Robert Reed - Médula

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La Gran Nave lleva viajando por el espacio más tiempo del que su tripulación es capaz de recordar. Desde que, hace algunos milenios, entró en la Vía Láctea y fue colonizado por los humanos, este colosal vehículo del tamaño de un planeta ha vagado por la galaxia transportando a billones de hombres y miles de razas alienígenas que han conseguido la inmortalidad gracias a la alteración genética.Pero los pasajeros no viajan solos: en el interior de la nave duerme un secreto tan antiguo como el propio universo. Ahora está a punto de despertar…

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Washen repartió la carne ceremonial.

Saluki deseaba complacer a su líder de equipo, así que se llevó la carne a la lengua y luego se la tragó entera.

Broq protestó, pero consiguió hacer el mismo truco.

Los dos siguientes, dos hermanos nacidos en la nave y llamados Promesa y Sueño, le ofrecieron un guiño pícaro al cielo y le dieron las gracias a Washen.

El último en aceptar su parte fue Diu, y su primer mordisco fue diminuto. Pero no hizo ninguna mueca: cogió el resto del cadáver, y con los dientes blancos arrancó un trozo rico en grasa que masticó antes de tragar.

Luego, con una extraña risita les dijo a todos:

—No es tan horrible. Si dejara de arderme un poquito la boca, creo que hasta disfrutaría del sabor.

10

Semanas de trabajo incesante hicieron que la posibilidad pareciera un hecho.

Médula se había tallado a partir del corazón de la nave. O para ser más precisos, se había tallado a partir del corazón del joven Júpiter que con el tiempo se convertiría en la Gran Nave.

Fue aquello lo que les dijo a los capitanes la composición del mundo y su propio sentido común. Fueran quienes fueran los constructores, debieron de empezar arrancando el uranio, el torio y otros radionúclidos del resto del Júpiter, para luego inyectarlos en el núcleo. Con los campos de contrafuertes el mundo quedó comprimido, el hierro cada vez más compacto antes de que la pared expuesta de la cámara fuera reforzada con hiperfibra. Cómo se pudo lograr eso, nadie lo sabía. Hasta Aasleen, con todo su genio en el campo de la ingeniería, se limitó a sacudir la cabeza y decir: «que me maten si lo sé». Y sin embargo, miles de millones de años después, sin la ayuda aparente de los constructores ni de nadie más, esta inmensa máquina seguía ronroneando bastante bien.

¿Pero por qué molestarse con semejante maravilla?

La razón más obvia y popular era que la nave necesitaba ser un cuerpo rígido. La tectónica alimentada por cualquier calor interno habría derretido las cámaras y hecho pedazos todos los techos de piedra, es probable que en los primeros miles de años. ¿Por qué tomarse tantas molestias y gastar tanto para crear Médula? Si se disponía de esa clase de energía, ¿por qué no limitarse a sacar el uranio al espacio, donde se le podría dar un buen uso?

A menos que se lo utilizara allí, por supuesto.

Algunos capitanes sugirieron que Médula era el resto casi fundido de un enorme reactor de fisión.

—Salvo que hay formas más fáciles y productivas de fabricar energía — señalaron otros, sus voces más corteses que agradables.

Pero, ¿y si el mundo estuviera diseñado para almacenar energía?

Fue la sugerencia de Aasleen: al pellizcar los contrafuertes, los constructores podrían haber obligado al mundo a rotar. Con paciencia y energía, dos recursos que debían de tener en abundancia, los constructores podrían haberle dado una velocidad tremenda. Al girar dentro de un vacío mantenido intacto gracias a los contrafuertes, así como a una manta desaparecida de hiperfibra, esta inmensa bola de hierro podría haber hecho el mismo servicio que un rotor de buen tamaño.

Lentamente, muy poco a poco, esa energía se vio consumida por la nave vacía.

En algún lugar entre las galaxias, la rotación cayó y quedó en nada, y fue entonces cuando los sistemas de la nave se relajaron y entraron en hibernación.

Aasleen llegó al extremo de crear una elaborada imagen digital, tan realista como era posible. Durante los primeros tiempos del universo, los elementos pesados eran escasos. Los constructores cosecharon los radionúclidos de arriba y los enterraron allí, y a medida que Médula se iba calentando, su manta de hiperfibra comenzó a deteriorarse. A degradarse. Y a morir.

