Orson Card - Nacidos en la Tierra

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Nacidos en la Tierra: краткое содержание, описание и аннотация

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En esta nueva entrega de «La Saga del Retorno», Shedemei y el Alma Suprema supervisan, ya en la Tierra, la evolución de los humanos descendientes de Nafai y Elemak y su interacción con las nuevas especies que habían evolucionado en el planeta. Surgen de nuevo los problemas de siempre: racismo, explotación, enfrentamientos tribales, etc. El recurso de la hibernación permite mantener la presencia de Shedemei y su poderoso manto de capitana en un papel que deviene mítico y, en cierta forma, bíblico. Pero el misterio sigue siendo al paradero del Guardián de la Tierra cuya presencia, pese a todo, Shedemei y el Alma Suprema creen percibir, de vez en cuando, de forma siempre sutil e imprecisa.

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Entretanto, Didul iba de localidad en localidad para presentar denuncias ante las autoridades locales.

—¿Qué puedo hacer yo? —le respondía el comandante de la guardia civil—. La pena por no creer está en vuestras manos. Averiguad quiénes son y entregadlos. Esa es la nueva ley.

—Darle una tunda a una maestra no es descreimiento —decía Didul—. Es agresión.

—Pero la maestra tenía la cabeza tapada y no pudo identificar a los culpables. Además, nunca ha sido buena idea permitir que una mujer enseñara, y menos a los cavadores junto con la otra gente.

Didul comprendía así que el comandante de la guardia civil tal vez fuera uno de los fanáticos que más odiaba a los cavadores. La mayoría de ellos eran soldados retirados para quienes los cavadores eran elemaki: guerreros crueles, conspiradores nocturnos. Sólo merecían la esclavitud, y ahora que por accidente eran libres, les resultaba intolerable que aquellos ex enemigos tuvieran los mismos derechos que los ciudadanos.

—No son animales —decía Didul.

—Claro que no —respondía el guardia civil—. La ley los considera ciudadanos. Pero no es buena idea educarlos con la gente, eso es todo. Hay que adiestrarlos para los trabajos que pueden hacer.

Cuando los No Guardados veían que las autoridades locales no se esforzaban para proteger a los Guardados, se envalentonaban. Pandillas de jóvenes prepotentes se acercaban a la gente del suelo, o a sus hijos, o a los sacerdotes y las maestras que atendían sus asuntos. Los empujaban, los golpeaban, les daban puñetazos o puntapiés.

—¿Y pretendéis que no nos defendamos? —preguntaron los padres en una reunión, en una aldea cuya población de cavadores era numerosa. La mayoría de ellos no descendían de esclavos, sino que eran aborígenes que habían vivido allí tanto tiempo como un antiguo linaje de ángeles, y mucho más que los humanos—. ¿Entonces para qué nos enseñáis esta religión? ¿Para debilitarnos? Nunca nos habíamos sentido inseguros en esta ciudad. Teníamos prestigio, ciudadanía plena, pero cuanto más predicáis la igualdad, menos igualitario es el trato que recibimos.

Didul señaló elocuentemente que era un síntoma de su impotencia que ahora culparan a sus amigos de provocar a sus enemigos.

—Los que pegan, despotrican y destruyen son vuestros enemigos. Y si os armáis les seguiréis el juego. Entonces podrán decir a todo el mundo que los cavadores se están armando, que hay espías elemaki entre nosotros.

—Pero antes éramos ciudadanos de pleno derecho y…

—Nunca habéis sido tal cosa. Si no, ¿dónde están los jueces cavadores de esta ciudad? ¿Dónde están los soldados cavadores en el ejército? Los siglos de guerra con los elemaki os han despojado de vuestra plena ciudadanía. Por eso Akmaro regresó de la tierra de Nafai con las enseñanzas de Binare, según las cuales el Guardián no desea que haya diferencias entre sus hijos. Por eso debéis tener coraje, el coraje de soportar los golpes. Permaneced siempre agrupados, pero no os arméis. Si lo hacéis, pronto tendréis que enfrentaros al ejército en vez de a estos matones.

