Robert Reed - Médula

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La Gran Nave lleva viajando por el espacio más tiempo del que su tripulación es capaz de recordar. Desde que, hace algunos milenios, entró en la Vía Láctea y fue colonizado por los humanos, este colosal vehículo del tamaño de un planeta ha vagado por la galaxia transportando a billones de hombres y miles de razas alienígenas que han conseguido la inmortalidad gracias a la alteración genética.Pero los pasajeros no viajan solos: en el interior de la nave duerme un secreto tan antiguo como el propio universo. Ahora está a punto de despertar…

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—Muy bien. Lo admito.

—Quizá temías que nadie hubiese encontrado a tu madre y querías ayudarla. Un sentimiento muy noble, siempre. Nada.

—Porque se acercaba una larga aceleración —continuó Diu—. La más larga en muchos siglos. ¿Y si sus restos se canalizaban hasta uno de los motores y luego se incineraban? ¿Y si eso ocurría antes de que tú, el hijo obediente, pudieras sacarla de allí y depositarla en un lugar seguro?

Locke cogió aliento y lo guardó cerca de su aterrorizado corazón.

—Dime que esa es la verdad —le soltó Diu.

—Es cierto.

Entonces Diu replicó con una confianza desdeñosa, nítida:

—Estás mintiendo. No intentes engañar a tu viejo padre, Locke. Sé algo acerca de mentir.

Unas manos temblorosas tiraban del calzón.

—El tanque de combustible es un océano gigantesco de hidrógeno, uno de varios. ¿Qué posibilidades hay de que pudieran arrancar a Washen de su tumba? —Diu se irguió y dio un paso hacia Locke con los ojos grises clavados en él—. ¿Qué posibilidades hay de que la encontraran jamás? Destrozada y esparcida como estaba… Washen podría haber yacido en las profundidades para siempre y salvo tú, Till y Miocene, ¿quién lo habría sabido?

Locke no respondió.

—En cuanto al relojito de tu madre… —dijo Diu.

Locke abrió mucho los ojos, que adquirieron una expresión simple y tristísima. En voz baja, casi demasiado baja para que lo oyeran, preguntó:

—¿A qué te refieres?

—Till y tú limpiasteis la casa de las sanguijuelas. Hicieron falta días y teníais unos recursos mínimos, pero hicisteis un trabajo ejemplar. Teniendo en cuenta las circunstancias. —Diu sonrió como si pudiera verlo todo—. Es muy extraño, ¿no? Tan buen trabajo a la hora de ocultar vuestro rastro y, sin embargo, esa única pista crítica pasó desapercibida. Allí quedó, enterrada en las profundidades de la pared de plástico de las sanguijuelas…

Locke emitió un gemido profundo y dolorido.

—Hace que uno se pregunte —continuó su padre—: ¿se pasó por alto por casualidad? ¿O se hizo caso omiso de él a propósito?

Los amplios hombros cayeron hacia delante y Locke se quedó mirando los dedos de los pies.

—¿O alguien encontró su reloj…, lo sujetó entre sus propias manos, quizá… y luego lo dejó a propósito allí donde otra persona tendría que terminar encontrándose con él? Que es exactamente lo que tú esperabas que pasara, ¿verdad? ¿Tengo razón al pensar eso, hijo?

»Till no estaba vigilando tu trabajo porque confiaba en ti. Y tú dejaste allí una señal. Un indicador. Porque querías con todas tus fuerzas que encontraran a tu madre…

Locke abrió la boca y luego la cerró. Después, con una nueva actitud de desafío, gritó:

—No. ¡No pienso contártelo!

Pero Diu no estaba delante de él. Ya no.

Locke parpadeó y sintió que se le hundía el cuerpo. La desesperación se mezclaba con el alivio. Luego, una mano cálida lo cogió por el hombro desnudo y se volvió hacia ella. Sabía que era ella y lloró sin ruido, colérico, como el hombre que sabe que lo han engañado y que descubre que, en realidad, en el fondo, le da igual.

—¿Qué es este lugar y esos hombres muertos?

—Solo una esquina más de la nave —le aseguró Washen sujetándolo con fuerza por la espalda y la nuca—. Pamir lo encontró antes de hallar mi reloj. Aquí vive una IA. Con mi ayuda creó a Hazz. Y a tu padre. Con su ayuda, yo observé tus reacciones y partes de tu sistema nervioso.

—¿Has leído mi mente?

