—¿No podéis arreglarlos? —preguntó Promesa.
—Ni siquiera estamos seguros de cómo se estropearon —replicó Miocene.
Los demás asintieron y esperaron.
Ella les ofreció una sonrisa distraída.
—Pero estamos sobreviviendo —admitió—. Refugios de madera. Algunas herramientas de hierro. Relojes de péndulo. Electricidad gracias al vapor cuando nos molestamos. Y suficiente equipo casero, como los telescopios, para permitirnos hacer algunos experimentos científicos de lo más infantil.
La pista giró un poco.
Habían cortado y obligado a retirarse al monte bajo, dejando que los árboles maduros de la selva ofrecieran una sombra valiosísima. El nuevo campamento se extendía por todas partes. Como todo lo construido por unos capitanes resueltos, la comunidad era metódica. Todas las casas eran cuadradas y fuertes, construidas con los troncos grises del mismo tipo de árbol, que las hachas de hierro habían igualado y cuyas muescas se habían rellenado con un cemento rojizo. Los senderos estaban alineados con troncos más pequeños, y alguien le había dado un nombre a cada sendero: Central, Principal, Posterior Izquierdo, Posterior Derecho, Dorado. Y todos los capitanes estaban de uniforme, sonriendo, de pie y juntos en metódicas filas, intentando ocultar el cansancio de sus ojos y sus voces bruscas.
Más de doscientos capitanes gritaron «¡hola!».
Un coro experto gritó «¡bienvenidos a casa!».
Washen olió el sudor dulce y un surtido de unos perfumes caseros. Luego vino una ráfaga de viento que le trajo el aroma suntuoso y bien conocido de la carne de insecto asándose sobre una hoguera baja.
Se estaba preparando un festín en su honor.
Y por fin habló:
—¿Cómo sabíais que veníamos?
—Alguien observó las huellas de vuestras botas —le informó Miocene—. Ahí arriba, al lado del puente.
—Las vi yo —dijo Aasleen. Se adelantó, contenta de llevarse el mérito—. Las conté, las medí. Sabía que erais vosotros y volví a casa a informar.
—Hay una ruta más rápida que la que encontrasteis vosotros —los amonestó Miocene.
—¿Se tarda menos de tres años? —bromeó Diu.
Surgió una carcajada avergonzada que luego decayó. Luego Aasleen quiso decírselo.
—Han sido casi cuatro.
Tenía un rostro inteligente y rápido, la piel negra como el hierro forjado, y entre sus iguales ella parecía la única alma feliz, esta mujer que en otro tiempo había sido ingeniero y que poco a poco se había convertido en capitán, y que ahora tenía la responsabilidad de volver a inventar todo aquello que la humanidad había logrado jamás. Debía empezar de cero con recursos mínimos… y no podía parecer más satisfecha.
—No teníais relojes —les advirtió—. Vivíais de acuerdo con lo que sentíais, y los humanos, cuando se quedan sin indicadores, caen en una rutina de días de treinta o treinta y dos horas.
Cosa que no era una sorpresa para nadie, por supuesto.
Y sin embargo Saluki exclamó:
—Cuatro años… —Se dirigió a la mancha de luz más brillante y se asomó a un hueco del follaje; quizá intentaba ver el campamento base abandonado—. ¡Cuatro largos años!
Ojalá se hubiera quedado al menos un capitán en el campamento base. Podría haber pedido ayuda, o al menos podría haber hecho la larga escalada hasta el tanque de combustible y el hábitat de las sanguijuelas, y de allí al alojamiento de la maestra. Suponiendo, por supuesto, que allí arriba hubiera alguien al que encontrar…
Washen pensó lo peor y retrocedió. Y por fin, con el tono más medido posible, se obligó a preguntar:
—¿Quién no está aquí?
Miocene recitó una docena de nombres.
Once de ellos habían sido amigos y compañeros de Washen. El último nombre era Hazz, maestro adjunto y colega de Miocene durante todo aquel viaje.
—Fue el último en morir —explicó ella—. Hace dos meses se abrió una fisura, y el hierro fundido lo atrapó.
