Robert Reed - Médula

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La Gran Nave lleva viajando por el espacio más tiempo del que su tripulación es capaz de recordar. Desde que, hace algunos milenios, entró en la Vía Láctea y fue colonizado por los humanos, este colosal vehículo del tamaño de un planeta ha vagado por la galaxia transportando a billones de hombres y miles de razas alienígenas que han conseguido la inmortalidad gracias a la alteración genética.Pero los pasajeros no viajan solos: en el interior de la nave duerme un secreto tan antiguo como el propio universo. Ahora está a punto de despertar…

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—Este es un día trascendental en la trascendental historia de nuestra nave.

No, no lo es, pensó Washen.

Era una desilusión persistente que no hizo más que crecer. Seis equipos, incluyendo el de Miocene, viajaron a Médula al día siguiente, y al estudiar las cosechas de datos y las imágenes en vivo y en directo, Washen encontró justo lo que esperaba encontrar. Los capitanes eran administradores, no exploradores. Cada momento histórico era coreografiado, pura rutina. Lo que Miocene quería era que cada arbusto e insecto tuviera un nombre y que se memorizara cada trozo oxidado de suelo. No se permitía que ni una sola sorpresa tendiera una emboscada a aquellos primeros equipos, tan trabajadores y serios.

Ese segundo día fue concienzudo, y agobiante. Pero Washen no mencionó su desilusión, ni siquiera le puso nombre a sus emociones.

La costumbre era la costumbre, y ella siempre había sido una capitana ejemplar. Además, ¿qué clase de persona espera que haya heridas o errores, o algún tipo de problema? Que es lo que puede provocar lo inesperado.

Y sin embargo…

Al tercer día, cuando su propio equipo estaba listo para embarcar, Washen se obligó a parecer una capitana.

—Daremos un paseo por el hierro —dijo a los otros— y superaremos todos los objetivos. Según el programa, si no antes.

Fue un viaje rápido, y desde luego extraño. Diu viajaba al lado de Washen. Lo solicitó él, igual que había solicitado formar parte de su equipo. El coche protegido comenzó subiendo por el túnel de acceso para meterse en el garaje y adquirir un poco de impulso antes de lanzarse hacia abajo. Luego pasó como un rayo por los contrafuertes, mientras un millón de dedos eléctricos penetraban en los escudos de superfluidos y luego en sus finos cráneos y jugaban por un momento con la cordura de todos.

El coche alcanzó la atmósfera superior y frenó, las tremendas gravedades magullaron la carne e hicieron pedazos huesos menores. Los genes de emergencia se despertaron, entretejieron los análogos de proteínas y solucionaron los dolores más importantes en cuestión de momentos. El puente estaba enraizado en el costado de una colina de hierro frío y oxidado, y selva negra. A pesar del cielo cubierto y cargado, el aire era brillante y el calor era como el de un horno: cada aliento sabía a metales y a sudor nervioso. Los capitanes descargaron los suministros. Como líder del equipo, Washen dio órdenes que todo el mundo se sabía de memoria. Sacaron el coche del puente y luego lo reconfiguraron. Cargaron y probaron su nuevo vehículo; después, los autodocs sometieron a varias pruebas a los capitanes: los genes recién implantados ya empezaban a ponerse en funcionamiento y ayudaban a sus organismos a adaptarse al calor y al entorno rico en metales. Momentos más tarde Miocene, sentada en un campamento cercano, daba su bendición y Washen se elevaba para poner rumbo al lugar de estudio que le habían señalado.

El rústico paisaje estaba roto y retorcido, partido por fallas, crudas montañas e incontables respiraderos volcánicos. Los respiraderos guardaban silencio, algunos desde hacía un siglo y algunos desde hacía una década; o, en algunos casos, desde hacía unos días. Pero el terreno que los rodeaba estaba vivo, adornado por pseudoárboles que recordaban a champiñones enormes, cada uno de ellos apretado contra su vecino. Sus caras negras y barnizadas se alimentaban de la deslumbrante luz azul.

Médula era al menos tan duradera como los capitanes que volaban sobre ella. Los ritmos de crecimiento eran espectaculares, y por más motivos que la luz abundante o la fotosíntesis hipereficiente. Los primeros hallazgos apoyaban una primera hipótesis: la selva también se alimentaba a través de las raíces: las puntas eran como cinceles que se abrían camino a través de las fisuras y encontraban manantiales calientes repletos de bacterias termofílicas.

