Una de los generales rebeldes, Bendición Gable, carraspeó y cuadró los hombros.
—Señora…
—No. Cállate. —Miocene sacudió la cabeza y luego les advirtió a todos—: No me interesan las razones de nadie. Ni para esto ni para aquello. Y con franqueza, la suerte de un alma extraña no me parece demasiado fascinante. Lo que me pone enferma es saber que alguien hizo suposiciones sin plantear primero unas sencillas preguntas. Lo que me preocupa es mi propia y sencilla pregunta: «¿qué más se están olvidando de preguntar mis arrogantes e inexpertos generales, a sí mismos o a los demás?».
Till dio un paso adelante. Aquella reunión de personal le pertenecía a él. Por sólidas y obvias razones, Miocene había dado a su primero en la presidencia la dirección de la guerra. Ahora mismo ella tenía demasiadas responsabilidades propias de las que hacerse cargo. Además, aquellos acontecimientos eran demasiado grandes y demasiado confusos para implicar de forma directa a una maestra. Mejor su hijo que ella, sí. Ni un nanogramo de inseguridad reconcomía a Miocene.
—Tiene razón, señora —admitió Till. Luego demostró a sus generales cómo se hacía una reverencia mientras hablaba al suelo de mármol, gastado por tantos pies—. Es demasiado pronto para decir que se ha ganado nada, señora. La victoria llega a un coste terrible. Y por supuesto que los rémoras podrían ser solo los primeros enemigos.
—Sí. Sí. Exacto —dijo ella.
Porque aquella no era su reunión era libre de abandonarla. Una demostración de poder era el único punto de su orden del día, así que se giró de pronto y se dirigió hacia uno de los varios pasillos que llevaban a la parte posterior del enrevesado apartamento de la maestra… mientras le decía a su hijo por un canal privado, de nexo a nexo:
—Cuando termines aquí, ven a verme…
—Sí, señora —respondió con una voz llena de energía. Mientras que la del canal privado le prometía—: No tardaré mucho, madre.
Miocene pensó en echar un vistazo por encima del hombro. Pero no, no serviría de mucho. Sabía por experiencia que no vería emociones inesperadas en aquellos rostros. Haz todas las preguntas sencillas que quieras, se dijo, pero no desperdicies una energía muy valiosa cuando sabes que las respuestas, agradables o amargas, no van a querer presentarse.
El apartamento siempre había sido terreno conocido, y una persona más débil, infectada por la inseguridad, quizá hubiera evitado estas habitaciones más bien pequeñas, siempre cómodas y tan normales a propósito. Pero la nueva maestra jamás se había planteado vivir en ninguna otra parte. Si se merecía la silla de la antigua maestra, ¿por qué no entonces el hogar de aquella mujer? De hecho, después de las primeras semanas, los pasillos y los huecos, las selvas en miniatura e incluso la vieja y amplia cama, a Miocene solo la hacían sentirse cómoda.
Su cama ya tenía un ocupante.
—¿La reunión? —empezó él.
—Todo va bien —respondió ella. Pero para estar segura conectó los enlaces a los ojos y oídos de seguridad: el grito constante y los aleteos de sus generales quedaban interrumpidos por el gruñido más bajo y potente de Till. Escuchó con gesto satisfecho durante un momento—. ¿Algún progreso?
—Un poco lento —respondió Virtud—, pero sí.
Los rémoras sabían cómo dañar la nave. Parecía que el supuesto amor de Wune por aquella máquina no significaba tanto, y la atacaban con el mismo celo con el que habían luchado contra el cargo y la autoridad de Miocene. Esta consumió en un instante los últimos informes de daños y las predicciones de reparaciones, aunque uno de sus nexos no pudo proporcionarle los datos al primer intento.
—Ese problema está surgiendo otra vez —dijo con tono enérgico y airado.
