Shedemei los condujo junto al niño comatoso.
—Ahora está durmiendo —dijo—. Los huesos se han soldado, salvo la lesión múltiple del húmero izquierdo; se lo he vuelto a entablillar. No hay lesiones cerebrales, aunque tal vez no recuerde lo sucedido… lo cual sería de desear; así no tendrá pesadillas.
—¿No hay lesiones cerebrales? —preguntó Didul, incrédulo—. ¿Has visto lo que le han hecho? Tenía el cráneo abierto, ¿no lo has visto?
—A pesar de eso —dijo Shedemei.
—¿Qué le has hecho? —preguntó Luet—. Enséñamelo. Con el rostro sombrío, Shedemei meneó la cabeza.
—No he hecho nada que tú no puedas hacer. No puedo enseñártelo porque no puedo darte las herramientas que necesitarías. Tendrás que conformarte con esto. No me preguntes más.
—¿Quién eres? —preguntó Didul. Y entonces se le ocurrió una respuesta—. Shedemei, ¿eres tú la verdadera hija del Guardián de la que hablaba Binaro?
Ella se sonrojó. Didul no la había creído capaz de una reacción tan humana.
—No —dijo Shedemei, y se echó a reír—. ¡Claro que no! Soy extraña, lo sé, pero no soy la que dices.
—Pero conoces al Guardián, ¿verdad? —preguntó Luet—. Sabes cosas que nosotros ignoramos.
—Os dije que vine aquí en busca del Guardián —dijo Shedemei—. Vine aquí precisamente porque vosotros tenéis sueños verdaderos, y yo no. ¿Está claro? ¿Me creeréis? Hay cosas que sé, en efecto, y que no puedo enseñaros porque no estáis preparados para comprenderlas. Pero en cuanto a las cosas que más importan, las conocéis mejor que yo.
—No me digas que curar las lesiones cerebrales de ese niño no tiene importancia —dijo Didul.
—Es importante para él. Para ti, para mí. Para su familia. ¿Pero importará dentro de diez millones de años, Didul?
—Entonces nada importará —rió Didul.
—El Guardián importará —dijo Shedemei—. El Guardián y sus obras importarán. Dentro de diez millones de años, Didul, ¿el Guardián estará nuevamente solo en la Tierra, como estuvo durante tantos años? ¿O cuidará una Tierra poblada de gente feliz y pacífica que realiza las obras del Guardián? Imagina lo que podría hacer esa buena gente. Cavadores, humanos, ángeles, todos juntos. Y tal vez también otros, llegados de otros planetas de exilio… todos juntos, construyendo naves estelares y llevando la palabra de paz del Guardián a un sinfín de mundos. Eso se proponía la gente que fundó Armonía. Pero trataron de forzarlo, trataron de obligar a las personas a no destruirse unas a otras, idiotizando a la gente cada vez que… —De pronto pareció comprender que había hablado demasiado—. No importa. ¿Qué os importa a vosotros el antiguo planeta?
Luet y Didul la miraron en silencio y Shedemei, como para disimular su embarazo, se dedicó a recoger los medicamentos que no había usado y a guardarlos en su saco. Luego salió apresuradamente, diciendo que necesitaba aire.
—¿Sabes lo que estaba pensando, Luet? —dijo Didul.
—Te preguntabas si ella no sería la verdadera Shedemei. La Shedemei a quien reza Voozhum. Tal vez sus plegarias nos han traído a la Insepulta.
Didul la miró estupefacto.
—¿Hablas en serio?
—¿Eso estabas pensando?
—¿Crees que estoy loco? Estaba pensando… ella es como serás tú dentro de veinte años. Sabia, fuerte-y capaz, enseñando a todos, ayudando a todos, amando a todos, pero un poco avergonzada cuando aflora la profundidad de su pasión. Pensaba que tú podrías convertirte en ella, con una única diferencia. Tú no estarás sola, Luet. Juro que dentro de veinte años no estarás sola como Shedemei. En eso estaba pensando.
