Robert Reed - Médula

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La Gran Nave lleva viajando por el espacio más tiempo del que su tripulación es capaz de recordar. Desde que, hace algunos milenios, entró en la Vía Láctea y fue colonizado por los humanos, este colosal vehículo del tamaño de un planeta ha vagado por la galaxia transportando a billones de hombres y miles de razas alienígenas que han conseguido la inmortalidad gracias a la alteración genética.Pero los pasajeros no viajan solos: en el interior de la nave duerme un secreto tan antiguo como el propio universo. Ahora está a punto de despertar…

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—Si te enviara un reactor —explicó la maestra—, alguien podría darse cuenta.

No creo, pensó Miocene.

—Y si estableciéramos una segunda línea de comunicación, entonces duplicaríamos el riesgo que corremos de que alguien envíe u oiga algo que no debería.

Un cálculo probable, sí.

En voz baja, la maestra adjunta respondió:

—Sí, señora. Como desee.

—Como deseo.

—Un asentimiento divertido.

Luego la maestra hizo la pregunta obvia—: ¿Estás cumpliendo el calendario previsto?

—Sí.

—¿Llegarás al planeta en seis meses?

—Sí, señora. —El día anterior el puente de Aasleen estaba ya a medio camino de Médula—. Cumpliremos todas las fechas previstas, si no ocurre nada inesperado.

—Que es como tiene que ser —señaló la maestra.

Un asentimiento prudente. Luego Miocene comentó:

—Nuestra moral es excelente, señora.

—No me cabe duda. Están en unas manos excepcionales.

Miocene sintió que el cumplido le calentaba la piel y no pudo evitar asentir y esbozar la más diminuta de las sonrisas.

—¿Es eso todo, señora? —preguntó.

—De momento —dijo la líder de la nave.

—Entonces la dejaré con obligaciones más importantes —sugirió Miocene. —Lo importante ya lo he acabado —respondió la maestra—. El resto de mi día no es nada salvo rutina.

—Que tenga un buen día, señora.

—Y tú también. Y los tuyos, querida.

La imagen se disolvió seguida por un latido de luz pensativa que registraría el enlace de comunicación en busca de filtraciones y puntos débiles.

Miocene se levantó y se detuvo ante la única ventana de la habitación.

—Ábrete —la convenció.

La negrura se evaporó. La luz despiadada del día la bañó entera, azul y dura. Y ardiente. Mientras miraba toda su ciudad, pequeña y abrupta, mientras contemplaba los zánganos y los capitanes en medio de sus importantes movimientos, Miocene permitió que sus pensamientos vagaran libres. Sí, era un honor para ella estar allí, y sentía un placer interminable al poder liderar esa misión vital. Sin embargo, cuando pensaba con toda honestidad en sus ambiciones, también tenía que ser honesta con su capacidad, por no mencionar la capacidad de sus colegas. ¿Por qué la había elegido la maestra? Había otros que eran líderes más elegantes, más imaginativos y con más experiencia en trabajo de campo. Pero era obvio que la mejor candidata era ella. Y cuando se miraba de verdad, solo había una cualidad en la que Miocene sobresalía por encima de todos los demás.

La devoción.

Eones atrás, la maestra y ella habían asistido juntas a la Academia. Eran muy parecidas: estudiantes ambiciosas que absorbían juntas sus estudios, que socializaban como amigas y que de vez en cuando confesaban sus sentimientos más profundos sobre temas que no admitirían ante amantes, y que a veces no admitirían ni siquiera ante sí mismas.

Ambas jóvenes declararon:

—Quiero ser la primera en esa gran nave.

En los sueños de la maestra, era ella la que lideraba la primera misión, mientras que en los sueños de Miocene no era más que un órgano importante en el cuerpo de la misión. Una diferencia crítica, esa.

¿Por qué, se preguntó Miocene, no había acudido la maestra allí en persona?

Sí, había habido problemas. Obstáculos logísticos y pesadillas con el tema de la seguridad, desde luego. Pero con holoproyecciones y facsímiles robóticos podía regir la nave desde cualquier parte. Y por eso un alma atrevida y dinámica como la suya debía de odiar tener que estar tan lejos de allí. Quizás al final, en el último minuto, la maestra se tragaría su sentido común, se metería como pudiera en uno de los diminutos coches cápsula y acudiría en la víspera del aterrizaje en el planeta. En esencia, le robaría a Miocene su momento histórico.

