Robert Reed - Médula

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La Gran Nave lleva viajando por el espacio más tiempo del que su tripulación es capaz de recordar. Desde que, hace algunos milenios, entró en la Vía Láctea y fue colonizado por los humanos, este colosal vehículo del tamaño de un planeta ha vagado por la galaxia transportando a billones de hombres y miles de razas alienígenas que han conseguido la inmortalidad gracias a la alteración genética.Pero los pasajeros no viajan solos: en el interior de la nave duerme un secreto tan antiguo como el propio universo. Ahora está a punto de despertar…

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—Desde aquí, todo es trabajo nuestro —mencionó Locke con cierto orgullo.

El túnel se estrechó de repente. Los alamartillos apenas si los esquivaban en medio del vacío silencioso.

—¿Hasta qué punto es fuerte? —inquirió Washen.

—Más de lo que creerías —respondió él casi a la defensiva.

Una vez más Washen cerró los ojos y contempló la guerra. Pero los rebeldes se habían retirado o habían caído, y la mayor parte de los enlaces de los rémoras estaban muertos. No había nada que ver salvo el casco magullado de un color rojo reluciente que irradiaba el calor de los impactos y las batallas, así como el fulgor ensangrentado del sol que pasaba a su lado.

Cerró todos los nexos y mantuvo los ojos cerrados.

En voz baja Locke se identificó ante alguien.

—Necesito paso franco e inmediato a Médula —exigió—. Tengo una prisionera importantísima conmigo.

Y no por primera vez Washen se preguntó: ¿y si…?

Locke se había ofrecido a traerla allí. Solo, sin quejas, la había ayudado a encontrar modos factibles de atravesar los sistemas de seguridad, un viaje que había ido notablemente bien. Lo que la hacía preguntarse si no era una treta. ¿Y si Till le había dicho a su viejo amigo: «quiero que encuentres a tu madre de algún modo. Por los dos. Encuéntrala y tráela a casa, y utiliza los medios que desees. Con mis bendiciones»?

Era posible, sí.

Siempre.

Recordó un día diferente en que había seguido a su hijo al interior de una selva lejana. Entonces Locke obedecía las órdenes de Till. Por improbable que pareciera, ahora podía ser igual. Claro que Locke no había advertido a nadie de la rebelión inminente, ni de los planes de los rémoras para barrenar los escudos de la nave. A menos que también hubieran permitido que ocurrieran esos acontecimientos para servir a algún propósito mayor y más difícil de percibir.

Pensó en ello de nuevo, y una vez más y con una convicción forzada dejó a un lado esa posibilidad.

El alamartillo que llevaban delante estaba frenando.

Locke lo rodeó y luego se zambulló hacia el fondo, todavía invisible.

Quizás adivinó los pensamientos de su madre. O quizá fue el momento, el humor compartido.

—Nunca te lo he contado —comenzó—, ¿verdad? A uno de los favoritos de Miocene se le ocurrió una explicación para los contrafuertes.

—¿A qué favorito?

—Virtud —respondió Locke—. ¿Te lo han presentado?

—Una vez —admitió ella—. Solo un momento.

Su IA se hizo cargo de los mandos y frenó su descenso cuando pasaron al lado de miles de alamartillos vacíos, aparcados a la espera del siguiente cargamento de tropas.

—Ya sabes qué pasa con la hiperbórea —continuó su hijo—. Cómo se refuerzan las uniones domesticando pequeños flujos cuánticos.

—Nunca he llegado a comprender ese concepto —confesó ella.

Loche asintió como si la entendiera. Luego sonrió. Sonrió y se volvió hacia su madre. Su rostro jamás había estado tan triste.

—Según Virtud, estos contrapuerta son esos mismos flujos, pero despojados de la materia normal. Están desnudos, y mientras dispongan de energía son prácticamente eternos.

Si era cierto, pensó Washen, sería la base de otra tecnología fantástica.

Su mente cambió de rumbo.

—¿Qué pensó Miocene de esa hipótesis?

—Que si es verdad —dijo su hijo— sería una herramienta inmensa. Una vez que aprendiéramos a duplicarla, por supuesto.

La capitana esperó un momento y luego preguntó:

—¿Y Till?

Locke no pareció oír la pregunta.