—Nunca —dijo Washen, y relajó los brazos para dejar que él se separase y la mirase a la cara antes de confesar—: No viste soldados rebeldes. No nos disparó nadie. Eso fue una representación diferente que existía en forma de datos falsos y que se envió directamente a tus ojos y oídos. Y desde luego ahora no estás muerto. —El alivio se diluyó convertido en una mueca culpable, consciente—. Solo estamos nosotros —le aseguró.

—¿Pamir?

—En este momento está haciendo otro trabajo. —La madre se sentó en el hongo venenoso petrificado sin dejar de mirar a Locke ni un momento—. No hay nadie más. Dime lo que quieras decirme. Luego, si lo deseas, te dejaré volver con Till. O quedarte aquí sentado. —Washen esperó medio segundo y luego añadió—: Y si no quieres contármelo, también lo aceptaré. ¿De acuerdo?

Locke suspiró y se miró las manos vacías.

Por fin, en voz baja, anunció:

—Creo que lo haré. Explicarte las cosas. Quizá.

Washen luchó por no decir nada y por ahogar la emoción que sentía. En lugar de eso, asintió.

—¿Cómo está nuestro hogar? —preguntó con voz dulce.

—Cambiado —soltó él. Se elevaron unos ojos grandes, asombrados—. No te das cuenta, madre. ¡Ha sido un siglo muy largo!

Locke no podía dejar de hablar, las palabras salían a presión.

—Para cuando llegué a casa los unionistas habían desaparecido. Conquistados. Disueltos. Había tantos simpatizantes y creyentes declarados dentro de vuestras fronteras que fue una invasión fácil. Ciudad Hazz estaba limpia y tranquila, y muy poco había cambiado. —Hizo una pausa—. Durante un tiempo —dijo. Se peinó el cabello dorado con las dos manos—. Volvimos Till y yo, y Till hizo que detonara las cargas de Diu para cerrar el hueco de arriba. Luego dio un discurso ante todos. De pie en vuestro templo principal, con la cabeza de Miocene a sus pies, les dijo a todos cómo se unirían nuestras sociedades, y cómo con la unión todos seríamos más fuertes, formaríamos parte de los planes definitivos de los constructores y pronto, muy pronto, todo quedaría explicado. —El joven tomaba bocanadas rápidas, profundas—. No reconocerías Médula. Ahora es un sitio muy extraño.

Washen resistió el impulso de preguntar: «¿y cuándo no fue extraño?»

Pero Locke adivinó sus pensamientos. Ladeó la cabeza como si fuera a reñirla y luego, con un jadeo desesperado anunció:

—Ya queda muy poco tiempo.

—¿Por qué? ¿A qué te refieres?

—No estoy seguro —le confesó Locke.

—Con exactitud, ¿qué sabes? —preguntó Washen con voz baja y cortante.

—Había calendarios. Till quería que recuperásemos la nave antes de que cambiara de rumbo. Antes de la aceleración de hoy, si era posible. —Sacudió la cabeza y bajó los ojos—. Desde que te fuiste, nuestra población se ha multiplicado por diez. Fábricas tan grandes como ciudades. Hemos estado produciendo armas y entrenando soldados, y hemos fabricado unas enormes y aburridas máquinas diseñadas para excavar hacia arriba. Y también hacía abajo.

—Hacia abajo —dijo Washen, y se acercó un poco más. Luego, emocionada y sin aliento le preguntó—: ¿Dónde encontrasteis la energía para alimentar todo esto? Locke se examinó los dedos de los pies.

—Till lo sabía —lo animó ella—. Lo de Diu, lo sabía. Y es probable que casi desde el principio. —Luego, porque podría estar equivocada por completo, añadió—: Solo así me lo explico.

Su hijo asintió apenas.

Washen no se pudo permitir el lujo de sentirse orgullosa de su astucia. En lugar de eso cayó de rodillas delante de Locke y lo obligó a mirarla a los ojos.

—Till sabía lo de los escondites secretos de Diu. ¿Verdad?

—Sí.

—¿Cómo? ¿Vio a tu padre utilizarlos?

Locke dudó, se pensó la respuesta.

—Cuando Till era pequeño, justo después de sus primeras visiones, encontró un escondite. Lo encontró, lo vigiló y, al final, Diu salió de él.

—¿Qué más sabía?

—Que Diu le estaba facilitando las visiones. Diu contaba historias sobre los constructores y los inhóspitos. Washen tuvo que preguntarlo.

—¿Por qué se lo creía Till?

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