Amelia tomó una decisión repentina.
—Debemos forzar la entrada en alguna de las casas. No podemos dormir a la intemperie.
—Pero los marcianos...
—Dejemos que el ejército se ocupe de ellos. Querido, debemos descansar.
Había varias casas cuyos fondos daban hacia el río, pero cuando fuimos de una a otra comprendimos que la evacuación debió haber sido ordenada y sin pánico, porque todas ellas tenían bien cerradas y aseguradas sus puertas y ventanas.
Por fin llegamos a una casa, en un camino que estaba a poca distancia, apenas, del río, en la cual una ventana cedió cuando la empujé. Entré por ella de inmediato y luego desde adentro abrí la puerta para que pasara Amelia. Ella entró, tiritando, y le di calor con mi cuerpo.
—Quítate la camisa —le dije—. Te buscaré algunas ropas.
La dejé sentada en la cocina, porque el fuego había estado encendido durante el día y allí el ambiente todavía era cálido. Recorrí las habitaciones del piso superior, pero descubrí, con gran desilusión, que todos los armarios estaban vacíos, aun en las dependencias de la servidumbre. Encontré, sí, algunas mantas y toallas, y las llevé abajo. Allí me quité mi ropa interior y la coloqué, junto con la andrajosa camisa de Amelia, en la barra que había delante del hornillo. Cuando había estado en el piso superior había encontrado que el agua del tanque todavía estaba caliente, y mientras nos encontrábamos acurrucados en nuestras mantas junto al hornillo, le dije a Amelia que podía tomar un baño.
Su reacción a esta noticia fue una expresión de placer tan inocente y libre de prejuicios que no quise añadir que tal vez sólo hubiera suficiente agua caliente para uno.
Mientras yo había estado buscando ropa, Amelia no había permanecido ociosa. Había descubierto algunos alimentos en la despensa, y aunque estaban fríos, nos parecieron deliciosos. Creo que nunca olvidaré la primera comida que hicimos después de nuestro regreso: carne salada, queso, tomates y una lechuga cultivada en la huerta. Hasta pudimos beber algo de vino, porque la casa contaba con una modesta bodega.
No nos atrevimos a encender ninguna de las lámparas, dado que las casas que nos rodeaban estaban a oscuras, y si alguno de los marcianos llegaba a pasar por allí nos vería de inmediato. Aun así, revisé la casa en busca de algún periódico o revista, esperando poder enterarme qué habían sabido acerca de los proyectiles antes que los marcianos salieran del foso. No obstante, habían retirado todo de la casa, salvo lo que habíamos encontrado.
Finalmente, Amelia dijo que tomaría su baño, y poco después oí el ruido del agua al caer en la bañera. En ese momento regresó.
Dijo:
—Estamos acostumbrados a compartir la mayor parte de las cosas, Edward, y creo que tú estás tan sucio como yo.
Así fue que, mientras nos encontrábamos tendidos juntos en el agua humeante, descansando verdaderamente por primera vez desde nuestra huida, vimos el resplandor verde del tercer proyectil, cuando cayó a tierra a varios kilómetros hacia el Sur.
Estábamos tan agotados, que a la mañana siguiente dormimos hasta una hora muy avanzada; considerando la situación, no era lo más conveniente, pero nuestro encuentro con la artillería la noche anterior nos había devuelto la seguridad, y nuestros cuerpos fatigados ansiaban descansar. En efecto, cuando desperté, mis primeros pensamientos no fueron, en absoluto, para los marcianos. La noche anterior, había puesto en hora mi reloj de acuerdo con el que había en la sala de estar, y tan pronto como desperté lo miré y vi que eran las once menos cuarto. Amelia todavía estaba dormida a mi lado, y cuando la toqué suavemente para despertarla me atacaron los primeros sentimientos de intranquilidad acerca de la forma imprudente en que nos estábamos comportando. Como resultado natural de nuestro confinamiento en Marte, habíamos comenzado a comportarnos como marido y mujer y por más que me resultaba muy placentero —y sabía que a Amelia también— la familiaridad misma de lo que nos rodeaba, la mansión agradable de ese tranquilo pueblo junto al río, me hacían recordar que ahora estábamos de regreso en nuestra sociedad. Pronto llegaríamos a algún lugar donde todavía no se hubiera hecho sentir el espantoso efecto de los marcianos, y entonces nos veríamos obligados a observar los hábitos sociales de nuestro país. Lo que había pasado entre nosotros antes de que nos durmiéramos se volvía incorrecto en nuestro ambiente actual.