—Virtud estaba preocupado —comentó—. Después de esbozar su especulación les dijo a todos que robar la energía del núcleo de Médula era lo mismo que robarla de los contrafuertes. Podríamos debilitar la maquinaria, y con el tiempo, si no teníamos cuidado, podríamos incluso destruir Médula y la nave.

Washen escuchaba solo en parte.

Su coche pasó por una rápida serie de puertas automáticas y frenó hasta casi detenerse; de repente, el túnel que la rodeaba se abrió y reveló la burbuja inferior de diamante, el puente, grueso e impresionante en el centro, y Médula, visible por todos lados. Creía estar preparada para la oscuridad, pero la sorprendió de todos modos. El mundo entero se había hinchado desde la última vez que estuvo allí y había caído en un atardecer más profundo. Miles de luces resplandecían en su superficie de hierro, cada una de ellas clara y visible a través de una atmósfera cálida, seca.

Médula era una ciudad inmensa, ininterrumpida.

Y a pesar de estar advertida Washen sintió una repentina tristeza.

—Till escuchó las preocupaciones de Virtud —le informó Locke—. Escuchó todas y cada una de ellas, y en todo momento parecieron interesarle. ¿Pero sabes lo que le dijo a ese hombre? ¿Lo que nos dijo a todos?

Su coche obedeció alguna orden inaudible y bajó rumbo al puente, hacia un hueco abierto. A casa.

—¿Qué dijo Till? —murmuró Washen.

—«Esos contrafuertes son demasiado fuertes para que se puedan destruir con tanta facilidad», nos dijo. «Estoy seguro». Luego nos dedicó a todos su sonrisa. Ya sabes cómo sonríe. «Son demasiado fuertes, sin más», repitió. «Sería demasiado fácil. Los constructores no trabajan así…».

48

De la boca que respiraba salió un silbido fuerte e intenso, era obvio que emocionado. —Silencio —gruñó Pamir.

Como si fuera necesario, como si alguien pudiera oírlos allí dentro.

—Aquí viene —dijo el traductor conectado al pecho del tarambana—. Veo a la falsa maestra. Un pequeño disparo y queda eliminada para siempre.

—No —dijo Pamir. Luego dijo a todos—: Esperaremos. Esperad.

Les hablaba a quinientos seres humanos, incluidos siete de los capitanes supervivientes y quizás el doble de tarambanas. Pero era una instalación gigantesca, y la mayor parte estaba muy ocupada atacando el trabajo de última hora con una preparación improvisada y una desesperación profesional. Había que encontrar e inutilizar las trampas. Había que despertar una maquinaria que no había funcionado en miles de millones de años, y hacerlo en secreto. Y las acciones de aquel equipo debían conjugarse con las de otros veinte equipos, cada uno de los cuales accionaba una nota clave, cada uno de los cuales se esforzaba por cumplir un programa que parecía más caprichoso a cada momento de preocupación que pasaba.

Una vez más el tarambana dijo:

—Le voy a disparar.

—Dispárate tú —le soltó Pamir.

Fue un insulto brutal, peligroso; el suicidio era la abominación definitiva.

Pero el alienígena conocía a Pamir desde hacía mucho tiempo y lo respetaba sin mucha alegría. Decidió tragarse el insulto sin hacer ningún comentario. En lugar de eso, un dedo enorme señaló un diminuto nudo de datos que se movía a toda prisa por la tubería de combustible, y con un silbido lento, reflexivo, le dijo al humano:

—Este es el vehículo de la falsa maestra. Lo es. Y con la confusión reinante nadie la echará de menos hasta que sea demasiado tarde. Si me permites…

—¿Que nos expongas?

Las dos bocas se cerraron con fuerza.

Pamir sacudió la cabeza, la indignación mezclada con un cansancio ardiente.

—Miocene no es ninguna imbécil. Disfraza el escáner para hacer que parezca rebelde y luego examina ese coche cuando pase. Ella no estará a bordo. Hasta cuando tiene prisa sabe muy bien lo que hay que hacer.

El alienígena se preparó. Las manos grandes y la mente tenaz enviaron una serie de nítidas instrucciones a los sensores escondidos.

Pamir se agachó para acercarse más a la escotilla de visión; observó los vehículos de acero de los rebeldes que se elevaban y caían al pasar al lado de su escondite. El coche cápsula de Miocene era una mota diminuta de hiperfibra, apenas visible a simple vista, y pasó a su lado en un instante. Esperó unos momentos más.

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