Robert Reed - Médula

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La Gran Nave lleva viajando por el espacio más tiempo del que su tripulación es capaz de recordar. Desde que, hace algunos milenios, entró en la Vía Láctea y fue colonizado por los humanos, este colosal vehículo del tamaño de un planeta ha vagado por la galaxia transportando a billones de hombres y miles de razas alienígenas que han conseguido la inmortalidad gracias a la alteración genética.Pero los pasajeros no viajan solos: en el interior de la nave duerme un secreto tan antiguo como el propio universo. Ahora está a punto de despertar…

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Washen fue de las últimas en llegar al campamento base.

Por insistencia de la maestra, fue ella la que dirigió el destacamento de limpieza que eliminó con toda meticulosidad hasta el último rastro de los capitanes del interior del hábitat de las sanguijuelas.

Era una precaución necesaria en una operación que exigía una seguridad sin fisuras, un trabajo que requería una labor dura y precisa.

Algunos de los suyos consideraron la tarea un insulto.

Frotar las letrinas y rastrear escamas de piel rebelde era un trabajo tedioso y agotador. Ciertos capitanes protestaron. —No somos bedeles, ¿o sí?

—No lo somos —asintió Washen—. Los profesionales ya habrían terminado hace una semana.

Diu pertenecía a su destacamento y, al contrario que la mayoría, el capitán novato trabajó sin quejas; era obvio que intentaba impresionar a su superior. Entraba en funcionamiento un encantador egoísmo. Washen luciría pronto las charreteras de maestra adjunta, y si Diu era capaz de impresionarla con su celo, quizá se convirtiera en su benefactora. Era muy calculador, sí. Pero la capitana pensaba que era una actitud razonable, incluso noble. Washen creía que no tenía nada de malo que un capitán hiciera sus cálculos, ya se tratara del rumbo de la nave o de la trayectoria de su importante carrera. Era una filosofía que le había mencionado con frecuencia a Pamir y que este nunca jamás aceptaría, ni siquiera en los términos más corteses.

Tardaron dos semanas y un día en terminar su misión de bedeles.

Coches estrechos de dos plazas esperaban para cubrir la larga caída al campamento base. Washen decidió que Diu viajaría con ella y que su coche sería el último en irse; Diu la recompensó con la historia de su vida, encantadora y bastante embellecida.

—Nacido en Marte y nacido rico —le confesó—. Vine a esta nave por las razones turísticas habituales. La promesa de la emoción. O de la novedad. La aventura en dosis seguras y manejables. Y por supuesto, la improbable posibilidad de que algún día, en algún lejano y exótico lugar de la Vía Láctea, llegara a convertirme de verdad en un ser humano mejor.

—Los pasajeros no se unen a la tripulación —comenzó a decir Washen.

Diu esbozó una amplia sonrisa, había algo perpetuamente juvenil en aquel rostro y en aquella expresión brillante.

—Porque es muy difícil —admitió—. Porque tenemos que empezar en el fondo del fondo. Debemos entregar nuestro estatus, ganado a duras penas o robado, e incluso si nacimos ricos, eso no nos convierte en tontos. Entendemos las cosas. El talento viene en sabores diferentes, y a nuestros talentos en concreto estas ropas no les sientan muy bien.

Allí, donde nadie los veía, se habían vuelto a poner sus uniformes espejados.

Washen asintió y rozó las charreteras de color negro violáceo.

—¿Entonces por qué lo hiciste? —preguntó—. ¿Eres tonto, acaso?

—Desde luego —canturreó él.

La mujer no pudo evitar echarse a reír.

Con el tono de una confesión, el novato le explicó:

—Interpreté el papel de pasajero acomodado durante unos cuantos miles de años. Luego me di cuenta por fin de que, a pesar de todas mis aventuras y todas mis resueltas sonrisas, estaba aburrido y siempre lo estaría.

Las ventanillas del coche se oscurecieron. La única iluminación que había dentro del pequeño vehículo procedía de un panel de control, manchas verdes de luz que aseguraban que todos los sistemas estaban funcionando bien. El verde de un bosque terráqueo, un color reconfortante para los humanos, un eco evolutivo, pensó Washen de pasada.

—Pero los capitanes nunca parecían aburridos —le dijo él—. Cabreados, sí. Y agobiados, casi siempre. Pero eso fue lo que me atrajo de vosotros. Aunque solo sea porque eso es lo que espera la gente, vuestras almas están siempre ocupadas, sin descanso y llenas de momentos transcendentes.