Cayó el silencio sobre la pequeña aldea.
—Lo vi morir —admitió Miocene, los ojos distantes y húmedos. Y furiosos—. Ahora tengo un objetivo —advirtió la maestra adjunta. Habló con una voz triste, llena de odio—: quiero los medios para volver al mundo de arriba. Luego iré a ver a la maestra en persona y le preguntaré por qué nos envió aquí. ¿Fue para explorar este lugar? ¿O fue solo la mejor forma, la más horrible, de deshacerse de nosotros?
La amargura le sirvió de mucho a aquella mujer.
Miocene despreciaba su destino, y con una rabia mordaz le echaba la culpa a aquellos actos inadmisibles que la habían abandonado en ese mundo tan horrible. Cada desastre, y hubo muchos, contribuyó a alimentar sus emociones y fieras energías. Cada muerte era una tragedia que borraba un océano de vida y experiencia. Y cada uno de los escasos éxitos era un paso minúsculo para enderezar lo que con toda claridad era un enorme error.
La maestra adjunta dormía pocas veces, y cuando sus ojos se cerraban descendía a unas pesadillas vividas y confusas que terminaban por despertarla y luego permanecían allí, quedaban en su mente como si fueran una sofisticada toxina neurológica.
Su constitución inmortal la mantuvo con vida.
Los humanos ancestrales habrían perecido allí. El agotamiento, el estallido de vasos sanguíneos o incluso la locura habrían sido el resultado natural de tan pocas horas de sueño y tanta ira sin diluir. Pero ninguna encarnación natural de la humanidad podría haber vivido ni un solo día en ese entorno, subsistiendo a base de alimentos tan duros e ingiriendo todo tipo de metales pesados con cada bocanada de aire, con cada sorbo y cada mordisco. Una vez que quedó claro que la maestra no iba a meter su gordo cadáver por el túnel para rescatarlos, también fue evidente que si Miocene quería escapar, llevaría su tiempo. Un inmenso periodo de tiempo. Y persistencia. Y genio. Y suerte, como es natural. Además de la constitución inmortal de todos los demás, eso también.
La muerte de Hazz había subrayado todas aquellas lecciones difíciles que tenían que aprender. Dos años después, seguía sin poder evitar verlo. Aquel hombre sociable había nacido en la Tierra y le encantaba hablar de valentía, y al final no fue otra cosa que valiente. Miocene había contemplado impotente cómo un río de hierro cubierto de escoria lo atrapaba en una pequeña isla de metal antiguo. Hazz se había erguido allí y había mirado la corriente lenta y fiera, respirando a pesar de tener los pulmones carbonizados, fingiendo una especie de mueca sonriente que parecía, como todo lo demás en aquel horrendo lugar, tan inútil.
Se desesperaron por salvarlo.
Aasleen y su equipo de almas ingenieras como ella comenzaron tres puentes diferentes, y cada uno de ellos se fundió antes de que los pudieran terminar. Y al mismo tiempo el río de hierro se hizo más profundo y más rápido, provocando que la isla se encogiera hasta convertirse en un bulto en el que el condenado conseguía guardar el equilibrio utilizando un pie hasta que estaba demasiado quemado, y luego el otro.
Al final era como una garza real.
Luego la corriente se hinchó y la fina capa de escoria se abrió de golpe: una lengua ardiente de hierro disolvió las botas de Hazz, luego le quemó los dos pies y le incendió la carne. Pero los motores de su metabolismo encontraron formas de mantenerlo con vida. Envuelto en llamas, consiguió incluso permanecer inmóvil durante un largo rato, la mueca sonriente se iba haciendo cada vez más brillante y más triste, y también más cansada. Luego, bajo la mirada de todos y cada uno de los capitanes, dijo algo, pero las palabras eran demasiado débiles para resultar audibles y Miocene chilló «¡no!», lo bastante alto al parecer para que Hazz oyera su voz, porque de repente, con las piernas hirviendo, hizo un heroico intento de vadear la escoria y el metal fundido.
Читать дальше