Estaba agachado sobre la superficie plana de la escotilla abandonada, a pocos metros de mí. Había allí un cañón de calor montado en una estructura de metal de tal manera que su tubo apuntaba directamente hacia arriba. Encima del soporte había una estructura telescópica en cuya parte superior estaba instalado un espejo parabólico de poco más de cincuenta centímetros de diámetro. El monstruo estaba en esos momentos haciendo girar el espejo, mientras aplicaba uno de sus ojos, redondos e inexpresivos, a un instrumento de puntería. Mientras yo observaba, el monstruo se sacudía con violentos espasmos de odio, y un rayo pálido y mortífero —claramente visible en el aire más denso de la Tierra— giraba en derredor por encima del borde del foso.
A la distancia oía una gran confusión de gritos y el crepitar de maderas y vegetación quemándose.
Agaché la cabeza durante unos minutos, incapaz de ser partícipe de la situación aun en esta forma pasiva; sentía que por el hecho de quedarme inactivo era cómplice de la matanza.
Que esa no era la primera vez que se había usado era muy evidente, ya que cuando miré otra vez al otro lado del foso noté que junto al borde yacían los cuerpos calcinados de varias personas. No sabía por qué esas personas se habían encontrado junto al foso cuando atacaron los monstruos, pero parecía seguro que ahora los monstruos continuaban manteniendo alejados a nuevos intrusos mientras terminaban de armar las máquinas.
El espejo parabólico continuaba girando por sobre el borde del foso, pero no vi que usaran otra vez el cañón de calor.
Dirigí mi atención a los monstruos mismos. Vi con horror que la mayor gravedad de la Tierra había provocado una gran distorsión en su aspecto. Ya he mencionado lo blandos que eran los cuerpos de estos seres execrables; como consecuencia de la mayor presión que soportaban, sus cuerpos semejantes a vejigas infladas, se distendían y se achataban. El que estaba más cerca de mí parecía haber crecido alrededor del cincuenta por ciento de su tamaño original, lo cual significaba que ahora tenía unos dos metros de largo. Sus tentáculos no eran más largos, pero también estaban achatados por la presión y se asemejaban a serpientes todavía más que antes. Aunque los ojos —siempre el rasgo más prominente— seguían sin destacarse, su boca semejante a un pico, había tomado decididamente la forma de una “V”, y la respiración de las bestias se había vuelto más dificultosa. Una saliva viscosa les caía continuamente de la boca.
Nunca había podido ver a estos monstruos sin odio, y al verlos con este nuevo aspecto apenas pude controlarme. Me dejé deslizar desde mi punto de observación y me quedé tendido, temblando, durante unos minutos.
Cuando recobré mi serenidad, me arrastré nuevamente hasta donde Amelia estaba esperando y en un ronco susurro logré relatarle lo que había visto.
—Debo verlo por mí misma —dijo Amelia, disponiéndose a subir hasta el extremo del pasaje.
—No —le dije, tomándola del brazo—. Es muy peligroso. Si te vieran...
—Entonces me pasaría lo mismo que te habría pasado a ti.
Amelia se soltó y ascendió lentamente por el empinado pasaje. Observé en silencio, angustiado, cuando llegó al extremo de la pendiente y se asomó al foso.
Permaneció allí durante varios minutos, hasta que finalmente volvió sana y salva. Estaba pálida.
—Edward —dijo—, una vez que hayan armado esa máquina no habrá forma de detenerlos.
—Tienen cuatro más esperando el momento de armarlas —dije.
—Debemos avisar de alguna manera a las autoridades.
—¡Pero no podemos movernos de aquí! Tú has visto la matanza del foso. Una vez que nos vean no tendremos salvación.
—Tenemos que hacer algo.
