Orson Card - Nacidos en la Tierra

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Nacidos en la Tierra: краткое содержание, описание и аннотация

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En esta nueva entrega de «La Saga del Retorno», Shedemei y el Alma Suprema supervisan, ya en la Tierra, la evolución de los humanos descendientes de Nafai y Elemak y su interacción con las nuevas especies que habían evolucionado en el planeta. Surgen de nuevo los problemas de siempre: racismo, explotación, enfrentamientos tribales, etc. El recurso de la hibernación permite mantener la presencia de Shedemei y su poderoso manto de capitana en un papel que deviene mítico y, en cierta forma, bíblico. Pero el misterio sigue siendo al paradero del Guardián de la Tierra cuya presencia, pese a todo, Shedemei y el Alma Suprema creen percibir, de vez en cuando, de forma siempre sutil e imprecisa.

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—¿Ves? Lo que tú llamas honestidad intelectual es para mí autoengaño. No me crees, aunque estoy ante ti en carne y hueso y te declaro lo que vi…

—Lo que alucinaste entre los sueños de la noche.

—Tampoco creerás la sencilla verdad de lo que dicen los antiguos documentos… que los rasulum, al igual que los nafari, regresaron a la Tierra al cabo de millones de años de exilio en otro mundo. No, no puedes quedarte con la sencilla explicación de que la gente que escribió estas cosas sabía de qué hablaba. Tienes que afirmar que los libros fueron creados por autores posteriores, que simplemente escribieron viejas leyendas que explicaban la divinidad de los Héroes afirmando que venían del cielo. Nada se puede leer tal cual. Es preciso darle la vuelta a todo para acomodarlo al básico artículo de fe de que no hay Guardián. ¡No puedes saberlo! ¡No tienes prueba de ello! Y sin embargo la fe en esa premisa, contra la cual tienes mil testimonios escritos y una docena de testimonios vivientes, entre ellos yo, la fe en esa premisa te induce a desencadenar acontecimientos que terminan con niños mutilados en las calles de las ciudades y aldeas de Darakemba.

—¿A esto has venido? ¿A decirme que mi negativa a creer en tus sueños hiere tu orgullo? Lo lamento. Esperaba que fueras lo suficientemente madura para entender que la razón debe triunfar sobre la superstición.

Edhadeya no lo había tocado. No había llegado a esa chispa de decencia que podía tener escondida muy en su interior. Porque esa chispa no existía, ahora lo entendía. El no rechazaba al Guardián porque hubiera sufrido mucho en su infancia, sino porque odiaba el mundo que el Guardián deseaba crear. Amaba el mal, y por eso ya no la amaba a ella.

Sin otra palabra, Edhadeya dio media vuelta.

—Aguarda —dijo él.

Ella cometió la tontería de detenerse, de permitirse otra chispa de esperanza.

—No está en mi poder detener estas persecuciones, pero tu padre puede hacerlo.

—¿Crees que no lo ha intentado?

—Lo está haciendo mal —dijo Akma—. La guardia civil no impone la ley. Muchos de ellos están a favor de los No Guardados.

—¿Por qué no das nombres? Si dices en serio que deseas detener esta crueldad…

—Los hombres que yo conozco son ancianos y ninguno de ellos ha salido a golpear niños. ¿Quieres escucharme?

—Si tienes un plan, se lo expondré a Padre.

—Es bastante simple. Los No Guardados están furiosos porque sólo tienen dos opciones, y ambas suponen participar en una religión estatal que los obliga a asociarse con criaturas inferiores… y no discutas conmigo, sólo te digo lo que piensan…

—Tú piensas lo mismo…

—Nunca me has escuchado el tiempo suficiente para saber qué pienso, y ahora ya no importa. Escucha. Se están rebelan-do por rabia e impotencia. No pueden atacar al rey, pero pueden atacar a los sacerdotes y a los cavadores. Pero si el rey decretara que ya no existe una religión estatal…

—¿Suprimir las Casas del Guardián?

—En absoluto. Dejar que los Guardados continúen reuniéndose, compartiendo sus creencias y celebrando sus ritos… pero de manera totalmente voluntaria. Y que quienes piensen de otra manera formen sus propias congregaciones, y celebren sus ritos y practiquen sus enseñanzas sin intromisión de nadie. Que haya tantas sectas y creencias como la gente quiera. Y que el gobierno no se inmiscuya en ninguna.

—Una nación debe ser una en la mente y en el corazón —dijo Edhadeya.

—Mi padre destruyó toda esperanza de conseguir eso hace trece años —dijo Akma—. Que el rey declare que las creencias religiosas y el culto son una cuestión privada, sin interés público, y habrá paz.

—Dicho en otras palabras, para impedir que ataquen a los Guardados debemos eliminar la última protección que les queda.

