Robert Reed - Médula

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La Gran Nave lleva viajando por el espacio más tiempo del que su tripulación es capaz de recordar. Desde que, hace algunos milenios, entró en la Vía Láctea y fue colonizado por los humanos, este colosal vehículo del tamaño de un planeta ha vagado por la galaxia transportando a billones de hombres y miles de razas alienígenas que han conseguido la inmortalidad gracias a la alteración genética.Pero los pasajeros no viajan solos: en el interior de la nave duerme un secreto tan antiguo como el propio universo. Ahora está a punto de despertar…

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De repente, sin aviso previo, se evaporaron los escudos y todos y cada uno de los láseres gigantes dejaron de disparar contra los peligros inminentes.

Un instante después comenzó a caer una lluvia repentina y fiera…

47

Porque vieron un coche rebelde (una maquinita con la forma de un alacobriza), Washen y los demás se subieron al bosque de epífitas, se metieron en un refugio camuflado y desde arriba observaron el vehículo que se posaba en la orilla de grava. Porque podría haber sido cualquiera siguieron escondidos cuando saltó al exterior un hombre con la cara y la constitución de Pamir; las grandes botas patearon la gravilla y una voz dura y cansada llamó a Washen por su nombre, por encima de la corriente continua del río. Porque era Pamir, y estaba cansado, le dijo al bosque:

—Supongo que lo has pensado de nuevo y has cambiado de idea. —Negó con la cabeza—. Bien. No te culpo. Jamás me gustó esta parte de nuestro plan. —Y luego levantó la vista, de algún modo sabía con exactitud dónde debía mirar.

Washen se levantó y se puso el láser al hombro.

—¿Podías verme? —preguntó.

—Hace mucho —respondió él con un vivo sentido del misterio. Luego señaló con un gesto el coche—. Es robado. Bien limpio y vuelto a registrar, si lo hicimos todo bien.

Se levantaron Quee Lee y Perri. Y al final también Locke.

Un repentino y apagado estremecimiento cruzó el cañón. Uno de sus nexos recién implantados le dijo a Washen lo que ella ya había supuesto: un cometa había impactado contra el casco y había borrado al instante mil kilómetros cúbicos de blindaje.

—Si vas a ir —dijo Pamir—, tienes que irte ahora. Ya vamos tarde.

Quee Lee acarició el brazo de Washen.

—Quizá tenga razón —le dijo con preocupación maternal—. No deberías hacerlo.

Se dirigían de uno en uno a la orilla de grava.

—Asegúrate de que estás satisfecho con todo —ordenó Washen a su hijo—. Rápido.

Locke asintió con gesto grave y saltó al coche que flotaba.

—Necesitamos un cebo, y necesitamos que sea convincente —recordó Washen a todos—. Delicioso y de peso. ¿Qué otra cosa podemos ofrecer más que a mí misma?

No habló nadie.

—¿Qué pasa con Miocene? —preguntó.

—Recibió tu invitación hace veintitrés minutos —le informó Pamir—. Todavía no hemos visto ningún movimiento que pueda ser ella. Pero es un viaje largo y sin planear, y dado que va a temer una emboscada, no espero que venga demasiado rápido ni que siga ninguna de las rutas fáciles.

Un estremecimiento inmenso hizo retumbar todo el cuerpo de la nave.

—El más grande hasta ahora —fue la valoración de Perri.

Hacía cinco minutos que se habían bajado los escudos.

—¿Cuál es la explicación oficial? —preguntó Washen.

—Los rémoras son unos hijos de puta —dijo Pamir—. En la versión oficial están demostrando ser enemigos de la nave, y dentro de unos diez, veinte o cincuenta minutos se harán las reparaciones necesarias, se restaurarán los escudos y en menos de un día hasta el último cabrón estará muerto.

Bum, y luego un segundo y repentino bum.

—Todo está listo —gritó Locke desde dentro del coche.

Washen saltó al interior, se detuvo un momento y respiró inquieta. Estaba nerviosa, y le llevó un momento darse cuenta del porqué. No, no porque fuera el cebo. La tormenta de su corazón no tenía nada que ver con ningún peligro. En plena paz se sentiría igual. Volvía a Médula después de más de un siglo de ausencia. Volvía a casa, y eso ya era inmenso por derecho propio.

Se despidió con un gesto de Quee Lee y su marido.

Luego, la puerta de acero se cerró con un tirón y con voz apresurada, impropia, le gritó a Pamir:

—Gracias por estos días.

El sistema de seguridad rebelde era meticuloso. Impecable.

Y desde luego no estaba en absoluto preparado para una invasión de solo dos personas: una famosa capitana fallecida y su hijo, más famoso incluso que ella.

