Robert Reed - Médula

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La Gran Nave lleva viajando por el espacio más tiempo del que su tripulación es capaz de recordar. Desde que, hace algunos milenios, entró en la Vía Láctea y fue colonizado por los humanos, este colosal vehículo del tamaño de un planeta ha vagado por la galaxia transportando a billones de hombres y miles de razas alienígenas que han conseguido la inmortalidad gracias a la alteración genética.Pero los pasajeros no viajan solos: en el interior de la nave duerme un secreto tan antiguo como el propio universo. Ahora está a punto de despertar…

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Cosa que ellos hacían muy bien. Pero no a la perfección. La velocidad era vital cuando se trataba de llenar el cráter profundo de una explosión. La hiperfibra, sobre todo en sus mejores grados, era muy sensible a una multitud de variables. Y en ocasiones se cometían errores. Una capa se estropeaba antes de que pudiera curarse y ya tenía encima una o más capas, suaves como la piel e igual de flexibles. Los gases inestables liberados producían burbujas y las burbujas debilitaban el parche. Pero arrancar el trabajo más reciente y reparar el daño significaba perder tiempo y, lo que era peor, daba al universo la oportunidad de golpear la tumba del cometa con un segundo cometa, quizá más grande.

—Es mejor dejar que permanezca la tara —había dicho Wune, que hablaba de cascos y también de otros temas—. Construid a su alrededor y conservadla. Recordad: la tara de un día puede ser el tesoro de otro.

Había una espaciosa tara en la cara delantera de la nave. Unos túneles ocultos llevaban a una cámara lo bastante amplia para ocultar a todos los rémoras supervivientes; durante los últimos diez días habían trasladado allí pilas de maquinaria y armas hechas en los talleres, lo que convertía la antigua cagada de alguien en la última fortaleza disponible.

Salvo que Orleans jamás llegaría allí. Su rayador apenas era capaz de acercarse a menos de cuatro kilómetros de una burbuja más pequeña y menos segura. La había encontrado durante una visita de cumplido a uno de aquellos altos monumentos conmemorativos de color hueso; quería leer los nombres de amigos muertos siglos atrás. Al lado del monumento había un respiradero de gas congelado que llevaba al casco, a una burbuja apretada, sin luz y no especialmente profunda.

Cuando el rayador murió, Orleans gritó el consejo más obvio:

—¡Corred!

Los trajes salvavidas tenían fuerza, no velocidad. Los dominaba una lentitud de ensueño y una onírica sensación de absoluta impotencia. Recorrían una planicie lisa, gris y en general anodina. Si no fuera por el monumento se sentirían perdidos. La aguja blanca los llamaba desde la primera y torpe zancada, y todos los ojos que se elevaban podían medir el progreso que hacían. Las mentes que había tras los ojos pensaban: «más cerca». Las bocas decían: «no está lejos». Todos mentían con una impaciencia desesperada y se susurraban unos a otros: «solo unos segundos más. Pasos. Centímetros». Se olvidaban adrede del cielo.

El fuego de color lavanda de los escudos se hacía más brillante y capturaba cada vez más cantidad de gas y polvo nanoscópico. Los láseres gigantes continuaban aporreando el espacio con trabas grandes como puños, como hombres, como palacios. Y tapando las estrellas habituales había un único sol rojo y gigante, hinchado, antiguo y moribundo. Su masa tocaba ya la nave, empezaba a tirar de su trayectoria.

Un destello más brillante de luz apareció por detrás y los sobresaltó a todos. Los muchachos dijeron únicamente «rayador».

Orleans ralentizó el paso y miró hacia atrás el tiempo suficiente para ver formas que pasaban como rayos, y más estallidos de luz. Láseres y, a lo lejos, el delicioso destello sin sonido que producían las minas nucleares al detonarse.

Y luego volvió a correr. Se quedaba atrás y pensaba «tenemos tiempo», cuando sabía muy bien que no era así. Estaba cargando contra ellos un ejército de monstruos rebeldes, y si se cumplía el último horario, apenas les quedaban tres minutos antes de…

Antes.

Luego dejó de pensar y levantó los ojos y, una vez más, en silencio, con confianza, se dijo:

—Solo unos cuantos pasos más.

