Robert Reed - Médula

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La Gran Nave lleva viajando por el espacio más tiempo del que su tripulación es capaz de recordar. Desde que, hace algunos milenios, entró en la Vía Láctea y fue colonizado por los humanos, este colosal vehículo del tamaño de un planeta ha vagado por la galaxia transportando a billones de hombres y miles de razas alienígenas que han conseguido la inmortalidad gracias a la alteración genética.Pero los pasajeros no viajan solos: en el interior de la nave duerme un secreto tan antiguo como el propio universo. Ahora está a punto de despertar…

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—¿Qué has visto? —preguntó.

—Una pasajera.

Pamir estuvo a punto de estremecerse. Luego se le ocurrió preguntar:

—¿Qué clase de pasajera?

—Compuesta de luz moldeada —confesó el tarambana—. Una holografía con el aspecto de la falsa maestra.

Un simple asentimiento fue toda la satisfacción que se permitió Pamir. Era probable que Miocene se hubiera deslizado en el interior de uno de los coches de tropas vacíos sin contarle a nadie su paradero, por si acaso sus enemigos la estuvieran esperando por el camino. El silencio satisfecho quedó interrumpido por un trueno profundo y repentino. Desde lejos los humanos y los tarambanas se llamaban los unos a los otros.

—¿Un ataque? —preguntaban—. ¿U otro impacto?

—Un impacto —gritaron varias voces entendidas.

—¿Muy grande?

—¿Muy grave?

Un orondo cometa se había estrellado no lejos de Puerto Erindi, y cuando examinó los primeros datos Pamir supo que había sido un estallido inmenso. Había batido todos los récords. Luchó contra el impulso de llamar a los rémoras, de ordenarle a Orleans, o al que quedara, que volviera a subir los escudos. Pero todavía era muy pronto.

—Seguid trabajando —les dijo a todos, incluido él mismo.

Y se quedó mirando las imágenes robadas mucho más abajo, eligió al azar una de las máquinas de acero y la vio hundirse en la boca del túnel de acceso, pasar a toda velocidad por el puesto secundario en el que se habían detenido Washen y su hijo a la espera de que les dieran permiso antes de desvanecerse en aquellas profundidades imposibles.

De repente, sin aviso alguno, uno de los líderes de equipo le susurró al oído:

—Aquí estamos listos. La válvula grande es nuestra.

Otra voz, el alarde traducido de un ingeniero tarambana, anunció:

—Aquí estamos preparados. En contra de todas las predicciones, sin que nos vieran, y antes de lo previsto.

¡Va a ocurrir!, se permitió pensar Pamir.

Su corazón respondió hinchándose y golpeando con fuerza contra la garganta, su voz a punto de quebrarse cuando le preguntó al alienígena que tenía al lado:

—¿Cómo estamos?

—Cerca —le aseguró el silbido.

El siguiente silbido fue una maldición.

—Mierda de extraño —dijo el tarambana con una rabia instintiva que se elevó antes de derrumbarse.

—¿Qué pasa? —preguntó Pamir—. No me digas que son las bombas…

—No —dijo su compañero.

Un pulgar grueso, con la uña como una lanza, le mostró uno de los vehículos que subían. Estaba frenando delante de ellos y desplegaba antenas y sólidos láseres. Soldados blindados ya desfilaban hacia el interior de sus cámaras estancas de inyección.

—Mi escáner… —gimió el tarambana.

—O bien es una patrulla rutinaria —sugirió Pamir—, o alguien notó que se estaba desviando su energía.

El alienígena gimió.

—Si he sido yo —dijo— me pego un tiro.

—Bien —dijo Pamir.

Se apartó de la escotilla de visión y de las pantallas, y salió a la pasarela que había contribuido a construir solo un siglo antes. Las personas eran unas motas que casi pasaban desapercibidas en las esquinas más oscuras. Las bombas gigantes parecían estar muy cerca, sumidas en aquella antigua penumbra, y eran de una sencillez engañosa: lustrosas bolas y huevos de hiperfibra que envolvían una maquinaria más inmensa que cualquier corazón, poseedora de una fuerza fantástica y lo bastante duradera para esperar miles de millones de años antes de dar el primer y estruendoso latido.