—Ha estado desaparecido —declaró un hombre uniformado que se había quedado mirando a Locke con una mezcla de asombro y confusión—. Hemos estado buscando su cuerpo, señor. Creímos que lo habían matado el primer día.

—La gente comete errores —fue el consejo de Locke.

El hombre de seguridad asintió y luego tropezó con la primera pregunta obvia. Locke la respondió antes de que se hiciera:

—Estaba en una misión. Por insistencia del propio Till. —Hablaba con autoridad e impaciencia. Daba la sensación de que nada podía ser más cierto—. Se suponía que debía recuperar a mi madre. Por cualquier medio, a cualquier coste.

El hombre parecía pequeño dentro de su uniforme oscuro. Le echó un vistazo a la prisionera de ambos.

—Debería pedir instrucciones… —dijo.

—Pídaselas a Till —fue el sano consejo de Locke.

—Ahora —balbució el hombre.

—Esperaré dentro de mi coche —le aseguró uno de los rebeldes más grandes y homenajeados—. Si le parece bien.

El otro no tuvo más alternativa que asentir.

—Sí, señor.

El puesto secundario estaba encaramado a la entrada del túnel de acceso. El tráfico fluía con rapidez en ambas direcciones. Washen vio vehículos gigantes de acero con la forma de todos los alamartillos conocidos. Los vacíos se metían en aquel buche de varios kilómetros de anchura mientras, bajo ellos, aparecían otros que se apresuraban a llevar unidades nuevas a las brechas que iban quedando en las líneas rebeldes.

La carnicería de la guerra era incesante. Y quizá peor para la nave fuera el pánico hinchado, inestable, que se daba entre pasajeros y tripulación.

Washen cerró los ojos y dejó que sus nexos absorbieran las actualizaciones. Chorros cifrados. Imágenes de los ojos y oídos de seguridad. Las avenidas y las plazas públicas se llenaban de pasajeros aterrados y furiosos. Las voces coléricas culpaban a la nueva maestra, y también a la vieja. Además de a los rebeldes. Y a los rémoras. Y a ese enemigo mayor y más aterrador: la simple estupidez. Luego contempló el polvo y los guijarros que caían a un tercio de la velocidad de la luz y destrozaban vehículos rebeldes cuando la tremenda velocidad a la que marchaban se transformaba en una luz brillante y un calor abrasador. Un ejército había cargado contra la trampa desesperada de los rémoras, y estaría muerto dentro de unos momentos. Pero llegaba un nuevo ejército para sustituir lo que se había perdido. Washen abrió los ojos y contempló los alamartillos de acero que se dirigían a la lucha. Y en medio de ese caos de mensajes codificados, órdenes y ruegos desesperados, se perdió una pequeña pregunta. Y se envió una respuesta ficticia pero totalmente creíble, metida dentro de sellos de codificación falsos.

La IA del puesto secundario examinó los sellos, y a causa de un fallo sutil y reciente en sus habilidades cognitivas proclamó:

—Es de Till. Y es auténtico.

Con un alivio palpable, casi atolondrado, el rebelde le dijo a Locke:

—Tiene que llevar a la prisionera a casa, gran señor.

—Gracias —respondió Locke.

Luego sacó el coche del punto de atraque, se hundió en el túnel tras uno de los alamartillos vacíos y aceleró hasta que los vehículos que subían se desdibujaron, convertidos en una sola línea apagada. Médula entera parecía ascender ahora, impaciente por contemplar un universo inmenso y excepcionalmente peligroso.

—Cambios —le había asegurado Locke.

Había descrito a fondo el nuevo Médula, había mostrado el gusto de un buen poeta por la tristeza y la ironía. Washen llegó con ciertas expectativas. Sabía que los dóciles unionistas habían terminado el puente de Miocene, y luego, con los recursos rebeldes, habían mejorado el puente haciendo que fuera posible que se transportaran ejércitos enteros a través de los contrafuertes medio desvanecidos. El antiguo campamento base de los capitanes había albergado a los ingenieros que habían reconstruido a toda prisa el túnel de acceso. La energía y toda la materia prima se había traído del mundo inferior. Unos láseres de potencia fantástica habían ensanchado el viejo túnel, y la propia hiperfibra de la cámara se había rescatado y vuelto a purificar para después recubrir con capas gruesas y rápidas las paredes superiores de hierro sin refinar. Después se trasladaron esos mismos láseres y se cavó un segundo túnel paralelo, apenas lo bastante ancho para instalar conductos de energía y comunicación. Lo llamaron la Espina dorsal. Unía Médula con la nave, convirtiéndolos en uno y lo mismo.

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