El monumento era demasiado alto y estaba demasiado cerca para abarcarlo con una sola mirada, pero todavía estaba demasiado lejos para que le pareciera imponente. Orleans volvió a bajar la vista. Obligó a los servos de sus piernas a desangrarse del todo con cada zancada, y utilizó sus propios músculos para alargar los pasos y porque así se sentía mejor. Maldecía con cada aliento húmedo e irregular.

—Deprisa —dijo la mujer del rostro lechoso.

Él volvió a levantar la vista y se dio cuenta de que se estaba quedando muy atrás.

—Más rápido —le dijo ella, y volvió la vista para mirarlo mientras con un brazo largo y brillante le hacía gestos torpes.

El traje de Orleans tenía muchísimos problemas. Lo supo antes de que su propia maquinaria confesara debilidad alguna; la guerra y la mala suerte habían erosionado los servos de ambas piernas, y las dos fallaron con solo tres pasos de diferencia.

—A la mierda —maldijo.

Los músculos levantaron las piernas y las volvieron a dejar caer.

El traje era pesadísimo, pero su objetivo estaba por fin cerca. Honesta, tentadoramente cerca. Orleans gruñó y dio unos cuantos pasos más, pero luego no le quedó más remedio que parar y quedarse quieto mientras sus pulmones, profundos y perfectos, aspiraban oxígeno libre arrancado de su propia y perfecta sangre y de su orina para alimentar la sangre negra. Esta necesitaba unos momentos para purgar los músculos de toxinas y devolverles algo parecido a una cierta forma física.

Su gente estaba en la base de la aguja e iban desapareciendo uno tras otro por un agujero diminuto y todavía invisible.

—Deprisa —le dijo la mujer otra vez en voz baja; se volvió y agitó los dos brazos. Su rostro apenas era visible, había miedo en su blancura.

Orleans se tambaleó y se detuvo. Y cuando volvió a coger aire, giró la cabeza y miró el terreno que había cubierto. Unos vehículos blindados saltaban y se deslizaban por la planicie grisácea. Según alguna lógica rebelde, cada uno tenía la forma de un insecto; llevaban las alas inútiles dobladas y las patas articuladas sujetaban armas. Se disparó un láser, una luz abrasadora pasó por encima de él, barrió el monumento y continuó hacia el infinito. La aguja blanca se fundió cerca de la base, se inclinó con una majestuosidad silenciosa y luego se derrumbó sin siquiera provocarle una muesca al casco.

Una segunda explosión fundió la base abierta del monumento.

¿Dónde estaban la mujer y los demás?

Orleans no los veía, ni a ellos ni nada que no fuera un charco repentino de hiperfibra fundida. Quizá estaban bajo tierra y a salvo. No hacía más que decirse que era posible, incluso probable…, y después de un rato se dio cuenta de que estaba corriendo otra vez: sus piernas intentaban alejarlo de un ejército rápido e incansable.

No podía parecer más patético.

Llegó al borde del potingue fundido, y como no había más que hacer se volvió de nuevo y se quedó mirando a sus perseguidores. Ya casi estaban sobre él. Al final, al verlo solo e indefenso, habían decidido tomarse su tiempo. Quizá fuera un prisionero valioso, se decían los monstruos. Quizá la propia monstruo jefe los recompensase por capturar a un criminal tan formidable como Orleans.

El rémora dio un largo y agotado paso hacia atrás.

La hiperfibra estaba increíblemente caliente y era profunda, llena de burbujas de gases liberados. Pero sin flujo de energía ya se estaba curando otra vez. Sería un grado aguado, muy débil, y algún día alguien tendría que arrancarlo del casco y sustituirlo entero. Y luego construir un monumento incluso mayor, claro. Pero el traje de Orleans también era de hiperfibra. Un grado excelente, aunque un tanto magullado. Podía soportar el calor. Su piel se ampollaría y herviría, sí. Pero si podía evitar que estallara la visera de diamante entonces quizá… Quizá…

Dio otro paso más atrás.

Y tropezó.

El peso de sus reactores y de los sistemas de reciclado lo ayudaron a meterse a medias bajo la superficie. El dolor fue inmenso e incesante, pero un instante después ya no sintió nada. El casco de Orleans y la cabeza eran las únicas partes que había a la vista, y el rostro sobrevivió el tiempo suficiente para que sus ojos se elevaran hasta aquel sol rojo, grande y glorioso, amortajado por los escudos y los estallidos constantes de los láseres…, y fue entonces cuando se preguntó si había llegado el momento, y si quizá debería intentar hundirse un poco más…

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