Robert Reed - Médula

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La Gran Nave lleva viajando por el espacio más tiempo del que su tripulación es capaz de recordar. Desde que, hace algunos milenios, entró en la Vía Láctea y fue colonizado por los humanos, este colosal vehículo del tamaño de un planeta ha vagado por la galaxia transportando a billones de hombres y miles de razas alienígenas que han conseguido la inmortalidad gracias a la alteración genética.Pero los pasajeros no viajan solos: en el interior de la nave duerme un secreto tan antiguo como el propio universo. Ahora está a punto de despertar…

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Una vez en marcha, Miocene se aseguró de que no había nadie buscándola. Y solo entonces volvió a examinar el mensaje que había encontrado el modo de llegar a ella por medio de uno de los canales más antiguos y secretos empleados por los capitanes.

—Lo que propongo es lo siguiente —dijo la voz, y aquel rostro tan conocido que le hablaba desde una holocabina situada en el interior de cierto puesto secundario de las profundidades de la nave.

Una cabina que resultó que ella conocía bien.

La mujer sonrió. El cabello negro, corto y suave, los rasgos brillantes y lisos como si la piel, la nariz y el resto de su ser acabaran de volver a crecer. Sonrió con una mezcla de engreimiento y rencor y le dijo a Miocene:

—Sé lo que es la Gran Nave. Y creo con toda sinceridad que tú también tienes que saberlo.

Washen.

—Reúnete conmigo —dijo la muerta—. Y ven sola.

La primera vez que vio el rostro y oyó esas palabras tan improbables, casi había murmurado en voz alta: «no pienso reunirme contigo, y desde luego no sola».

Pero Washen había anticipado su obstinación, había sacudido la cabeza con gesto de sincera desilusión y le había dicho: «sí que te reunirás conmigo. No tienes alternativa».

Miocene cerró dos de sus ojos y dejó que el de su mente se concentrara en el mensaje grabado, en aquellos ojos profundos, oscuros y despiadados.

—Reúnete conmigo en el Gran Templo —indicó Washen. «En Ciudad Hazz», dijo. «En Médula», dijo.

Y luego casi se echó a reír y miró los ojos imaginados de la maestra.

—¿Por qué tienes miedo? —preguntó—. En toda la creación, ¿dónde ibas a sentirte más segura, vieja loca zorra entre todas las zorras?

46

Una flota de viejos rayadores, líneas puras y coches cápsula actualizados huía cruzando el casco interminable, disfrazados para que se parecieran a la magullada hiperfibra que tenían debajo, los motores enmascarados y silenciados, todos los vehículos rodeados de coches falsos, holoecos diseñados para que resultaran obvios, con la esperanza de que parecieran peligrosos o débiles; proyecciones que rogaban a los rebeldes que les dispararan a ellos en lugar de atormentar a los fantasmas que podrían o no serlo.

Orleans pilotaba uno de esos fantasmas.

Una pulsación electromagnética había empujado su IA hacia la locura, así que no le había quedado alternativa. La misma pulsación había destruido su reactor principal y los había dejado pendientes de un auxiliar que le susurraba al piloto:

—Estoy enfermo. Necesito mantenimiento. No os fiéis de mí.

El rémora hizo caso omiso de las quejas. En lugar de escucharlas, volvió la vista para mirar a sus pasajeros y una señal en susurros transmitió su mínima pregunta.

—¿Cuánto falta?

—Noventa y dos —dijo un rostro blanco como la leche.

Minutos, quería decir. Noventa y dos minutos, según la última proyección. Que era demasiado tiempo. ¿Y qué podía llevar tanto tiempo? Pero no lo preguntó.

Vio una libélula rebelde que despegaba del horizonte tras ellos e intentaba atraparlos. «Demasiado tarde», susurró.

—Objetivo.

Dos bebés de la parte posterior de su rayador habían visto al enemigo y estaban apuntando hacia el centímetro más débil de la libélula. Pero su láser improvisado necesitaba demasiado tiempo para cargarse, y un estallido de luz concentrada borró la proyección holográfica, una columna de luz blanca violácea que bailó por el casco con una elegancia siniestra en busca de algo que incinerar.

—Cargado. ¡Fuego! —gritaron demasiado tarde los muchachos.