Los persuadió, o al menos logró zanjar la discusión. Pero contenerlos era cada vez más difícil. Enviaba cartas todas las semanas, a Akmaro, a Motiak, a Pabul, a cualquiera que pudiera ayudar. Incluso escribió a Khideo, suplicándole que se pronunciara en contra de aquella violencia. «Gozas de gran prestigio entre los que odian a la gente del suelo —decía en la carta—. Si condenas abiertamente a quienes golpean a niños indefensos, tal vez les inspires vergüenza y se detengan. Quizá la guardia civil comience a imponer la ley y a proteger a los Guardados de sus perseguidores.» Pero Khideo no envió respuesta. En cuanto a Motiak, su respuesta consistió en despachar mensajes a la guardia civil recordando que era responsabilidad suya imponer las leyes con toda igualdad. La guardia civil de todas las localidades alegó que eso era precisamente lo que hacía. Somos impotentes. No hay testigos. Nadie ve nada. ¿Estás seguro de que estas denuncias no son artimañas destinadas a obtener simpatizantes?

En cuanto a Akmaro, aunque le ofrecía consuelo, no podía hacer mucho más. El problema era el mismo en todas partes, y en la tierra de Khideo hubo que retirar a todos los sacerdotes y maestras. Le escribió: «Sé que me culpas de esto, Didul, aunque eres demasiado amable para decírmelo. Yo me culpo a mí mismo. Pero también debo recordar, y espero que tú recuerdes, que la alternativa era asumir, en mi persona y en las de los otros sacerdotes de las Casas del Guardián, el poder de matar para ahogar el disenso. Es lo contrario de lo que desea el Guardián. El temor nunca convertirá a las personas en hijos del Guardián. Sólo el amor puede lograrlo. Y el amor sólo se puede enseñar, predicar, alentar y ganar por medio de la bondad, de la dulzura, incluso de la mansedumbre ante los enemigos. Nuestros enemigos están llenos de odio, pero sin duda muchos de ellos sienten repugnancia cuando golpean a un niño, cuando patean entre seis a un sacerdote con la cabeza tapada, cuando hacen llorar a la gente en la calle. Con el tiempo rechazarán esos actos y se arrepentirán, y cuando busquen el perdón, allí estarás tú, sin armas en las manos, sin odio en el corazón.» Así eran sus argumentos. Eran acertados, y Didul lo sabía. Pero también recordaba que él mismo había perseguido a otros durante meses, aporreando y humillando a niños sin sentir nada salvo orgullo, odio, rabia y diversión. Se podía causar mucho daño mientras uno esperaba que la misericordia tocara el corazón de los enemigos. Y algunos eran como el padre de Didul. Era inmune a la misericordia. Le indefensión de sus víctimas le provocaba más deseos de infligir dolor. Disfrutaba con los gritos.

Luet llegó a Bodika el día que tuvo lugar el peor episodio. Tres niños, dos ángeles y un cavador fueron atacados cuando se dirigían a la escuela de los Guardados, situada en las afueras de la ciudad. A los ángeles les desgarraron salvaje e irreparablemente las alas, en vez de limitarse a rasgárselas, una lesión que en un niño podía sanar. Les arrancaron un buen trozo, y nunca sanarían. Y el niño cavador sufrió aún más. Le partieron cada hueso de las piernas y de los brazos, y le patearon tanto la cabeza que no había recobrado la conciencia. Cuidaban a los tres niños en la escuela. Los padres se reunieron, y muchos amigos, incluidos muchos que no eran Guardados pero repudiaban aquel acto. Oraron pidiendo al Guardián que sanara a los niños, que les impidiera odiar a sus enemigos, y que ablandara el corazón de éstos y les inspirase remordimiento, compasión, misericordia.

El Guardián no obra de ese modo, pensaba Didul. El Guardián no vuelve buena a la gente. El Guardián sólo enseña qué es la bondad y la decencia, y se regocija con quienes creen y obedecen. Los esposos que son bondadosos con sus esposas, los niños que respetan a sus padres, los cónyuges que son fieles al pacto del matrimonio. El Guardián se alegra con ellos, pero no envía ninguna plaga contra quienes golpean a sus esposas, contra quienes se mofan de sus padres, contra quienes se acuestan con cualquiera y se olvidan de la lealtad hacia su afligido cónyuge. Esto es lo que no logro hacerles entender. El Guardián no cambiará el mundo. Nos pide que nosotros lo cambiemos. En vez de orar, deberíamos estar afuera hablando, hablando con todos.

Eso debería hacer yo. Y aquí estoy, vendando heridas y consolando a niños que no tienen el menor motivo para consolarse. Aun así los consolaba, les aseguraba que sus sufrimientos no serían en vano, que la visión de sus alas desgarradas instaría a mucha gente escandalizada a acudir en defensa de los Guardados. Y en vez de decir a los demás que dejaran de rezar, se sumaba a sus plegarias, porque sabía que eso los consolaba. Sobre todo a los padres del pequeño cavador, que tal vez no sobreviviera hasta el día siguiente.

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