La hiperfibra era rica en carbono y oxígeno, hidrógeno y nitrógeno, cada átomo alineado de forma precisa y cada vínculo reforzado con diminutas pulsaciones cuánticas y predecibles. Bajo una tensión que superaba todos sus límites, la antigua hiperfibra se desmoronaría y los elementos recién reactivos comenzarían a bailar para celebrarlo, dando así a la vida una oportunidad bastante razonable para nacer.

—Es tan obvio… —declaró Aasleen—. Una vez que lo ves, ya no puedes creer otra cosa. Es que no se puede.

Lanzó ese reto en una sesión informativa semanal.

Cada uno de los líderes de equipo estaba sentado en la ilusión de una sala de conferencias de la maestra, todos encaramados a una silla negra de aerogel, sudando bajo el calor de Médula. La habitación que los rodeaba estaba esculpida con luces y sombras, y sentada a la cabecera de la larga mesa de madera de perla, entre unos imponentes bustos dorados de sí misma, estaba la proyección de la maestra. Parecía alerta, pero bastante silenciosa. Lo que se esperaba de estas sesiones informativas eran informes escuetos y una actitud optimista. Las grandes teorías eran una sorpresa. Pero después de que terminara Aasleen, y tras una meditabunda pausa, la maestra sonrió y le dijo a su imaginativa capitana:

—Es una posibilidad intrigante. Gracias, querida. Muchas gracias.

Luego se dirigió a los otros.

—¿Alguna consideración?

Su sonrisa provocó una oleada de ruido elogioso.

Washen dudaba que estuvieran explorando la batería muerta de alguien. Pero no era el momento adecuado para hacer una lista de los problemas que presentaban los rotores y los orígenes de la vida. Además, los bioequipos eran los siguientes en informar, y ella tenía sus propios descubrimientos que también quería compartir.

Un temblor interrumpió los cumplidos.

Se sacudió la imagen de un capitán, seguida por otras. Si se sabía quién se sentaba dónde, se podía adivinar el epicentro. Cuando Washen sintió la primera sacudida y luego las réplicas que se sucedieron, se dio cuenta de que era un gran terremoto, incluso para Médula.

Un silencio atento se apoderó de todos.

Washen fue de repente consciente del sudor que la bañaba. Un aceite dulce, volátil, de aroma azucarado, se elevó de sus poros nerviosos y luego se evaporó, dejándole la piel fresca a pesar del continuo calor.

Luego la maestra, inmune al terremoto, levantó su amplia mano y anunció con tono fluido y abrupto:

—Tenemos que hablar de vuestro programa.

¿Y los bioequipos?

—Se os echa de menos aquí arriba. Que es lo que esperáis oír, estoy segura. — La mujer se rió por un momento, sola. Luego añadió—: La ficción que hemos contado sobre la delegación no es lo bastante astuta, o lo bastante flexible, y la tripulación está empezando a sospechar.

Miocene asintió con intención.

Luego la maestra bajó la mano.

—Antes de que tenga que repeler un ataque de pánico —explicó— tengo que traeros de vuelta a casa.

Se vieron sonrisas por todas partes.

Algunos de los capitanes estaban hartos de las incomodidades; otros solo pensaban en los honores y los ascensos que los esperaban arriba.

Washen carraspeó y luego preguntó:

—¿Se refiere a todo el mundo, señora?

—De momento, sí.

No debería haberle sorprendido que la tapadera tuviera agujeros. No se podían desvanecer cientos de capitanes sin comentario alguno. Y Washen no debería haberse sentido desilusionada. Incluso durante las últimas y ocupadas semanas, se encontraba con que deseaba que la ficción fuese real. Quería estar junto con sus colegas en algún lugar lejano, visitando a unos exófobos dueños de una tecnología avanzada, intentando convencerles para que establecieran una relación útil de confianza. Ese habría sido un reto difícil y gratificante. Pero ahora, al oír que su misión había acabado, pensó de repente en cientos de proyectos que merecía la pena llevar a cabo en su pequeño lago, trabajo suficiente para un siglo entero.

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