Era la misma estación de bombeo que los capitanes habían utilizado como refugio. Los rebeldes la habían registrado a conciencia, y con todos los trucos de cualquier capitán habían intentado asegurarla. De vez en cuando enviaban patrullas. Pero el número de soldados era limitado, y había miles de kilómetros de tuberías de combustible suplicando que las vigilaran; y había también una guerra que librar, y siempre tenían demasiada prisa para desmantelar el sofisticado camuflaje que Pamir había ayudado a instalar.

—¿Cuánto falta? —preguntó con un susurro a su equipo.

—Listos —dijeron unos cuantos.

—Pronto —prometieron otros.

Luego volvió a la escotilla y a las pantallas, y calculó cuánto faltaba para que llegaran los rebeldes a estrecharle la mano.

—Listos —dijo otra voz. Y otra.

—Con lo que tenemos ahora podemos hacerlo —comentó el tarambana.

Menos bombas de lo ideal, y no todas las válvulas bajo su control. Pero sí, podían hacerlo. Lo que él había soñado allí arriba, en el apartamento de Quee Lee, y lo que siempre le había parecido resbaladizo como un sueño… era ahora una realidad, de algún modo.

Se abrieron las dos bocas del alienígena y la que respiraba silbó.

—Debemos hacerlo ahora. Eliminar del universo a esos monstruos.

Pamir no dijo nada.

Una vez más miró por la escotilla y contempló el trozo de acero con forma de bicho alineándose para un asalto. Luego le echó un vistazo a una pantalla entrometida. Una chispa brillante marcaba el descenso de otro coche que bajaba muy rápido, sin un ápice de cautela.

—No —dijo Pamir a su aliado. Luego se dirigió a todos los equipos en un radio de mil kilómetros—. Terminad vuestros preparativos. Ahora mismo.

El alienígena lanzó un silbido agudo y furioso; el traductor fue lo bastante diplomático como para no explicar lo que se acababa de decir.

—Estamos esperando —repitió Pamir—. Esperando. —Luego, para sí, por lo bajo, murmuró—: Esta absurda trampa tiene que llenarse un poco más.

49

Se habían pasado casi cinco milenios trepando para alcanzar la libertad. Un alma fuerte logra lo que solo se puede considerar imposible construyendo una sociedad de la nada y luego llegando a su destino como justa recompensa. ¿De qué otra forma podía ver Miocene aquella épica? Y sin embargo, se encontró desandando su ascenso, realizando la desesperada y larga caída en lo que parecía un abrir y cerrar de ojos, la vibración de un corazón, demasiado rápido para sentir siquiera una mínima duda. Y todo porque una colega muerta y lo más parecido a un amiga que tenía le había enviado unas cuantas palabras y le había prometido que se reuniría con ella y le contaría una historia.

Estaba claro que alguien le gastaba una broma.

Miocene comprendió lo obvio al instante, por instinto.

Pero aun así dejó la seguridad de su puesto. Había tomado una decisión. Luego los rémoras derribaron los escudos de la nave y ella comenzó a entender la enorme trampa que podía suponer. Y sin embargo continuó hundiéndose. Capaz de gobernar la nave desde cualquier parte, escupió órdenes, directivas, estímulos feroces y amenazas descaradas para intentar asegurarse de que se aplastara la insurrección en poco tiempo. Luego llegó victoriosa a la cima del nuevo puente, salió del alamartillo vacío y se encaminó al coche que la esperaba. Entonces dudó. Se encontró mirando al otro lado, hacia la superficie gris e hinchada de Médula, aunque solo fuera por un instante.

El agente que estaba de guardia, un hombre de rostro cuadrado llamado Dorado, se acercó y levantó los ojos sonrientes hacia la maestra de la nave. Luego, con voz orgullosa le informó:

—Los envié directamente abajo, señora. Directamente abajo.

Tuvo que preguntarlo.

—¿A quién?

—A Locke y su prisionera —respondió él, y su tono era a la vez interrogativo—. ¿A quién más esperaba?

Miocene no dijo nada.

Muy poco a poco cerró los ojos, pero en su mente todavía veía las luces frías de Médula y su fría superficie de hierro. Las veía mejor con los ojos cerrados. Y lo que sintió, si acaso, fue un alivio infeccioso. Y una alegría nerviosa, infinita.

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