Pero Orleans había tirado del volante y había fastidiado el tiro; en donde ellos habrían estado se habían levantado ampollas de energía pura, un grito electromagnético que trepaba y aturdía todo objeto electrónico en un kilómetro a la redonda. Los trajes salvavidas se agarrotaron durante un horrible instante. Los controles del rayador obedecieron órdenes imaginadas e hicieron caso omiso de las reales. Con su voz privada, Orleans maldijo y recuperó el control después de que la gravedad tirara con brutalidad de los jugos de todos. Volvió a maldecir y compartir sus sentimientos con los demás.

—Fuego —repitió una voz.

Su arma era diminuta comparada con la de los rebeldes, pero tenía piezas de visión arrancadas de uno de los láseres principales de la nave (piezas destinadas a encontrar y golpear motas de polvo a una distancia fantástica), y el suave y estrecho rayo se elevó hacia el cielo color lavanda para luego internarse en el objetivo blindado y hacerlo hundirse en el casco, que era donde debía estar.

Hubo una pequeña aclamación.

Simple acto reflejo.

Una docena de fantasmas nuevos aparecieron a su lado, pero ninguno parecía muy convincente. Orleans se dio cuenta de inmediato y comprendió que sus proyectores estaban estropeados y empezaban a fallar a toda prisa, así que borró los fantasmas antes de que los rebeldes se dieran cuenta.

Ahora era mejor depender de camuflaje propio. Y si podía, alcanzar al resto de la flota y luego perderse entre los innumerables fantasmas y fraudes.

Cosa que pareció posible, al menos durante un rato.

La mujer que tenía detrás y que escuchaba un canal seguro, se inclinó hacia delante y le dio un empujón en el hombro. Las falsas neuronas del traje de Orleans estaban demasiado fritas para sentir poco más que una ligera presión. Pero el rémora agradeció la presión, la caricia. Orleans se inclinó hacia atrás y una vez más preguntó:

—¿Cuánto falta?

—Cuarenta —respondió ella.

Los equipos de sabotaje volvían a cumplir el horario previsto. Y en veintidós minutos estarían en el interior del búnker.

La mujer estuvo a punto de hablar otra vez, pero la interrumpió la voz quejosa del reactor del rayador:

—Estoy fallando por completo —declaró—. Aguantaré otros once minutos, lo prometo —dijo a Orleans con tono orgulloso y susceptible.

—Joder —espetó el rémora para sí—. Lo siento —dijo a los demás con un susurro—. No hay techo para nosotros. ¿Alguna idea? ¿La que sea?

Nadie se sorprendió. Lo que Orleans vio en los rostros y casi pudo saborear en el éter no fue más que una cansada desilusión que se evaporó un momento más tarde. Dos semanas de guerra habían acabado con todo. Las emociones estaban tan aplastadas y lisas como la hiperfibra nueva. Luego, porque era lo que se esperaba, los artilleros jóvenes dijeron:

—Deberíamos dar la vuelta. Girar y cargar contra esos cabrones, y matar a unos cuantos.

No iban a matar a nadie, salvo a sí mismos.

Orleans se giró en su asiento y les mostró la cara. Las intensas radiaciones le habían llenado de ampollas la piel, dejándole mutaciones y extraños cánceres que aparecían en forma de bultos y ampollas negras. Los ojos del color del ámbar le colgaban, y tenía los colmillos desalineados. Pero su boca desafiante anunció:

—Eso no es una alternativa.

Decenas de rostros cerraron un amplio y espléndido surtido de ojos, señal de profundo respeto entre los rémoras.

—Conozco un lugar —confesó—. En principio no es ningún búnker, pero tiene techo. —Luego se volvió hacia delante y murmuró mientras luchaba con el rayador para ponerlo en un rumbo nuevo —: Al menos eso espero.

Una vez más la mujer le tocó el hombro muerto.

¿Iba a decirle el tiempo que faltaba?

Pero no, solo quería acariciarlo. Y mientras masajeaba el moribundo reactor del rayador para extraerle a él y a sí mismo las últimas gotas de energía, Orleans se concentró en aquel ligero toque de la mano femenina y se regaló con una fantasía más antigua que su especie.

Los rémoras existían porque el casco necesitaba reparaciones constantes.

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