Promesa y Sueño estaban examinando un amplio tocón blanco.
—Amianto —observó Promesa mientras frotaba con los dedos la polvorienta corteza—. Sacado del suelo o del aire, o quizá solo recién hecho. Luego extendido alrededor de las raíces, ¿veis? Como una manta.
—El tronco y las ramas eran con toda probabilidad ricos en lípidos —añadió su hermano—. Una vela viva, prácticamente.
—Quería arder.
—Encantada de arder.
—Nacida para arder.
—Por amor.
Luego se echaron a reír para sí, disfrutando de su pequeña canción.
Washen no preguntó qué significaban las palabras. Esas cancioncillas eran antiguas e impenetrables; ni siquiera los hermanos parecían muy seguros de dónde procedían.
Arrodillada al lado de Sueño, Washen vio decenas de brotes planos que surgían del tronco destrozado. En Médula, bendecido con tanta energía y tan poca paz, la vegetación no almacenaba energía en forma de azúcares. Grasas, aceites y potentes ceras muy comprimidas eran la norma. Algunas especies habían reinventado las pilas y acumulaban energías eléctricas dentro de sus intrincados tejidos. ¿Cuánto tiempo le habría llevado a la casualidad y el capricho realizar este elaborado trabajo? ¿Cinco mil millones de años? Como mínimo, supuso. No había ningún fósil al que preguntarle, pero las mediciones genéticas mostraban una diversidad fantástica que implicaba un comienzo realmente antiguo. Estaban en un jardín que podía tener, quizá, diez o quince mil millones de años. Cálculo último este que bordeaba lo absurdo.
Fuera cual fuera la verdad, irse de Médula era una equivocación.
Washen no podía dejar de pensar así, en secreto.
—Siento curiosidad —dijo a los hermanos—. A juzgar por sus genes, ¿qué dos especies son las más distintas?
Promesa y Sueño se pusieron serios y desenvolvieron sus profundas y eficaces memorias. Pero antes de que cualquiera de ellos pudiera ofrecer una conjetura, hubo una fuerte sacudida seguida por una serie de profundos estremecimientos, y Washen se encontró arrojada sin ceremonias sobre los cuartos traseros.
Tuvo que reírse por un momento.
Después, cerca de allí, dos grandes masas de hierro se arrastraron una hacia la otra y unos chillidos desgarradores rompieron el aire. Parecían monstruos envueltos en alguna horrenda pelea.
Cuando pasó el terremoto, Washen se levantó, se colocó el uniforme con aire informal y luego anunció:
—Hora de irse.
Pero la mayor parte de su equipo ya estaba dirigiéndose al coche. Solo Diu esperó, la miró y no llegó a sonreír.
—Mala suerte —dijo.
Washen sabía a lo que se refería y asintió.
—Lo es.
Su mapa de ocho días era un fósil, y tampoco es que fuera un fósil especialmente útil.
Washen dejó la pantalla en blanco y se puso a volar por instinto. En otros diez minutos, quizá menos, llegarían a su destino. Ningún otro equipo viajaría hasta tan lejos. La capitana extrajo una pequeña y sólida satisfacción de ese pensamiento y empezó a girar, lista para pedirle al que más cerca estuviera que comprobara cómo estaba el champán.
Abrió la boca, pero una voz distorsionada, casi inaudible, la interrumpió:
—¡Informen… todos los equipos!
—¿Quién es esa? —preguntó Broq.
Miocene. Pero sus palabras salían forzadas por una especie de penetrante quejido electrónico.
—¿Qué ve… veis? —exclamó la maestra adjunta. Y luego otra vez—: ¡Equipos… informen!
Washen intentó conectar con algo más que un enlace radiofónico y fracasó. Una docena de líderes de equipo parloteaba en un coro desigual.
Zale se jactó:
—Aquí vamos según el programa.
Kyzkee observó:
—Una rara interferencia en la comunicación… Aparte de eso, sistemas comprobados…
Luego, con más curiosidad que preocupación, Aasleen inquirió:
—¿Por qué, señora? ¿Ve algo que ande mal?
