Robert Reed - Médula

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La Gran Nave lleva viajando por el espacio más tiempo del que su tripulación es capaz de recordar. Desde que, hace algunos milenios, entró en la Vía Láctea y fue colonizado por los humanos, este colosal vehículo del tamaño de un planeta ha vagado por la galaxia transportando a billones de hombres y miles de razas alienígenas que han conseguido la inmortalidad gracias a la alteración genética.Pero los pasajeros no viajan solos: en el interior de la nave duerme un secreto tan antiguo como el propio universo. Ahora está a punto de despertar…

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Miocene estaba mirando el suelo, el rostro tenso y sorprendido, los puños caídos a los lados y olvidados.

Un capitán arrastró los pies hacia Washen y le colocó el reloj roto en la mano extendida.

Washen le dio las gracias y esperó a que se sentara de nuevo.

—Si los constructores eran reales —dijo con voz cauta—, entonces tuvieron que existir los inhóspitos. Salvo que yo creo que los rebeldes ven las cosas al revés, en cierto modo. Los inhóspitos no llegaron desde el exterior para intentar robar la Gran Nave. Al menos no según nuestro sentido de la geometría. —Dudó un momento sin llegar a mirar a los capitanes. Luego preguntó—: ¿Para qué se iba a construir una gran máquina y luego se iba a tirar, o lanzarla lo más lejos posible? Porque la máquina tiene un propósito, concreto y terrible. Un propósito que exige aislamiento y distancia, además de la seguridad relativa que acompaña a esas ventajas.

»No puedo saberlo con seguridad, pero yo creo que la nave es una prisión.

»Bajo nosotros, bajo el hierro caliente e incluso bajo el motor de los contrafuertes, vive al menos un inhóspito. Eso creo. Los contrafuertes son sus paredes. Sus barrotes. Médula se hincha y se contrae para alimentar los contrafuertes y mantenerlos en buen estado. Los constructores supusieron que aquellos que primero subieran a la nave serían cautos y meticulosos, y que pronto encontrarían Médula. Que la encontrarían y la descifrarían. Pero los pobres constructores no supusieron, excepto quizá en sus pesadillas, que nuestra especie llegaría aquí y no se daría cuenta de nada, y que luego convertiría la prisión en una nave de pasajeros, un lugar repleto de lujo y pequeñas vidas interminables.

Washen hizo una pausa para respirar.

Durante un buen rato Miocene no dijo nada. Luego, en voz baja y furiosa preguntó:

—¿Has hablado con mis IA?

—¿Qué IA?

—Las viejas eruditas —dijo. Luego levantó los ojos hacia el techo arqueado y admitió—: Una de esas máquinas hizo una predicción parecida. Dijo que la nave es una maqueta del universo. Afirmó que se supone que la expansión refleja el periodo inflacionario del universo, después llega el espacio sin vida y más allá están los espacios vivos…

La mujer sacudió la cabeza y luego lo descartó todo con una sola palabra:

—Coincidencia.

Aasleen preguntó lo obvio:

—Si esto es una cárcel, ¿dónde están los guardias? ¿Los constructores no dejarían algo para vigilarlo todo, y cuando llegara el momento explicárnoslo? Fue Locke el que respondió.

Al lado de su madre, pero un poco más atrás, les recordó a los capitanes:

—Los guardias son maravillosos. Hasta que deciden cambiar de bando.

—El inhóspito está encarcelado —sugirió Washen—, pero creo que puede susurrar entre los barrotes. Si sabéis a lo que me refiero.

Medio centenar de capitanes murmuraron el nombre de Diu. Murmuraron el nombre de Till.

—Ambos se adentraron en las profundidades de Médula —les recordó Washen. Luego miró a su hijo y se mordió el labio inferior antes de añadir su última especulación—: El inhóspito —dijo— no es un constructor que se volviera maligno. Tiene que ser algo completamente diferente.

»Los constructores —explicó con voz atronadora— no podían reformar la entidad ni destruirla. Lo único que podían hacer era encerrarla de momento. Y ahora los constructores se han desvanecido. Han muerto. Pero lo que hay bajo nosotros sigue vivo. Sigue siendo peligroso y poderoso. Lo que me obliga a ser de la opinión de que lo que tenemos aquí, lo que nuestra estúpida ambición nos ha obligado a reclamar, es una entidad incluso más antigua que los constructores. Incluso más dura. Y después de estar encerrada durante tanto tiempo, creo que podemos suponer con cierta certeza lo que quiere… ¡y que hará lo que sea para lograr sus fines!