Reflexioné durante algunos minutos. Era evidente que la policía y el ejército no podían ignorar que la llegada de este proyectil constituía una amenaza terrible. Lo que teníamos que hacer ahora no era sólo alertar a las autoridades, sino advertirles de la magnitud de la amenaza. No podían tener idea de que en este mismo momento había otros nueve proyectiles volando hacia la Tierra.
Yo trataba de conservar la calma. No podía concebir que el ejército estuviera indefenso contra estos monstruos. Cualquier ser mortal que se pudiera matar de una cuchillada podía ser eliminado con balas o granadas. El rayo de calor era un arma terrorífica y mortal, pero no hacía invulnerables a los marcianos. Otro punto en contra de los invasores era nuestra gravedad terrestre. Las máquinas de guerra eran todopoderosas en la menor gravedad y aire menos denso de Marte; pero ¿serían tan ágiles o poderosas aquí, en la Tierra?
Poco después me arrastré otra vez hasta el extremo del pasaje, con la esperanza de que, a cubierto de la oscuridad, Amelia y yo pudiéramos escapar sin ser vistos.
Ya había caído la noche y toda la luz de luna que podía haber estaba oscurecida por las espesas nubes de humo provenientes de los campos incendiados, pero los marcianos trabajaron toda la noche iluminados por grandes reflectores colocados junto a las máquinas. Evidentemente la primera máquina de guerra ya estaba terminada, puesto que descansaba sobre sus patas recogidas, en el extremo más alejado del foso. Mientras tanto, de la bodega estaban sacando los componentes de una segunda máquina.
Permanecí en mi puesto de observación largo rato, y algún tiempo después Amelia se unió a mí. Los monstruos marcianos no miraron siquiera una vez hacia donde nos encontrábamos, y ello nos permitió observar sus preparativos sin ser molestados.
Los monstruos interrumpieron su trabajo en una sola oportunidad. Fue cuando, en el momento en que la noche era más cerrada, y exactamente veinticuatro horas después de nuestra llegada, un segundo proyectil pasó rugiendo sobre nuestras cabezas, envuelto en una brillante llamarada verde. Aterrizó con una explosión atronadora a menos de tres kilómetros de distancia.
En ese momento Amelia me tomó la mano y yo sostuve su cabeza contra mi pecho mientras ella sollozaba en silencio.
Durante el resto de esa noche y la mayor parte del día siguiente nos vimos obligados a permanecer ocultos dentro del proyectil. Por momentos dormitábamos, otras veces nos arrastrábamos hasta el extremo del pasaje para ver si había posibilidad de escapar, pero la mayor parte del tiempo nos quedábamos acurrucados en silencio y con miedo en nuestro incómodo rincón del pasaje.
Era desagradable saber que los acontecimientos ya estaban fuera de nuestro control. Estábamos reducidos a la condición de espectadores, enterados de los preparativos bélicos de un enemigo implacable. Además, nos mortificaba mucho el saber que estábamos en algún lugar de Inglaterra, rodeados de panoramas, gentes, idiomas y costumbres que nos eran familiares, y que, no obstante, nos veíamos obligados por las circunstancias a permanecer acurrucados dentro de un artefacto ajeno a nuestro mundo.
Poco después del mediodía, el sonido distante de disparos de artillería nos dio la primera señal de que las fuerzas militares respondían al ataque. Las granadas explotaron a dos o tres kilómetros de distancia, y de inmediato comprendimos lo que debía estar sucediendo. Era evidente que el ejército estaba cañoneando el segundo proyectil antes de que sus horribles ocupantes pudieran escapar.
Los marcianos que estábamos observando respondieron a este reto de inmediato. Al sonido de las primeras explosiones, uno de los monstruos se dirigió a la máquina de guerra armada en primer término y se introdujo en ella.
La máquina se puso en marcha al momento, con sus patas rechinando por el esfuerzo que imponía la mayor gravedad y lanzando destellos de luz verde por las articulaciones. Noté que se arrastraba apenas por encima del terreno como una tortuga de metal.
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