Robert Reed - Médula

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La Gran Nave lleva viajando por el espacio más tiempo del que su tripulación es capaz de recordar. Desde que, hace algunos milenios, entró en la Vía Láctea y fue colonizado por los humanos, este colosal vehículo del tamaño de un planeta ha vagado por la galaxia transportando a billones de hombres y miles de razas alienígenas que han conseguido la inmortalidad gracias a la alteración genética.Pero los pasajeros no viajan solos: en el interior de la nave duerme un secreto tan antiguo como el propio universo. Ahora está a punto de despertar…

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Mientras consideraba estos importantes asuntos, habló Diu. Palabras optimistas salían sin cesar de su incansable boca.

—Esto es fantástico —exclamó mirando a través del suelo de diamante de la plataforma—. Es un honor inmenso. Estoy encantado con que la maestra, en su inmensa sabiduría, me haya incluido en este proyecto.

La maestra adjunta asintió pero guardó un llamativo silencio.

—Ahora que estoy aquí —lloriqueó Diu—, ya casi puedo verlo. El propósito de este lugar y de la nave entera.

Con una mirada serena, Washen intentó decirle a su compañero que se callara.

Pero Miocene ya había ladeado la cabeza para mirar a su colega de grado undécimo.

—A mí, por lo menos, me encantaría oír todas tus ideas, querido.

Diu enarcó sus oscuras cejas.

Y un instante después, con un tono entre divertido y desolado, comentó:

—Tendrá que disculparme, pero creo que no, señora. —Luego se miró las manos y habló con el criterio frío de un capitán—. Una vez dicho, el pensamiento útil ya le pertenece a otra alma por lo menos.

8

Incluso dentro de su alojamiento, con las ventanas oscurecidas y todas las lámparas dormidas, Miocene alcanzaba a sentir la luz exterior. En su mente podía ver el color azul y duro incluso cuando tenía los ojos bien cerrados, y podía sentir el resplandor que se colaba por las grietas más diminutas y luego le perforaba la carne, sin más ansia que la de molestar sus viejos huesos.

¿ Cuándo había sido la última vez que había dormido bien? No recordaba lo que era la noche, cosa que no hacía más que empeorar las cosas. La presión de esta misión, en este entorno concreto, estaba haciendo estragos en sus nervios y su confianza, y estaba partiendo en dos la apariencia que con tanto esmero se había fabricado.

Despierta y sabiendo que no debería estarlo, la maestra adjunta se quedó mirando la oscuridad, imaginando un techo diferente y un yo también diferente. Cuando era poco más que un bebé, sus padres (personas de medios modestísimos) le regalaron un juguete inesperado y maravilloso. Era una miniatura en aerogel y diamante de la sonda del espacio profundo que acababa de descubrir a la Gran Nave. Por insistencia de la niña suspendieron el juguete sobre su cama. Parecía una tela de araña azulada que de algún modo había atrapado media docena de espejos diminutos y redondos. En el centro había una caja del tamaño de un puño. Dentro de la caja había una sencilla IA que conservaba los recuerdos y la personalidad de su histórico predecesor. Por la noche, mientras la niña yacía bajo las mantas, la IA hablaba con una voz profunda y paciente y describía los mundos lejanos que había trazado, y cómo su valiente trayectoria había terminado por sacarla de la Vía Láctea. Los espejos falsos proyectaban imágenes que mostraban miles de mundos, luego el vacío negro y frío y, por fin, el primer fulgor apagado de la nave. El fulgor resplandecía y se hinchaba hasta convertirse en la cara magullada y antigua, y luego Miocene se encontraba más allá de la nave, volviendo la cara para contemplar los motores descomunales que habían contribuido a lanzar aquella maravilla hacia ella. Porque habían lanzado la Gran Nave hacia ella, lo sabía. A esa edad, y siempre.

Llegada la mañana, el juguete siempre la saludaba con palabras de envidia.

—Ojalá tuviera piernas y pudiera caminar —afirmaba—. Y desearía tanto tener tu mente y tu libertad, y también solo la mitad de tu glorioso futuro…

Adoraba aquel juguete. A veces le parecía su mejor amiga y su aliada más leal.

—No te hacen falta piernas —le decía Miocene—. Allá donde vaya, te llevaré conmigo.