¿Pero los ecosistemas acuáticos eran igual de productivos? Esa era la pequeña pregunta de Washen, y había elegido un lago pequeño, asfixiado por los metales, para estudiarlo. Llegaron según el programa previsto, y después de darle dos vueltas al lago se posaron en una plancha de escoria negra congelada. El resto del día lo pasaron levantando el laboratorio y la vivienda, colocando trampas para especímenes y, como precaución, instalando un perímetro de defensa, tres IA paranoicas que no hacían nada salvo pensar lo peor de cada bicho y espora que pasaba.

La noche era obligatoria.

A pesar de la luz perpetua, Miocene insistió en que cada capitán durmiera cuatro horas completas y luego invirtiera otra hora en la comida y tareas rituales.

Según el programa previsto, los componentes del equipo de Washen treparon a sus seis refugios instantáneos, se quitaron los uniformes de campaña y luego yacieron despiertos, escuchando el zumbido constante de la selva y contando los segundos que faltaban hasta la hora de levantarse de nuevo.

Se sentaron a desayunar al aire libre, en un pulcro círculo, y levantaron los ojos para mirar al cielo. Un viento cambiante se había llevado las nubes y había traído un aire más caliente y seco, y más luz todavía. La remota pared de la cámara era de un color blanco plateado, lisa y lejana. El campamento base de los capitanes era una mancha oscura visible solo porque el aire estaba despejado. Con la distancia y el resplandor, el puente se había desvanecido. Si Washen tenía cuidado, casi podía creer que eran las únicas personas en el mundo. Si tenía suerte, se olvidaba de que unos sofisticados telescopios la contemplaban allí sentada, en su silla de aerogel, comiéndose las raciones previstas y ahora, con la mano derecha, rascándose el dorso de su muy húmeda oreja derecha.

Diu estaba sentado a su derecha, y cuando ella lo miró, el hombre le sonrió con tristeza, como si leyera sus pensamientos.

—Sé lo que necesitamos —anunció Washen.

—¿Qué necesitamos? —preguntó Diu.

—Una ceremonia. Un pequeño ritual antes de poder empezar. —Se levantó y se acercó al lago, no muy segura de por qué hasta que llegó. Un agua negruzca lamía las piedras medio oxidadas. Dobló las rodillas y dejó que una de sus manos se metiera bajo la superficie, sintió el calor fácil y, entre los dedos, la grasienta presencia del cieno y la vida. Le llamó la atención un grupo de arbustos de pantano con forma de cúpula, a cuyo lado había una trampa para especímenes. Y resultó que estaba llena. Washen se levantó y se secó la mano en el uniforme. Luego, con todo cuidado, desató la trampa y volvió con ella al campamento.

En Médula, los pseudoinsectos llenaban la mayor parte de los mundos animales.

En la trampa había una libélula de seis alas, azul como el feldespato y más larga que un antebrazo. Bajo la mirada de los otros capitanes, Washen sacó con suavidad a su víctima de la red, le plegó las alas y con la mano izquierda le sostuvo el cuerpo con firmeza mientras con la derecha empuñaba un láser. La cabeza se desprendió y el cuerpo pateó un poco antes de morir. Después, Washen despojó el cadáver de las alas y la cola y colocó el grueso tórax dentro de su diminuta cocina de campaña. El asado llevó unos segundos. El caparazón se abrió con un sonido sordo. Luego, la capitana agarró un trozo de la carne caliente y negruzca y con una mueca se obligó a morderla y masticarla.

Diu lanzó una ligera carcajada.

Otra capitana, Saluki, fue la primera en decir:

—Se supone que no debemos.

Un capitán de grado duodécimo llamado Broq añadió:

—Órdenes de Miocene. A menos que haya una emergencia, nos limitamos a comer las conservas.

Washen se obligó a tragar.

—Y no querréis volver a comer esto, creedme —dijo entonces con una amplia sonrisa.

No había virus nativos que coger ni toxinas que su genética reforzada no pudiera destruir u orinar. Miocene estaba interpretando el papel de madre cauta, ¿y qué daño se hacía con eso?

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