Robert Reed - Médula

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La Gran Nave lleva viajando por el espacio más tiempo del que su tripulación es capaz de recordar. Desde que, hace algunos milenios, entró en la Vía Láctea y fue colonizado por los humanos, este colosal vehículo del tamaño de un planeta ha vagado por la galaxia transportando a billones de hombres y miles de razas alienígenas que han conseguido la inmortalidad gracias a la alteración genética.Pero los pasajeros no viajan solos: en el interior de la nave duerme un secreto tan antiguo como el propio universo. Ahora está a punto de despertar…

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Y había ligeros cambios en la temperatura del agua y en su química que hacía que las comunidades acuáticas tuvieran ataques de pánico o bien se relajaran. Cuáles eran esos cambios, nadie lo sabía con seguridad. Harían falta instrumentos delicados y más años de experiencia para leer aquellas señales con la misma facilidad que parecía tener el bicho negro más simple.

Todo lo que se dijo se recogió con sumo cuidado. Había un capitán de baja categoría sentado al otro extremo de la mesa que tomaba abundantes notas en las enormes alas decoloradas de moscas cobrizas.

Una vez terminado, le tocó a Miocene invitar a los demás a que hicieran preguntas.

—¿Qué tal nuestros árboles de la virtud? —preguntó Aasleen—. ¿Se están portando bien?

—Como si fueran a vivir para siempre —respondió Washen—. Están todavía al principio de su ciclo de crecimiento, lo que no significa nada. Las erupciones pueden ocurrir en cualquier momento. Pero están invirtiendo su energía en fabricar madera y grasa, no globos de oro. Y dado que sus raíces son profundas y muy sensibles, saben lo que para nosotros es imposible saber. Puedo garantizar que podemos permanecer aquí durante otros dos o tres, o quizá incluso cuatro días enteros. Una vez más las tristes carcajadas.

La confianza de Washen era contagiosa, y útil. Perderla habría sido un pequeño desastre. Y sin embargo, años antes la maestra había enviado a esta perspicaz mujer al otro lado de Médula y había hecho todo lo que sin querer había podido para deshacerse de ella.

Miocene asintió y luego levantó una mano.

En voz baja, casi demasiado baja para que la oyeran, dijo:

—Ciclos.

Los capitanes más cercanos se giraron y la miraron.

—Gracias, Washen. —La maestra adjunta miró más allá de su subordinada y se estremeció. Sin previo aviso sintió su propia erupción privada. Los pensamientos, fractales como cualquier terremoto, la hicieron temblar. Solo por un brevísimo momento fue feliz.

—¿Cómo ha dicho, señora? —preguntó Diu.

De nuevo, esta vez más alto, Miocene dijo:

—Ciclos.

Todo el mundo parpadeó y esperó.

Luego la maestra adjunta se volvió hacia el líder del equipo geológico.

—¿Qué tal la tectónica de Médula? —preguntó con una alegría apenas disimulada—. ¿Es más activa, o menos?

El líder se llamaba Twist. Era maestro adjunto, segundo en la presidencia y, si acaso, incluso más formal que Miocene. Twist asintió con gesto circunspecto y anunció:

—Nuestras fallas locales son más activas. No tenemos nada más que sismógrafos rudimentarios, por supuesto. Pero los terremotos son el doble de activos que cuando llegamos a Médula.

—¿Y en todo el mundo?

—La verdad, señora…, en este momento no tengo forma exhaustiva ni aceptable de abordar esa cuestión.

—¿Qué pasa, señora? —preguntó Diu.

La verdad es que no estaba segura, en absoluto.

Pero Miocene miró cada uno de aquellos rostros y se preguntó qué había en el suyo que estaba causando tanta confusión y preocupación.

—Es posible que esto sea prematuro. Precipitado —dijo en voz baja y a modo de disculpa—. Quizá incluso una locura. —Tragó saliva y asintió, más para ella que para los demás—. Hay otro ciclo en marcha. Un ciclo mucho más grande y mucho más importante.

Se escuchó el zumbido lejano de un alamartillo solitario, luego silencio.

—La tarea que me he encomendado —continuó Miocene— es mantener vigilado nuestro antiguo campamento base. Es una tarea vana, con franqueza, y por eso no pido la ayuda de nadie. El campamento sigue estando vacío. Y hasta que podamos encontrar los medios, creo que continuará abandonado.

Unos cuantos de los capitanes asintieron con gesto afable. Uno o dos tomaron un sorbo de su acre té.

