Robert Reed - Médula

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La Gran Nave lleva viajando por el espacio más tiempo del que su tripulación es capaz de recordar. Desde que, hace algunos milenios, entró en la Vía Láctea y fue colonizado por los humanos, este colosal vehículo del tamaño de un planeta ha vagado por la galaxia transportando a billones de hombres y miles de razas alienígenas que han conseguido la inmortalidad gracias a la alteración genética.Pero los pasajeros no viajan solos: en el interior de la nave duerme un secreto tan antiguo como el propio universo. Ahora está a punto de despertar…

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Todo el mundo quería ver ese Médula, aunque fuera desde una distancia segura. Y dado que en realidad no podían ver el mundo en sí, hablaban sobre él en voz alta y emocionada, o a gritos químicos, o con complicados toques que planteaban las preguntas obvias para las que nadie parecía tener respuestas.

¿Qué había encerrado en el centro de Médula?

¿Qué era en realidad eso que todo el mundo llamaba el inhóspito?

¿Y lo de la Gran Nave? El rumbo que seguía abandonaba la galaxia, algo más que una pequeña complicación para la mayor parte de los pasajeros. No había tantos taxis ni tantos mundos vivos entre aquel lugar y el universo intergaláctico posterior… y no parecía muy probable que ni siquiera una fracción de los que querían embarcar fuera a poder hacerlo.

Lo que dejaba a los pasajeros… ¿dónde?

En cierto sentido, atrapados. O, en un sentido diferente, dichosos para siempre. ¿Cuántas almas habían hecho jamás un viaje de este alcance? Dentro de cientos de millones de años, con suerte, la Gran Nave penetraría en el grupo Virgo… y más allá de esos puertos salvajes había más vacío, extensiones negras de tiempo y maravillas que sin duda asombrarían a todos los que pudieran soportar una espera tan larga…

¿Y los rebeldes?, se preguntaban las voces entre sí, temerosas, graves, respetuosas.

Los rumores afirmaban que todavía había miles de millones de rebeldes viviendo en Médula, cerca del antiquísimo inhóspito, mientras que otras voces, sabias y al parecer enteradas, afirmaban que los rebeldes seguían en libertad, por las avenidas bien iluminadas y al parecer pacíficas de la nave. Se habían desvanecido durante el caos y ahora estaban ocultos en los lugares más remotos y vacíos, reuniendo sus fuerzas para su siguiente y horrible ataque.

A menos, por supuesto, que estuvieran incluso más cerca.

Unas cuantas voces sugerían que quizá los rebeldes ya estaban entre ellos. Quizás había un cuadro de sacerdotes elegidos y bien entrenados que solo fingían ser pasajeros humanos acaudalados. ¿Pero cómo los ibas a reconocer? ¿De qué modo sutil, accidental, traicionarían su identidad y permitirían que un simple pasajero disfrutara del peligro y el honor de capturarlos en medio de una avenida llena de luz?

Esos dos amantes eran rebeldes. Fue la comida lo que los traicionó. Alguien observó que aquella mujer alta y guapa había pedido una fuente de una cosa monstruosa llamada alamartillo, y que cuando llegó a su mesa lo abrió con una pericia despreocupada, le sirvió una ración a su hombre y luego le besó el dorso de la mano antes de dejar que diera el primer bocado.

Alguien gritó:

—¡Rebeldes! ¡Allí!

Varios individuos de diferentes especies oyeron la traducción de la advertencia y respondieron acercándose a empujones a la mesita. Amenazaron a los comensales con brazos y patas, y con voces y ventosidades aterradas repitieron la acusación:

—¡Mirad! ¡Rebeldes!

—¡Detenedlos!

—¡Que alguien los arreste!

Los amantes no podrían haberse mostrado más tranquilos. Dejaron sin prisa los cubiertos, estiraron los brazos para salvar la mesa una última vez, entrelazaron los dedos con la misma comodidad… y después de un momento de suspense devastador decidieron dejar caer sus disfraces y se irguieron. Sus ropas turísticas volvieron a transformarse en los brillantes y preciosos uniformes que se suponía que debían llevar siempre los capitanes.

—¿Qué te parece? —preguntó la mujer a su amante.

—¿Comisteis este bicho durante cuánto tiempo? —gruñó el hombre.

—Casi cinco mil años —confesó ella.

