Robert Reed - Médula

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La Gran Nave lleva viajando por el espacio más tiempo del que su tripulación es capaz de recordar. Desde que, hace algunos milenios, entró en la Vía Láctea y fue colonizado por los humanos, este colosal vehículo del tamaño de un planeta ha vagado por la galaxia transportando a billones de hombres y miles de razas alienígenas que han conseguido la inmortalidad gracias a la alteración genética.Pero los pasajeros no viajan solos: en el interior de la nave duerme un secreto tan antiguo como el propio universo. Ahora está a punto de despertar…

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Como líder de la misión, le tocaba preguntarlo a Miocene.

—¿Quiere que suspendamos nuestro trabajo, señora?

La maestra colocó una mano en uno de los bustos. Para ella, la sala y su mobiliario eran reales, y los capitanes solo ilusiones.

—Los planes de las misiones siempre se pueden reescribir —les recordó—. Lo que es vital es que terminéis vuestras inspecciones de ambos hemisferios. Aseguraos de que no haya grandes sorpresas. Y me gustaría que fuerais terminando vuestros estudios más importantes. Diez días de la nave deberían ser suficientes. Más que suficientes. Luego volveréis a casa, dejaréis que los zánganos continúen con el trabajo y podremos tomarnos un tiempo para decidir el próximo paso importante.

Las sonrisas flaquearon, pero ninguna se derrumbó.

Miocene susurró «diez días» con tímido respeto.

—¿Hay algún problema?

—Señora —comenzó la maestra adjunta—, me sentiría un poco más cómoda si pudiéramos estar seguros. De que Médula no es una amenaza. Señora.

Hubo una pausa, y no solo porque la maestra estuviera a miles de kilómetros de ellos. Fue un silencio largo, desconcertante. Luego, la capitana de los capitanes miró a lo lejos, hacia la elusiva distancia y preguntó:

—¿Alguna consideración?

Sería una alteración.

Los otros maestros adjuntos estaban de acuerdo con Miocene. Para realizar ese trabajo en diez días y de forma fiable haría falta la ayuda de todos los capitanes. Eso incluía a aquellos que estaban con los equipos de apoyo. El campamento base quizá tuviera que abandonarse, o casi. Lo que quizá supusiera un riesgo aceptable. Pero aquellas palabras moderadas y conciliatorias estaban oscurecidas por manos apretadas y miradas distantes e intranquilas.

La maestra absorbió las críticas sin hacer ningún comentario.

Luego se volvió hacia la futura maestra adjunta.

—Washen —dijo. Su tono era un tanto cortante—. ¿Tienes alguna consideración que añadir, querida?

Washen dudó todo el tiempo que se atrevió.

—Quizá Médula fuera un rotor —reconoció por fin. Hizo caso omiso de todas las miradas confundidas, asintió y dijo—: Señora.

—¿Es un chiste? —respondió la maestra, su voz desprovista de alegría—. ¿No estamos discutiendo vuestro calendario?

—Pero si era un rotor —continuó Washen—, y si estos contrafuertes mágicos se debilitaron en algún momento, aunque fuera por un instante, Médula habría quedado hecho añicos. Un fallo catastrófico. La manta de hiperfibra no habría absorbido el impulso angular, se habría roto en mil pedazos, el hierro fundido habría golpeado la pared de la cámara y las ondas de choque se habrían transmitido por toda la nave. —Ofreció una serie de cálculos toscos y sencillos. Luego evitó la mirada furiosa de Aasleen para añadir—: Quizá fuera un rotor sofisticado. Pero también podría haber sido un mecanismo de autodestrucción muy eficaz. No lo sabemos, señora. No sabemos qué intención tenían los constructores. Ni siquiera podemos adivinar si tenían enemigos, reales o imaginarios. Pero si hay respuestas, no se me ocurre un lugar mejor para mirar.

El rostro de la maestra era ilegible, impenetrable. Los gigantescos ojos castaños se cerraron, y al fin, poco a poco, sacudió la cabeza con gesto dolorido.

—Desde el primer momento que pasé a bordo de este glorioso navío — proclamó— he alimentado un solo principio, y es el que me guía: los constructores, los arquitectos, fueran quienes fueran, jamás habrían puesto en peligro su maravillosa creación.