—Solo tenemos un pequeño telescopio y un trípode rudimentario —Miocene estaba desenvolviendo un ala de mosca cobriza. Sus largas manos temblaban un poco mientras les decía a todos—: Dejo el telescopio colocado en el risco este, en suelo plano, dentro de una cuenca protectora, y para lo único que lo uso es para observar el campamento. Cinco veces al día, sin excepción.

—Sí, señora —dijo alguien.

Con paciencia, pero no demasiada.

Miocene se puso en pie y extendió las alas rojizas cubiertas de números y pequeñas y pulcras palabras.

—Cuando vivíamos bajo el campamento, pocas veces ajustábamos los telescopios. En general solo después de un temblor o algún viento fuerte. Pero ahora que nos hemos trasladado aquí, a cincuenta y tres kilómetros al este de nuestra posición original… Bueno, tengo que deciros que… en estas últimas semanas he tenido que ajustar dos veces la alineación de mi telescopio. Y lo he vuelto a hacer esta misma mañana. Y siempre tengo que bajarlo un poco hacia el horizonte.

Silencio.

Miocene levantó la vista de los números sin mirar a nadie.

—¿Cómo puede ser eso? —se preguntó.

En voz baja y tono respetuoso, Aasleen sugirió:

—Los temblores están desalineando el telescopio. Como usted dijo.

—No —respondió la maestra adjunta—. El suelo es plano. Siempre ha sido plano. He comprobado el error exacto.

Era un crecimiento constante; lo vio en los esmerados números.

Miocene leyó sus datos sin alzar la voz. Cuando se sintió completamente segura de comprender la respuesta, preguntó:

—¿Qué significa eso?

—Médula ha comenzado a rotar otra vez —sugirió alguien. La hipótesis del rotor, otra vez.

—Podrían ser los contrafuertes —ofreció Aasleen—. Con una fracción de sus aparentes energías podrían actuar sobre el hierro, haciendo que tanto él como nosotros nos movamos unos cuantos kilómetros…

Unos cuantos kilómetros. Sí.

Una de las largas manos de Miocene se alzó y silenció a los demás.

—Quizá —dijo con una ligera sonrisa—. Pero todavía hay otra opción. Una opción que involucra a los contrafuertes, pero de un modo un tanto diferente.

No habló nadie, ni siquiera hubo parpadeos.

—Imaginad que el Incidente, fuera lo que fuera… Imaginad que formaba parte de un ciclo más grandioso. Y después de que ocurriera, los contrafuertes que tenemos bajo los pies comenzaron a debilitarse. A soltar Médula, aunque solo sea un poco.

—El planeta se expande —dijo Washen.

—Por supuesto —pregonó Aasleen—. El interior de hierro está sometido a unas presiones fantásticas, y si quitaras la tapa, aunque solo fuera un poco… Quizá de forma inconsciente, media docena de capitanes hincharon las mejillas.

Miocene esbozó una amplia sonrisa, solo por un momento. Aquella extrañísima idea se había apoderado de ella poco a poco, y en la emoción del momento se armó de todos sus viejos instintos y dijo a todo el mundo:

—Esto es prematuro. Vamos a tener que hacer mediciones y muchos estudios diferentes, e incluso entonces no estaremos seguros de nada. No durante mucho tiempo.

Washen echó un vistazo al techo; quizá se imaginaba el lejano campamento base.

Diu, aquel encantador capitán de baja categoría, lanzó una ligera carcajada. Era feliz. Luego cogió la mano de su amante y se la apretó hasta que ella se dio cuenta y le devolvió la sonrisa.

—Si los contrafuertes que tenemos debajo se están debilitando —señaló Aasleen—, entonces quizá los que hay en el cielo también se estén atenuando.

—Podemos hacer pruebas para saberlo —dijo Twist—. Con toda facilidad.

Allí no había nada fácil, estuvo a punto de advertirles Miocene.

Pero en lugar de desanimar a nadie, recogió las alas de mosca cobriza y sus valiosos números y con la más sencilla trigonometría intercaló un pequeño cálculo rudimentario. Solo en la parte más oscura y posterior de su mente oyó a Washen y a los ingenieros entretejiendo nuevas hipótesis. Si la expansión era real, quizá ofreciera pistas sobre cómo funcionaban los contrafuertes. Pistas sobre qué los impulsaba y por qué. Aasleen sugirió que un ciclo de expansión y compresión era el medio más obvio para que Médula drenara el exceso de calor procedente de la descomposición nuclear o de otras fuentes. Podría explicar incluso cómo repostaban los brillantes contrafuertes que tenían por encima. Toda aquella hipótesis improvisada sonaba de lo más razonable. Y quizá incluso era un poquito verdad. Pero esa verdad carecía de importancia. Todo lo que importaba eran las pequeñas y áridas respuestas que aparecían bajo el punzón de Miocene.

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