51

Las cámaras estancas de inyección chocaron contra la pared con un golpe seco, repentino y suave, y los explosivos nucleares personalizados perforaron la hiperfibra. El rugido quedó acallado por el lamento salvaje de las bombas. Luego vino el destello brusco de color blanco violáceo de los láseres, sin sonido alguno, y Pamir se agachó mientras gritaba al tarambana.

—¡Dispárale al coche!

Pero el cochecito frenó de repente y se escabulló por detrás de uno de los vehículos de tropas vacíos, y dejó que los láseres de la nave interceptaran la rociada de diminutos misiles nucleares mientras su cuerpo de insecto absorbía la furia de todos los láseres actualizados y microondas que podía dirigirle el tarambana. El acero se convirtió en escoria y la escoria explotó convertida en una fiera lluvia al rojo vivo. Entonces el coche volvió a acelerar y pasó por la estación de bombeo a la velocidad del rayo. Desapareció.

El tarambana no dijo nada sobre su pésima puntería.

—Mierda —gruñó Pamir y se volvió hacia su compañero, pero no encontró a nadie. Donde debería haber estado el alienígena había una nube de gas incandescente y ceniza que flotaba con una tranquilidad engañosa. La pasarela se había fundido. Un estallido fortuito proveniente de la parte inferior, o lo habrían matado a él también. Pamir giró en redondo y corrió al tubo del ascensor más cercano. Su láser intentaba localizarlo, su nexo más seguro se despertaba, sus órdenes rápidas se envolvían en el fondo de un código y se lanzaban a chorro a todos los equipos y todas las IA.

—Inundad a los hijos de puta —rugió Pamir.

Luego saltó al tubo. Un guante ascensor lo agarró y lo subió a toda prisa. Se movía demasiado rápido para que pudiera mantenerse en pie. Como si lo sometieran a una paliza salvaje, Pamir cayó de rodillas, luego sobre el vientre dolorido, y mientras yacía inmóvil sobre el suelo acolchado se le ocurrió que el lamento de las bombas había cambiado. Una pulsación profunda, poderosa, se elevó hacia él cuando el hidrógeno líquido pasó por las codiciosas bocas y adquirió una velocidad tremenda, un río rápido nacido en un instante, más inmenso que cualquier Amazonas, furioso, justo, fabuloso.

Un equipo de tarambanas había cerrado la válvula gigante.

Una columna de hidrógeno congelado y presurizado chocó contra la válvula y la enorme tubería de combustible se estremeció, tembló y aguantó.

El hidrógeno giró y el vórtice barrió medio centenar de alamartillos. Al chocar contra las paredes y la válvula, el frío hizo pedazos los cascos de aleación. Las astillas y la carnicería se fueron deteniendo a medida que el estanque se agrandaba, para después depositarse en el fondo como un sedimento fino, resignado.

En el puesto secundario, el sentido de la responsabilidad evitó el pánico. El oficial de más rango (el mismo oficial que le había permitido el paso a Washen) llamó a Till. A Miocene. Ambos estaban abajo, en alguna parte, y corrían peligro. Calculó la velocidad de la corriente, sugirió simulaciones informáticas de la inundación inminente, y con voz asustada, afligida, mencionó:

—Quizá, señor, señora, deberían cerrar el túnel. Salvar Médula.

Al principio Miocene no respondió. Till sí. Con voz tranquila, casi indiferente, les dijo a todos los que estaban bajo sus órdenes:

—El túnel sigue abierto. Ahora y siempre.

—Ahora, pero no siempre —gruñó el agente.

—Si puedes —le aconsejó Till—, sálvate tú. ¡Si no, besaré tu alma cuando renazcas!

El agente se enderezó, e incapaz de imaginar solución alguna, permaneció al lado de una ventana cercana. Apareció un alamartillo.

Era la misma nave que había atacado el baluarte enemigo, las cámaras estancas desplegadas, luego rotas en mil pedazos, el caparazón gris lanzado contra la pared contraria y luego hundido contra uno de los edificios del puesto secundario. Hubo una vibración momentánea y después un agudo estallido. Sorprendido, el agente se dio cuenta de que fuera se había formado una atmósfera, el combustible de hidrógeno se había evaporado y se había formado un viento fuerte y repentino que casi podía sentir; apoyó una mano en la ventana de diamante cuando el viento se convirtió primero en huracán, y luego en algo mucho peor.

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