Robert Reed - Médula

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La Gran Nave lleva viajando por el espacio más tiempo del que su tripulación es capaz de recordar. Desde que, hace algunos milenios, entró en la Vía Láctea y fue colonizado por los humanos, este colosal vehículo del tamaño de un planeta ha vagado por la galaxia transportando a billones de hombres y miles de razas alienígenas que han conseguido la inmortalidad gracias a la alteración genética.Pero los pasajeros no viajan solos: en el interior de la nave duerme un secreto tan antiguo como el propio universo. Ahora está a punto de despertar…

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Los capitanes susurraron entre sí y luego gimieron por lo bajo. Washen tiró de las manos y el pelo de la mujer y obligó a aquellos ojos angustiados a mirarla. Luego, con el tono más enérgico que fue capaz de lograr, dijo:

—Enséñanoslo. Lo que está pasando, con exactitud. Enséñanoslo ahora.

Miocene cerró los ojos.

Los capitanes se encontraron de pie en la cara delantera de la nave, mirando un sol rojo y senil. Parecía muy grande, y tan cercano que resultaba aterrador. Pero aún les quedaban por cruzar varios miles de millones de kilómetros. Auna tercera parte de la velocidad de la luz el viaje llevaría quince horas, y según los rigurosos planes trazados siglos antes, evitarían la cálida atmósfera de ese sol por unos cómodos cincuenta millones de kilómetros.

Con cada segundo que pasaba iba cambiando su rumbo. Iba mutando, y de una forma muy peligrosa.

—Si los motores siguen funcionando… —dijo Miocene con los ojos todavía bien cerrados.

La imagen saltó quince horas. La nave se zambulló en el ribete exterior del sol, un plasma cálido, más fino que la mayor parte de los vacíos respetables. El casco podía absorber tanto el calor como un trillón de pequeños impactos. Pero la simple fricción tenía que alterar la velocidad de la nave todavía más, y en otro abrir y cerrar de ojos los capitanes se encontraron cayendo hacia el compañero, diminuto e inmensamente denso, del moribundo sol, cuya descomunal gravedad retorcía el casco hasta que se partía en pedazos y las antiguas tripas de la nave quedaban esparcidas y convertidas en un disco de aumento caliente, cada bulto y cada partícula destinada a caer en esa gran nada negra y a dejar el universo para siempre.

—¡No, no, no! —exclamó Locke.

—¿Y el inhóspito? —preguntaron decenas de voces.

Con una voz llena de dudas, Aasleen sugirió:

—Quedaría destruido, quizá.

Pero los agujeros negros ya existían en el primer universo, creados por torbellinos y remolinos de plasmas hiperdensos. Washen se lo recordó a todos.

—Los constructores podrían haberlo hecho. Pero sabían que era lo mejor, y lo que hicieron, por la razón que fuera, fue lanzar la nave hacia donde había muy pocos agujeros negros, si es que había alguno.

Se disolvió la imagen que tenían sobre su cabeza y el templo volvió a rodearlos.

Washen echó un vistazo al techo alto y al campamento base. Luego se quedó mirando a Miocene.

—¿Estás segura de que no puedes detener los motores? —preguntó en voz baja.

—¿Qué cojones crees que estoy haciendo? —replicó Miocene llena de cólera—. Estoy intentando detenerlos en este mismo momento. ¡Pero los motores no me conocen y no puedo cortar el dominio que ejerce Till sobre ellos!

—¿Entonces por qué se dirige hacia aquí? —Silencio—. Si no hay nada que podamos hacer, ¿por qué no se acurruca Till cerca de los motores y espera?

El rostro lloroso de la mujer se calmó.

Reflexionaba.

Después de un largo momento se adueñó de ella el asombro.

—Porque no es mi hijo —balbució—. Por supuesto. No es él quien está controlando los motores.

El inhóspito, comprendió Washen. ¡Tras estar prisionero durante quince mil millones de años, claro que querrías el timón en este momento clave, perfecto!

Miocene alzó los ojos hacia el puente de diamante, la burbuja y la Espina dorsal. La Espina permitía que algo que residía en las profundidades de Médula diera órdenes como un capitán, y cuando aceptó esa imposibilidad preguntó:

—Si puedo derribar el puente, Washen, cortar la conexión con Médula, ¿crees que tú y tus aliados podríais sabotear la suficiente maquinaria a la velocidad suficiente para salvarnos?