Washen deseaba tener esa misma confianza.

Luego aquella aparición de luz y sonido se puso en pie, se inclinó sobre los bustos dorados y la brillante madera de perla y dijo:

—Necesitas cambiar de responsabilidades, Washen. Tu equipo y tú os adelantareis. Ayúdanos a explorar el otro hemisferio. Si está allí, encuentra tu pista reveladora. Luego, una vez terminados vuestros estudios, todo el mundo vuelve a casa. ¿De acuerdo?

—Como desee, señora —dijo Washen.

Dijo «todo el mundo».

Entonces Washen notó la mirada furtiva de Miocene. Había algo en sus ojos entrecerrados que decía: «buen intento, querida».

Y con esa mirada vino una levísima insinuación de respeto.

11

En tres ocasiones distintas, unas bandadas de zánganos pterosauros habían dibujado mapas intensivos de aquella región. Sin embargo, cuando Washen siguió el camino de las máquinas se dio cuenta de que hasta la inspección más reciente, completada ocho días antes, era demasiado antigua para resultar útil.

Azotado por terremotos, lo que en otro tiempo había sido un paisaje plano se había levantado hacia el cielo y luego se había abierto. Torrentes de hierro fundido corrían por las laderas nuevas. Por encima del murmullo ahogado del motor, Washen oyó la voz del hierro, profunda y firme, inmensa, repleta de una cólera fantástica. Washen volaba en paralelo al temible río, y allí donde tres mapas mostraban un gran lago en forma de herradura, el hierro formaba una charca y consumía los últimos restos de agua y cieno. Columnas de vapor mugriento e hidrógeno se elevaban al cielo y luego se torcían hacia el este. Solo por hacer un experimento se metió volando en el vapor. Las palas de aire del coche ingirieron muestras que luego pasaron por filtros y cien sensores, e incluso un sencillo microscopio, y al asomarse a este Diu comenzó a reírse.

—¿Qué te parece? —dijo—. Vida.

Dentro del vapor cabalgaban esporas, huevos e insectos a medio nacer, encerrados en biocerámica dura e indiferentes a aquel calor abrasador. Dentro de la punta de una petaca con forma de aguja, demasiado pequeña para percibirla a simple vista, había suficientes algas y escarabajos con aletas para conquistar una docena de lagos nuevos.

Las catástrofes eran la fuerza que impulsaba a Médula.

Washen comprendía eso cada día, cada hora, y siempre llegaba con un principio mayor a remolque: de una forma u otra, lo que siempre había gobernado el universo había sido el desastre.

El vapor podía dispersarse de forma brusca y dar paso a la luz azul del cielo, la pared de la cámara colgada muy por encima de su cabeza y abajo, extendiéndose hasta donde a Washen le alcanzaba la vista, se encontraban los inhóspitos huesos negros de una selva.

Los gases y el fuego habían incinerado todos los árboles.

Todos los bichos que se revolvían.

La carnicería debió de ser horrenda. Y sin embargo, el incendio había ocurrido días antes, y nuevos retoños empujaban ya entre los troncos retorcidos y las nuevas grietas, miles de hojas lustrosas y negras que como sombrillas resplandecían en aquel aire demasiado caliente.

Diu dijo algo. Broq se inclinó sobre el hombro de Washen y repitió la pregunta.

—¿Deberíamos parar, y quizá echar un vistazo?

En otros cincuenta kilómetros estarían tan lejos del puente como era posible. El proverbial fin del mundo. Champán helado y algunos placeres más fuertes esperaban ese simbólico momento. Tendrían que echarle paciencia, decidió Washen, y a través de un subsistema implantado pidió al coche que encontrara un trozo de suelo nivelado y fresco donde seis capitanes pudieran disfrutar de un pequeño paseo.

El coche flotó durante un pensativo instante, después descendió y se acomodó.

El aire en el exterior era lo bastante fresco para que pudieran respirar, aunque solo fuera en pequeñas y rápidas bocanadas. Por seguir con el protocolo de la misión, todo el mundo recogió muestras del suelo quemado y de las rocas más idóneas, y luego cortaron trozos de cosas vivas y muertas. Pero sobre todo esto era una excusa para experimentar aquel paisaje duro, en otro tiempo extraño y ahora, después de semanas de trabajo, tan conocido.

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