—La gente se reiría —le advirtió su amiga.

Incluso cuando era niña, Miocene odiaba ser el chiste de nadie.

—Te conozco —decía su juguete riéndose de su necedad—. Cuando llegue el momento, me dejarás. Y antes de lo que crees.

—No lo haré —explotaba ella—. Nunca.

Como es natural se equivocaba. Apenas veinte años después, Miocene tenía el cuerpo de una persona adulta y también los comienzos de un intelecto adulto, y a pesar de tenerlo casi todo en contra, había conseguido una beca completa para estudiar en la Academia de Minería espacial. Su ilustre carrera había comenzado en serio, y por supuesto que dejó atrás sus juguetes. Hoy, su antigua amiga estaría en algún almacén, o perdida, o con toda probabilidad sus padres (personas poco amigas de sentimentalismos) se habrían limitado a tirarla. Y aun así…

Había momentos en los que yacía despierta, sola o no, y miraba al techo y veía a su amiga colgada de nuevo sobre ella, y escuchaba su voz profunda y heroica susurrándole solo a ella, contándole lo que era navegar sola entre las estrellas.

Una voz sin cuerpo dijo: «Miocene».

Estaba despierta, alerta. No se había dormido, estaba segura. Pero la cama la levantó hasta sentarla y se encendió una lámpara, y solo entonces notó el paso del tiempo. Noventa y cinco minutos de sueño ininterrumpido, afirmaba su reloj interno.

De nuevo oyó: «Miocene».

La maestra capitana estaba sentada al otro lado de la habitación. O, más bien, lo que se sentaba en una silla hipotética era una sencilla proyección de la maestra con un aspecto gigantesco, aunque solo estaba compuesta por fotones adiestrados, y la voz conocida le decía a su subordinada favorita y más leal:

—Tienes buen aspecto.

Lo que significaba justo lo contrario.

La maestra adjunta reunió todo el aplomo que tenía a su disposición y luego, con una reverencia pequeña y perfecta, respondió: —Gracias, señora. Como siempre.

Se produjo un leve silencio que pasó a la velocidad de la luz. —No hay de qué.

Aquella mujer tenía un sentido del humor extraño, quijotesco, que era por lo que Miocene jamás había intentado cultivar uno propio. La maestra no necesitaba una amiga que le riera las gracias sino una ayudanta seria, llena de sentido común y devoción.

—Tu petición de equipo adicional…

—¿Sí, señora?

—Rechazada. —La maestra sonrió y luego se encogió de hombros—. No necesitas tanto tener más recursos. Y, con franqueza, algunos de tus colegas están haciendo preguntas.

—Me lo imagino —respondió Miocene. Luego, con una segunda reverencia menos pronunciada, añadió—: El equipo que tenemos es adecuado. Podemos alcanzar nuestro objetivo. Pero como he señalado en mi informe, una segunda línea de comunicación y un nuevo reactor de campo nos proporcionarían una flexibilidad añadida.

—¿Qué recurso no te ayudaría? —preguntó la maestra.

Luego se echó a reír.

Una eternidad de práctica impidió que Miocene mostrara la menor incomodidad.

—Están haciendo preguntas —repitió la maestra.

La maestra adjunta sabía cómo debía reaccionar, es decir, no debía decir nada.

—Tus colegas no se creen nuestra tapadera, me temo. —Aquel rostro redondo sonrió, y la piel dorada absorbió la luz de la lámpara y resplandeció—. Y me he tomado tantas molestias… Un taxi repleto de combustible. Facsímiles robóticos vuestros subiendo a bordo. Luego el trascendental lanzamiento. Pero todo el mundo sabe lo fácil que es mentir, lo que hace que sea difícil convencer a nadie de nada.

Una vez más, Miocene no dijo nada.

Su tapadera era una ficción sencilla: una delegación de capitanes había abandonado la nave rumbo a un mundo dueño de avanzada tecnología. Debían reunirse con una especie de exófobos, y los humanos intentarían convencerlos para que aceptasen su amistad o al menos para que comerciasen con sus lucrativas habilidades. Este tipo de misiones ya se había dado en el pasado, y casi siempre estaban envueltas en el misterio. Y por eso los otros capitanes (los menos cualificados que se habían quedado atrás) deberían saber ya que no había que andar chismorreando por ahí.

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