—No tienen ninguna protección, Edhadeya, y lo sabes. El rey lo sabe. Ha descubierto los límites de su autoridad. Pero una vez que anule todo patrocinio oficial de una religión, puede dictar una ley por la cual no se perseguirá a nadie por sus creencias religiosas. Eso surtirá efecto, porque protegerá a todos por igual. Si los No Guardados quieren instaurar un culto, tendrán protección. Les convendrá defender esa ley. Ya no habrá reuniones secretas. Ya no habrá sociedades clandestinas. Todo al descubierto. Hazle esa sugerencia a tu padre. Aunque tú no valores mi idea puede que él sí; verá que es el único camino.

—Él tampoco se dejará engañar —dijo Edhadeya—. Este decreto que propones es lo que buscabas desde un principio.

—Ni siquiera me lo planteé hasta ayer —dijo Akma.

—Ah, perdón, olvidaba que Bego ha tardado un poco en hacerte pensar sus ideas como si fueran tuyas.

—Edhadeya, si la religión de mi padre no puede sostenerse por la simple fuerza de su verdad, sin que el gobierno la ayude excepto para proteger a sus adeptos de la violencia, entonces no merece sobrevivir.

—Le repetiré a Padre lo que has dicho.

—Bien.

—Pero apuesto a que dentro de un año tú mismo serás causa de más persecuciones contra los Guardados.

—Si crees que eso es posible, no me conoces.

—Tendrás muchas razones altisonantes para explicar que el sufrimiento de la gente no es obra tuya, porque ya has demostrado tu ilimitada capacidad para engañarte. Pero dentro de un año, Akma, habrá familias que llorarán por tu causa.

—Mi familia, tal vez, porque me llora como si hubiera muerto —dijo Akma. Rió como si aquello fuera una broma.

—No son los únicos —dijo Edhadeya.

—No estoy muerto. Tengo compasión, a pesar de lo que creas de mí. Recuerdo mis propios sufrimientos, recuerdo el sufrimiento de otros. También recuerdo que te amaba.

—Ojalá lo olvidaras. Si alguna vez fue cierto, lo echaste a perder hace mucho tiempo.

—Todavía te amo. Te amo tanto como puedo amar a alguien. Pienso continuamente en ti, en la alegría que sentiría si pudiera contar contigo una sola vez tal como Padre puede contar con Madre en todo lo que hace.

—Puede contar con ella porque lo que hace es bueno. Akma cabeceó.

—Ya entiendo. Pero no finjas que no estamos juntos por culpa de mis creencias. Eres tan obstinada como yo.

—No, Akma, no soy obstinada. Sólo soy franca. No puedo negar lo que sé.

—Pero puedes ocultarlo —comentó Akma, con una sonrisa amarga.

—¿Qué quieres decir?

—Durante esta conversación, ni te has molestado en mencionar que mi hermana se casará con el ser humano más aborrecible que he conocido.

—Creía que tu familia te lo había dicho.

—He tenido que enterarme por Khimin.

—Lo lamento. Fue elección de Luet, sin duda. Tal vez ella no quería hacerte daño.

—Para mí ella ha muerto. Se ha entregado a los torturadores y me ha rechazado. En lo que a mí concierne, tú estás haciendo lo mismo.

—Eres tú quien se ha entregado a los torturadores, Akma; tú me has rechazado a mí. Didul no es un torturador. Es el hombre que tú debiste haber sido. Lo que Luet ama en él es lo que amaba en ti. Pero eso ya no existe.

Elegantemente, él le concedió la última palabra, mirando el vacío mientras Edhadeya se marchaba.

Minutos después, Bego y Mon oyeron un gran estrépito en la biblioteca y allí encontraron a Akma, partiendo sillas contra la mesa. Estaba llorando, y lo miraron horrorizados mientras rugía como un animal y destrozaba los muebles.

Pero Mon notó que antes de su arranque había puesto en un estante todas las cortezas sobre las que escribía. Akma se había entregado a un arrebato de cólera, pero no al extremo de derrochar un día de estudio.

Más tarde Akma ofreció una breve y seca explicación. Su hermana se casaría con uno de los torturadores. Se negaba a pronunciar el nombre, pero Mon sabía que Luet había pasado las últimas semanas en Bodika y no era difícil de adivinar. Didul no significaba nada para Mon. Lo que más le sorprendía era que Luet se casara. Él tenía la intención, cuando todo aquello terminara, cuando se asentara el polvo, cuando ya no le diera vergüenza enfrentarse a ella… Era eso, comprendía ahora. Por eso estaba esperando. Porque no podía hablarle, no podía decirle lo que sentía, cuando había negado su sentido de la verdad, cuando cada palabra que pronunciaba estaba manchada por la mentira.

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