—¿Y alguna vez supo bien?

—¿A ti qué te parece? —le preguntó ella.

Y luego se rieron y se abrazaron, y fue como si no se hubiese reunido una multitud a su alrededor. Como si solo estuvieran ellos y se encontraran completamente solos.

—Pensé que necesitaban ver esto por sí mismas —les dijo Washen—. Sentarse en la misma habitación durante una eternidad no contribuye al proceso creativo.

Las IA escribas se quedaron mirando la superficie de Médula sin decir nada.

—¿Se inspiran? ¿Encuentran ideas nuevas?

Una de las escribas habló en nombre de todas y dijo que no con tono indignado. Implícito en sus palabras había un «¡por supuesto que esto no ayuda!».

Lo cierto es que no había mucho que ver. Incendios arrolladores y energías contenidas de incontables volcanes que habían llenado la atmósfera del mundo inferior de nubes negras y opacas, hasta cubrir casi todas las longitudes de onda. Pero por muy mal que las cosas parecieran desde allí, la mayor parte de Médula no estaba ardiendo ni hirviendo. Los sensores de largo alcance y todas las simulaciones de las IA daban la misma y clara respuesta: la conflagración no había tocado las antiguas tierras rebeldes. Lo que le estaba pasando al mundo no era mucho peor que lo que habían provocado en el pasado un millón de otros desastres. De hecho, era muy probable que el ecosistema saliera revitalizado por el caos, mientras que algunos o la mayor parte de los rebeldes podían acurrucarse, lamerse las heridas y esperar a que se despejasen los cielos.

Las escribas siguieron mirando con gesto cortés las nubes negras e hirvientes.

Washen hizo un gesto. Locke salió a la plataforma de diamante, se arrodilló al lado de las escribas y en voz baja y reverencial dijo:

—Quizá yo pueda ofrecerles una idea nueva. ¿Están interesadas, máquinas?

Una tras otra, las caras de goma se volvieron hacia él. Las expresiones corteses se habían quedado congeladas mientras las rápidas mentes que había detrás hacían caso omiso de todo salvo de aquel único e inmenso problema digno de las considerables molestias que se habían tomado.

—Esta nave —dijo Locke—. ¿Y si no saben sus dimensiones reales?

Hubo una chispa momentánea de interés.

Locke se pasó la lengua por los labios y luego explicó:

—Cuando era niño tenía un juguete: una maqueta de la nave. Me cabía en la mano, así de pequeña era. Pero era demasiado joven para apreciar las dimensiones reales.

Los ojos se abrieron mucho al imaginarse aquel juguete tan antiguo.

—Mi madre intentó explicarme el tamaño de las cosas. Me habló de protones, kilómetros, segundos luz y años luz, y me aseguró que la nave era inmensa. Pero los años luz son inmensos, ¿no? Así que cuando tenía cinco o seis años creía que la nave debía de ser así de grande. Millones de años luz de anchura, pensé. Una tontería, por supuesto. Mi madre me tomaba el pelo, lo recuerdo. Ah, qué tonto era, de formas que apuesto que ustedes no lo han sido jamás.

Los ojos comenzaron a distraerse de nuevo. Pero entonces Locke preguntó:

—¿Y si…? Cuando estaban fabricando la nave… ¿y si los constructores no se detuvieron en el casco? Médula rodea al inhóspito, sea lo que sea eso, y lo que llamamos la Gran Nave rodea a Médula. Pero, ¿y si el casco no es el final de su trabajo? ¿Y si su proyecto se extiende mucho más allá y ahora, después de todo este tiempo, ha llegado al límite de lo que podemos ver, o imaginar?

Sin excepción, todas las escribas se inclinaron hacia delante.

—Ustedes están estudiando las estructuras de la nave y sus proporciones exactas, buscan algún mensaje oculto —concluyó Locke—. Pero, ¿y si el mensaje no está escrito solo en esta piedra, hierro e hiperfibra? ¿Y si la nave de los constructores es también el universo…, los trillones de estrellas y las galaxias que giran y las motas de polvo que no figuran en ningún mapa, y todo lo demás que podemos ver o suponer por toda la creación visible?

No se movió ninguna de las IA.

No emitieron sonido alguno que el oído humano fuera capaz de escuchar. Washen puso una mano en el hombro de Locke.

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