Fuera de la casa, la campiña estaba silenciosa. Oí pájaros que cantaban y el ruido de los botes amarrados, golpeándose unos con otros en el río... pero nada de ruedas, nada de pisadas, nada de cascos repiqueteando sobre caminos afirmados.
—Amelia —le dije en voz baja—. Debemos ponernos en marcha si queremos llegar a Richmond.
Se despertó entonces, y durante unos momentos permanecimos abrazados con cariño.
Ella dijo:
—Edward... ¿qué ruido es ése?
Nos quedamos quietos, y luego yo también oí lo que le había llamado la atención. Era como si alguien arrastrara un gran peso... oímos el crujido de plantas y árboles, el ruido de la grava al ser hollada y, sobre todo, el rechinar de metal sobre metal. Por un instante me quedé helado de espanto, luego salí de esa parálisis y salté de la cama. Corrí a través de la habitación y abrí las cortinas sin pensar en el peligro. ¡Al inundarse el cuarto con la luz del sol vi directamente frente a nuestra ventana la pata articulada de metal de una máquina de guerra! Mientras la miraba horrorizado, salió una bocanada de humo verde por las articulaciones y el mecanismo elevado impulsó el artefacto más allá de la casa.
Amelia también la había visto y se incorporó en la cama, apretando las sábanas contra su cuerpo.
Corrí hacia ella, aterrado por el tiempo que habíamos perdido.
—Debemos irnos de inmediato.
—¿Con eso allí afuera? —dijo Amelia—. ¿Dónde se ha ido? Salió apresuradamente de la cama y fuimos juntos, en silencio, por el piso alto de la casa, hasta una habitación del otro lado. Era la habitación de un niño, porque el piso estaba sembrado de juguetes. Espiando por las cortinas semicorridas, miramos en dirección al río.
Se veían tres máquinas de guerra. Sus plataformas no estaban elevadas hasta su máxima posición y tampoco podían verse sus cañones de calor. En cambio, en la parte posterior de cada plataforma habían instalado lo que parecía ser una inmensa red de metal, y colocaban en esas redes los cuerpos inertes de los seres humanos que habían sido electrocutados por los tentáculos de metal que colgaban de las máquinas. En la red de la máquina de guerra que estaba más cerca de nosotros había ya siete u ocho personas, que yacían en un montón informe donde habían sido depositadas.
Mientras observábamos la escena consternados, vimos que los tentáculos de metal de una de las máquinas más distante se introducía dentro de una casa... y se retiraba alrededor de treinta segundos después, apresando el cuerpo inconsciente de una niña.
Amelia se cubrió la cara con las manos y se apartó.
Permanecí frente a la ventana unos diez minutos más, petrificado por el temor de que nos vieran y también por el horror de lo que estaba presenciando. Pronto apareció una cuarta máquina, que también llevaba su carga de despojos humanos. Detrás de mí, Amelia, tendida en la cama del niño, sollozaba en silencio.
—¿Dónde está el ejército? —dije en voz baja, repitiendo las palabras una y otra vez. Era inconcebible que no se pusiera coto a tales atrocidades. ¿La batería que habíamos visto la noche anterior había dejado pasar a los monstruos sin combatirlos? ¿O ya se había librado un breve combate, del cual los monstruos habían salido indemnes?
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