—Te lo advertí —respondió él. Virtud la miró con los ojos grises y brillantes, demasiado grandes para su rostro y demasiado abiertos para ocultar nada—. Lo que te estamos haciendo…, bueno, nunca se ha hecho. No a un ser humano. Cambios tan profundos…
—«…en un periodo de tiempo blasfemo». Recuerdo lo que tú, y todos los demás, me habéis dicho. —Miocene negó con la cabeza a pesar de todo, y luego le dijo a su uniforme con tono indiferente que se fundiese por los hombros. La tela se derrumbó sobre la alfombra viva; su cuerpo ancho, profundo y precioso quedó brillando bajo el falso sol del dormitorio.
Se sentó al borde de la cama.
Virtud se acercó un poco, pero le costó un momento encontrar la fuerza necesaria para acariciarle el pecho desnudo. Por supuesto que a él no le gustaba su nuevo cuerpo, y por supuesto que a ella le daba igual. Los nexos necesitaban espacio y energía, y su cuerpo tenía que incrementarse en proporción a sus responsabilidades. Además, la timidez de Virtud tenía encanto. Incluso cierta dulzura. La maestra no pudo evitar sonreír, bajar los ojos y observar aquellos dedos pequeños que acariciaban desesperados la extensión castaña de su pezón izquierdo.
—No tenemos tiempo —le informó ella—. Mi primero en la presidencia llegará pronto.
Virtud lo agradeció, pero tuvo el aplomo suficiente para dejar que su mano se detuviera allí un momento más, que sus dedos palparan el pezón hinchado de sangre y nuevos fluidos.
Cuando desapareció la mano de su compañero, Miocene pidió al camisón que la vistiera.
—Pareces cansada. Incluso más de lo habitual, creo —señaló Virtud con cierto tono de preocupación.
—No me pidas que duerma.
—No puedo pedirme a mí mismo que duerma —fue la respuesta de él.
Miocene comenzó a sonreír otra vez, giró la cabeza y abrió la boca para pronunciar un elaborado cumplido: «ojalá fueras tan bueno con mis nexos como lo eres con mi humor».
Tenía toda la intención de decir esas palabras, pero un impulso brusco e inesperado se convirtió en un destello coherente dentro de uno de los nexos que funcionaban… y dudó después de decir solo «Ojalá…».
Virtud esperó, listo para sonreír cuando le tocara.
La mujer se concentró en algo que nadie más podía ver.
Después de una larga pausa, su amante reunió el valor para preguntar:
—¿Qué pasa?
—Nada —dijo Miocene.
Después se levantó de la cama y se miró el camisón con una expresión confusa, como si no recordara haberlo pedido.
—Nada —repitió—. Espera aquí. Espera.
Dio un paso hacia la pared posterior del dormitorio y ordenó a su uniforme que volviera a cubrir su cuerpo, y por tercera vez, con apenas la fuerza de un suspiro, le dijo que esperara cuando apareció una puerta en lo que parecía granito rojo pulido.
—Pero… —balbució él—. ¿Dónde…?
La puerta se cerró y se selló tras ella.
Que el apartamento de la maestra tuviera lugares secretos no había sido ninguna sorpresa. Como primera en la presidencia, Miocene se había dado cuenta de que la compleja distribución de habitaciones y pasillos dejaba espacios para la intimidad y lugares por los que huir. La única sorpresa fue que estos lugares secretos fueran al menos tan normales como los públicos. Estaban amueblados de manera insulsa, y con cierta frecuencia sin un propósito claro. La más grande de las habitaciones ocultas ya se había mejorado durante su ejercicio, y luego se había llenado de cabezas cortadas que se iban momificando poco a poco. Parecía el modo más adecuado de guardar a los capitanes de los que se había deshecho, crueldad y banalidad en perfecta armonía. Pero la habitación que había tras su dormitorio era mucho más pequeña, y nadie, ni Virtud, ni siquiera Till, sabían que contenía una escotilla oculta que la antigua maestra había instalado durante algún ataque reciente de paranoia. La escotilla llevaba a un coche cápsula sin registrar que se había construido in situ , listo para ese mismo instante.
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