Se produjo un largo y tintineante zumbido.
Washen conectó sus nexos con la serie de sensores del coche y se encontró con que Diu ya estaba allí.
—Mierda —dijo el hombre con voz tensa y controlada.
—Qué… —exclamó Washen.
Luego un rugido estridente barrió todas las voces, cada pensamiento. Y el día resplandeció y volvió a resplandecer, gruesas cintas de destellos cruzaron el cielo y luego se giraron, moviéndose con determinación líquida, dirigiéndose directamente hacia ellos.
Desde el otro lado del mundo les llegó una voz distorsionada:
—El puente… está… ¿lo veis… dónde?
El coche dio un tumbo como si le entrara el pánico, perdió propulsión y luego impulso, después altitud: fallaban todas y cada una de sus IA. Washen desplegó los controles manuales y siglos de ejercicios rutinarios la obligaron a concentrarse. Ya no existía nada salvo la nave que tropezaba, sus reflejos espesos como el jarabe y una amplia extensión de tierra agrietada y bosque quemado.
El siguiente aluvión de relámpagos fue de un color blanco violáceo, y más brillante. No se veía nada salvo su resplandor, salvaje e hirviente.
Washen volaba a ciegas, volaba de memoria.
Su coche estaba diseñado para soportar maltratos heroicos. Pero todos los sistemas se habían desactivado, y la hiperfibra debió de degradarse de algún modo: cuando chocó contra el suelo de hierro, el casco se retorció hasta que cedieron los puntos más débiles y se hicieron añicos. Los campos represores sujetaron los cuerpos indefensos. Luego, sus perfectos mecanismos fallaron y ya nada salvo los cinturones acolchados y las bolsas de gas sujetaron a los capitanes en sus asientos. La carne sufrió tirones que la rasgaron y luego la trituraron. Los huesos quedaron hechos pedazos y arrancados de sus articulaciones, atravesaron los órganos suaves y rosados y luego volvieron a chocar entre sí. Después, los asientos se desprendieron del suelo y tropezaron con violentas sacudidas a lo largo de varias hectáreas de hierro y tocones cocidos.
Washen no perdió la conciencia en ningún momento.
Atontada y curiosa, contempló cómo se rompían y volvían a romper sus piernas y sus brazos; mil magulladuras se extendieron en un único tapiz de color violeta, todas las costillas quedaron aplastadas y convertidas en polvo, y su espina dorsal reforzada se partió hasta que se quedó sin sensación de dolor y sin un solo átomo de movilidad. Echada de espaldas, todavía atada a su asiento retorcido, no podía mover la cabeza aplastada y sus palabras eran lentas y aguadas, tenía la boca llena de babas, repleta de dientes y sangre de color vivo.
—Abandonen… —murmuró— la nave.
Se echó a reír. Débil, desesperadamente.
Una sensación gris le recorrió el cuerpo entero.
Los genes de emergencia ya estaban despiertos y habían encontrado su hogar en ruinas. Protegieron de inmediato el cerebro e inundaron lo que estaba vivo de oxígeno y antiinflamatorios, además de una manta de reconfortantes narcóticos. Recuerdos probados y agradables burbujearon en su conciencia. Durante un momento, Washen volvió a ser una niña que cabalgaba a lomos de su ballena doméstica. Luego, los genes curativos comenzaron a reconstruir órganos y la espina dorsal, tras desmontar la carne para conseguir materia prima y energía. El cuerpo de la capitana se vio consumido por la fiebre, y sudaba aceites perfumados y sangre muerta y negra.
A los pocos minutos, Washen sintió que su cuerpo se reducía.
Una hora después del accidente la atravesó entera un dolor apabullante. Era una agonía favorable, casi reconfortante. Se retorció y gimoteó, luego lloró; con unas manos débiles y reconstruidas se liberó del destrozado asiento. Después, sobre unas piernas descuidadas y desiguales, se obligó a adoptar una postura ladeada.
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