Por primera vez, la maestra adjunta sintió cuánto odio le inspiraba esa perspectiva. Un pequeño estallido de ira comenzó a ejercitarse en su interior. La sensación era extraña y deliciosa, y lo que era mejor, le parecía del todo apropiada. Una cólera justificada que crecería siempre que a Miocene se le ocurriera pensar que quizá por eso estaba ella allí. La maestra sabía que podía aprovecharse todo lo que quisiera de su infinita devoción. Podía acercarse y robarle el honor, y su maestra adjunta no tendría más alternativa que sonreír y asentir, desviando el mérito y la fama que deberían pertenecerle a ella.

En voz baja, Miocene le dijo a la ventana que se extendiera.

El panel transparente se inclinó hacia fuera y se afinó como una burbuja expandida.

Miocene se inclinó hacia delante y miró por el costado de la residencia, se asomó a través de la calle diamantina a la cara negra y ardiente de aquel extraño mundo… y para sí, en voz baja y seca, dijo:

—Por favor, no venga aquí, señora. Déjeme la gloria. Solo esta vez, por favor.

Los capitanes no eran nada sin planes y rutinas.

9

La llegada al planeta se produjo nueve días y un año después de la sesión informativa de la maestra, y todos los acontecimientos históricos, pequeños y no tan pequeños, se sucedieron tal y como los capitanes habían anticipado. El lugar del aterrizaje se escogió por la madurez y aparente estabilidad de su corteza. El puente se retocó y manipuló hasta colocarlo en su posición y luego se introdujo en la atmósfera superior, los fuelles tomaron una gran bocanada de aire y el aire robado se sometió a todo tipo de pruebas imaginables. Los últimos kilómetros del puente se añadieron en un último y precipitado momento orquestado con todo cuidado. En el último instante, los sensores estudiaron la tierra que se elevaba hacia ellos y dibujaron un mapa de todos los detalles hasta un nivel microscópico. Luego se clavó de golpe en el suelo de hierro una punta de hiperfibra afilada como una cuchilla, y se precipitó hacia el suelo un coche diseñado especialmente para ello, protegido tanto por sofisticados campos como por su velocidad. El viaje a través de los corrosivos contrafuertes fue rápido y transcurrió sin incidentes, y el primer grupo aterrizó en el planeta con un alboroto mínimo.

Se corrió el rumor de que la maestra en persona iba a venir a tomar parte. Pero, como la mayor parte de los rumores, resultó no ser cierto, y después a todos les pareció una historia un poco ridícula. ¿Por qué, después de cuidar tanto las medidas de seguridad, iba a correr esa mujer un riesgo tan aborrecible?

Fue Miocene la que cargó con el privilegio.

Acompañada por un enjambre de cámaras e IA de seguridad, pisó con cuidado la superficie de Médula. Washen la contemplaba desde el campamento base y desde allí vio aquel rostro demasiado tranquilo que contemplaba el paisaje alienígena, y notó algo en aquellos ojos muy abiertos que no parpadeaban. Asombro, quizá. Una admiración sincera. Luego esa expresión, significara lo que significara, se evaporó. Con aquella boca estrecha y un forzado sentido de su propia importancia, Miocene declaró:

—Al servicio de la maestra, hemos llegado.

Los capitanes que estaban arriba gritaron y rompieron a cantar.

Aquel primer grupo tomó muestras ceremoniales del suelo y el follaje, y luego realizaron la esperada retirada al campamento base.

Se cenó tarde, y fue todo un banquete. Copas sin fondo de champán auténtico acompañaron a las carnes especiadas y las extrañas verduras, y cuando más ruidosa era la fiesta, la lejana maestra envió una cordial felicitación.

Delante de todo el mundo llamó a Miocene «vuestra valiente líder». Luego el cuerpo proyectado hizo un elegante giro, señaló con un gesto el mundo que tenían debajo y proclamó:

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