—No lo sé —empezó a decir Washen.

Se oyó y sintió un golpe sordo y brusco, casi suave, y el suelo de acero se movió lo suficiente para hacer que todos se miraran los pies.

—¿Qué has hecho? —preguntó Locke.

Miocene se levantó con gesto majestuoso y cansado, y parpadeó unas cuantas veces los ojos enrojecidos.

—La batería que controla los terremotos —dijo—. Es un sistema antiguo y siempre ha sido mío. No podrían robármelo sin que yo sintiera los húmedos dedos del ladrón.

Un segundo temblor atravesó el templo.

Miocene sonrió ante su propia y malvada astucia, casi infinita, y anunció:

—El hierro está cansado de dormir, creo. Y no creo que tengamos tanto tiempo.

Una palabra y una mirada furiosa les proporcionaron a los capitanes todos los ascensores disponibles, y todos los coches del puente, vacíos o llenos, comenzaron a caer de inmediato hacia el templo.

—¿Sabía que la batería ha fallado?—chilló la administradora—. ¿Que la placa de la ciudad ya se ha movido cinco metros?

Miocene lo pensó un momento.

—Lo sé. Sí —dijo.

—¿Pongo al personal clave en los coches para salvarlo?

La mujer se refería a sí misma, como es natural.

—Sí —respondió Miocene, indiferente y tranquila—. Por supuesto. Pero permanezca aquí hasta que los demás puedan reunirse. ¿Comprendido?

—Sí, señora. Sí…

Subieron al coche más grande. Washen se sentó entre Miocene y Locke e inspiró profundamente antes de que el coche saltara hacia las alturas y la velocidad la estrujara hasta dejarla sin aire. Después, el puente entero se lanzó hacia un lado. Las paredes del coche arañaron el tubo. Alguien profirió un grito y Washen se dio cuenta de que era su propia voz. Había gritado. Locke estiró la mano inmensa contra la aceleración y encontró la fuerza necesaria para depositarla sobre la de su madre, mientras con voz triste y sólida le decía:

—Incluso si morimos, podríamos ganar.

—No es suficiente —respondió ella—. Para nada.

El puente corcoveó de nuevo y rodó bajo ellos. Miocene emitió un sonido, susurraba a alguien en voz baja.

Washen dejó caer la cabeza hacia un lado. Pero no, esa vieja zorra no le hablaba a ella. Estaba murmurándole a alguien que solo ella podía ver, el rostro tranquilo y sereno, y por extraño y escalofriante que fuera, feliz.

—¿Qué estás haciendo? —preguntó Washen.

Pero entonces entraron en los contrafuertes y se volvieron locos; el coche se vio empujado y pateado, y un chirrido irreal eclipsó aullidos y maldiciones. Las sacudidas retorcieron el tubo que rodeaba al coche, frenaron y casi se detuvieron por completo antes de que algún sistema auxiliar encontrara la fuerza necesaria para llevarlos hasta la cima.

Las puertas se abrieron con un siseo suave y decepcionante.

Los capitanes vomitaron bilis y se soltaron, y cuando se pusieron en pie vomitaron aire con olor a bilis. Todo el mundo salió tambaleante a la plataforma abierta de diamante, a la luz gris y tenue del campamento base casi desierto.

Había dos hombres de pie, esperando. Virtud sollozaba sin dignidad ni la menor compostura. Till, en perfecto contraste, se había quedado mirando a Miocene; su expresión se hizo aún más fría.

—No te das cuenta de lo que has hecho, madre —comentó—. En absoluto.

—Lo que estoy haciendo —respondió Miocene— es salvar la nave. Mi nave. Que es lo único que importa. ¡Mi nave!

El rostro juvenil se puso rígido.

Después se suavizó.

El puente crujió bajo ellos y tiró; la plataforma se hundió un metro entero antes de contenerse.

Washen miró abajo. Lo que a primera vista parecían nubes de lluvia eran columnas de humo que ondeaban, innumerables incendios provocados por terremotos brutales, interminables, que atravesaban la gruesa corteza y hacían pedazos la placa de hierro por cada punto débil que encontraban.

Volvió a levantar la vista. Una mano reconfortante se posó en el hombro de Virtud.

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