes de que él le pudiera responder, les aseguró a los dos—: Nuestra aceleración se reanuda dentro de siete minutos. Utilizamos bombas de apoyo a pleno rendimiento. Ampliaré la aceleración para compensar el retraso y la nave recuperará el rumbo.
Eso ya lo había supuesto él. Con una pesada sacudida de la cabeza le preguntó:
—¿Quién?
Lo que sabía se lo dijo.
Su hijo repitió la palabra crítica:
—Rémoras —dijo. Sentía una dolorosa desilusión—. ¿Cuáles? ¿Podemos saberlo?
Miocene le suministró gotas comprimidas de información, transmisiones codificadas e imágenes entresacadas de lejanos ojos de seguridad. La presunción de culpabilidad solo era eso. Nada los incriminaba del todo. Pero la inocente avería del rayador era demasiado perfecta para creerla.
—Jamás he confiado demasiado en los rémoras.
Entre los dos, el que menos emoción mostraba era Till.
—Nuestros enemigos… —dijo él con calma—. ¿Dónde están ahora?
Un rayador sustituto se había reunido con el equipo de rémoras y había continuado luego hacia la cara delantera de la nave.
—He ordenado su captura. Pero tengo la sensación de que no van a estar a bordo.
Su hijo estuvo de acuerdo y vio la mejor alternativa.
—El rayador averiado…
—Se remolcó hasta la ciudad.
Till quedó callado durante un buen momento.
A través de un nexo de seguridad Miocene sintió una ondulación, un temblor, y se le detuvo la respiración de repente.
—¿Has…? —comenzó a decir.
—¿Tú no lo harías? —fue la respuesta de su hijo.
Antes de que Miocene pudiera ofrecer su opinión, Till le aseguró:
—Utilizaremos un mínimo de equipos de cinco personas. Y solo buscarán ese único equipo. ¿No es la medida más razonable?
—Razonable o precipitada —respondió ella—, es responsabilidad de la maestra. Lo que significa que soy yo la que toma la decisión.
Till suspiró con fuerza y luego se obligó a esbozar una amplia sonrisa.
—Tómala —la alentó.
Un universo de datos rogaba que le prestaran atención. De un modo casi meticuloso, casi a la velocidad de la luz, Miocene asignó grados de importancia a cada noticia, real o rumoreada, y luego absorbió y digirió lo que parecía más vital. Se estaban produciendo pequeñas protestas en espacios repartidos por toda la nave. Se habían disparado armas en media docena de lugares públicos. Pero la mayor parte como advertencia. Con miles de millones de pasajeros, se podía garantizar que unas cuantas de las peleas eran simples delitos. Siempre había un nivel de violencia completamente habitual. Locke seguía desaparecido, mil pequeños jirones de pruebas insinuaban que había resultado muerto el primer día. Luego se centró en los equipos que Till había enviado a la ciudad rémora: su composición, sus historiales de entrenamiento, su inadecuada experiencia. Eran tan buenos como algunas unidades, no mejores que la mayoría. ¿Pero este trabajo no exigiría disponer de los mejores? Enviar unos cuantos cuerpos a una ciudad dominada por el enemigo parecía un desperdicio tan flagrante y peligroso…
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