Y ahora que estaban solos en la escuela salvo por un niño dormido y dos jóvenes ángeles que los miraban fascinados, Didul la besó como debió haberla besado hacía tiempo. Y el beso con que ella le respondió no tenía nada de infantil.
Era un gran salto pasar de ayudar secretamente en la Casa de Rasaro a administrarla. El mes que había pasado aprendiendo medicina con Shedemei no la había preparado para dirigir una escuela. Edhadeya sabía desde el principio que «dirigir» la escuela significaba encargarse de los detalles de los cuales nadie más se haría responsable. Comprobar que las puertas estuvieran cerradas. Comprar provisiones que nadie se había encargado de reemplazar cuando se agotaron. Naturalmente, no necesitaba explicar a las demás maestras cómo hacer su trabajo.
Ella no enseñaba. Iba de clase en clase, aprendiendo lo que podía de cada maestra, no sólo sobre las materias que dictaban, sino sobre sus métodos. Pronto aprendió que sus preceptores, aunque poseían grandes conocimientos, no sabían nada sobre cómo enseñar a los niños. Si ella se hubiera puesto a enseñar, lo habría hecho tal como le habían enseñado a ella. Ahora veía las cosas de otra manera, lo cual redundaba en beneficio de los alumnos que tuviera en el futuro.
Había un deber que cumplía ella y nadie más. Atendía la puerta. Si los No Guardados intentaban algo en aquella escuela, la primera víctima sería la hija del rey. ¡Entonces se vería si la guardia civil hacía la vista gorda! Varias veces abrió la puerta y se encontró con numerosos extraños que presentaban excusas poco convincentes para explicar su presencia allí; una vez vio a otros reunidos en las cercanías. Era evidente que aguardaban una oportunidad: una de las otras maestras, tal vez, o mejor aún, una niña cavadora a la que golpear, humillar o aterrar. Pero les habían prevenido sobre Edhadeya, y al cabo de un tiempo desistieron.
Un día Edhadeya atendió la puerta y se encontró con un hombre mayor cuyo rostro le resultaba conocido. Sin embargo no sabía quién era, y él tampoco sabía quién era ella.
—He venido a ver a la directora de la escuela —dijo.
—En este momento yo soy la directora suplente. Si buscas a Shedemei, pronto regresará de provincias.
Él parecía defraudado, pero no se iba ni la miraba.
—He recorrido un largo camino.
—En mejores tiempos te invitaría a pasar y te ofrecería agua, y comida si la tuviéramos. Pero son tiempos difíciles y no quiero extraños en mi escuela.
El asintió, miró el suelo. Como si estuviera avergonzado. Sí. Estaba avergonzado.
—Pareces sentir una responsabilidad personal por los problemas, si disculpas mi impertinencia —dijo Edhadeya.
Él la miró con lágrimas en los viejos ojos, bajo las cejas pobladas y enérgicas. Eso no ablandaba su apariencia. En todo caso, lo hacía parecer más peligroso. Pero no para ella. No, Edhadeya ya sabía que ese hombre no era peligroso para nadie que estuviera en la escuela.
—Entra —dijo.
—No, tenías razón al no dejarme pasar. Vine aquí para ver a la directora porque soy responsable de todo esto, al menos en parte, y no sé cómo reparar el daño.
—Te traeré agua y hablaremos. No soy Shedemei ni tengo su sabiduría. Pero a veces cualquier extraño dispuesto a escuchar es suficiente si necesitas confesarte, mientras sepas que no usará tus palabras para herirte.
—¿Y cómo sé que no lo harás? —dijo el anciano.
—Shedemei me confía esta escuela. No puedo darte más referencias sobre mi persona.
Él la siguió hasta la pequeña habitación que Shedemei usaba como despacho.
—¿No quieres saber mi nombre? —preguntó.
—Quiero saber por qué crees que has causado estos problemas.
Él suspiró.
—Hasta hace tres días yo era un alto funcionario en una provincia. No te costará adivinar qué provincia cuando te diga que allí no ha habido problemas, pues no viven ángeles dentro de sus fronteras, y los cavadores nunca se han tolerado.
—Khideo —dijo ella, refiriéndose a la provincia. Él se estremeció.
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