Diu había hecho un viaje único hacia la élite de la nave. Recitó sus puestos y su ascenso constante por la jerarquía, primero como humilde oficial, luego como capitán de baja categoría. Pero cuando estaba a punto de mostrarse tedioso, se contuvo. Dejó de hablar y sonrió hasta que ella observó su sonrisa. Luego, con voz baja y respetuosa, le preguntó a Washen por su notable vida.

Cien mil años quedaron descritos en once frases.

—Nací dentro de la nave. En mi infancia, la Costa fue mi hogar. La maestra necesitaba capitanes, así que me convertí en uno de ellos. He cumplido con todos los trabajos que hacen los capitanes y unos cuantos más. Durante los últimos cincuenta milenios me he dedicado a recibir y supervisar a nuestros invitados alienígenas. Según mi archivo laboral y mis evaluaciones, soy muy buena en mi profesión. No tengo hijos. Mis mascotas y mi apartamento son autosuficientes. Pensándolo bien, estoy cómoda en compañía de otros capitanes. No me imagino viviendo en otro lugar que no sea esta maravillosa y misteriosa nave. ¿En qué otro lugar de la creación puede una persona beber de tanta diversidad, cada día de su vida?

Diu cerró los ojos grises un momento. Y como siempre, los ojos sonrieron junto con aquella boca amplia y móvil.

—¿Siguen tus padres a bordo? —le preguntó.

—No, vendieron sus acciones una vez que la nave entró en la Vía Láctea y emigraron. —A un mundo colonial, pero eso no lo mencionó. Un lugar basto y salvaje a su llegada, pero ahora con toda probabilidad atestado de gente y tremendamente normal.

—Apuesto a que se sentirán orgullosísimos —comentó Diu.

—¿Orgullosos de qué?

—De ti —respondió él.

Durante un instante a Washen la embargó la confusión, y quizá se le notó en su rostro de ordinario sereno.

—Porque se enterarán de la noticia —continuó Diu—. Cuando la maestra le anuncie a la galaxia lo que hemos encontrado aquí abajo y hable de nuestro papel en esta gran aventura… Cuando eso ocurra, creo que todo el mundo, en todas partes, va a conocer nuestra historia.

Lo cierto es que ella no había considerado una posibilidad tan obvia.

Es decir, no hasta ese momento.

—Nuestra famosa nave tiene algo oculto en su interior —dijo Diu—. Imagina lo que pensará la gente.

Washen asintió, estaba de acuerdo… mientras una onza de su ser comenzaba a sentir el más leve y gris de los escalofríos, un heraldo repentino de lo que podría ser un temor pequeño y extraño.

7

Los recién llegados no estaban preparados para Médula.

Washen no había visto imágenes de su campamento base ni del mundo en sí. Las imágenes, como los susurros, tenían vida propia y cierto talento para extenderse más allá de lo que se pretendía. Y por eso ella no tenía nada en mente salvo los esquemas que la maestra había mostrado a todos los capitanes, y que le habían hecho sentirse como una niña inocente.

El diminuto coche en el que viajaban los dos se hizo transparente cuando aparcó en un pequeño garaje. Había hiperfibra en todas direcciones, el material gris plateado se moldeaba hasta convertirse en un marco diamantino que creaba puntos de atraque, casilleros y escaleras largas, muy largas.

El coche reclamó el primer punto de atraque disponible.

A pie recorrieron los últimos escalones de tres en tres, y así conquistaron Diu y Washen el último kilómetro. Estaban en el interior de un pasadizo recién fabricado y un poco frío. Luego terminaron las escaleras, y sin previo aviso salieron a una amplia plataforma panorámica desde donde se asomaron juntos al borde.

La burbuja de diamante yacía entre ellos y varios cientos de kilómetros de espacio animado y sin aire. Campos de fuerza giraban por el aparente vacío, creando una serie de obstinados contrafuertes. En sí mismos los contrafuertes ya eran un gran descubrimiento. ¿De dónde sacaban la energía? ¿Cómo habían cumplido su función durante tanto tiempo, sin un solo momento de interrupción? En realidad, Washen podía verlos: una luz blanca azulada y brillante parecía fluir por todas partes hasta llenar la gigantesca cámara. La luz nunca parecía vacilar. Incluso con la protección de la burbuja, el resplandor era intenso. Incesante. Los ojos civilizados necesitaban adaptarse, una tarea fisiológica que incluía las retinas y el color del cristalino, una labor inconsciente que podría llevar una hora, como mucho, pero incluso con su flexible genética Washen dudaba que una persona, dado un periodo de tiempo razonable, pudiera llegar a sentirse cómoda con aquel día interminable.

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