Sabíamos que si estaban cañoneando el segundo foso, también harían lo mismo con el nuestro, de modo que Amelia y yo regresamos a los rincones más profundos del proyectil, con la esperanza de que el casco fuera lo bastante fuerte como para resistir las explosiones. El cañoneo distante continuó durante media hora más o menos, pero finalmente cesó.
Siguió un largo período de silencio, y decidimos que podíamos volver sin peligro al extremo del pasaje para ver qué estaban haciendo ahora los marcianos.
Su febril actividad continuaba. La máquina de guerra que había salido del foso no había regresado, pero, de las cuatro restantes tres ya estaban listas para usar y la cuarta estaba en proceso de armado. Observamos esta actividad durante una hora, más o menos, y justo en el momento en que estábamos por regresar a nuestro escondite, hubo una serie de explosiones alrededor del foso. ¡Ahora nos tocaba a nosotros ser cañoneados!
Una vez más los marcianos respondieron al instante. Tres de esas bestias monstruosas corrieron hacia las máquinas de guerra ya terminadas —¡sus cuerpos ya se estaban adaptando a las presiones de nuestro mundo!— y subieron a las plataformas. El cuarto, sentado dentro de uno de los vehículos de armado, continuó trabajando estoicamente en la última máquina de guerra.
Mientras tanto, las granadas continuaron cayendo con variada precisión; ninguna cayó directamente dentro del foso, pero algunas hicieron impacto lo bastante cerca como para lanzar tierra y arena por todas partes.
Una vez que los conductores marcianos se instalaron a bordo, las tres máquinas de guerra cobraron vida en forma espectacular. Con velocidad sorprendente, las plataformas se elevaron hasta su altura máxima de unos treinta metros, las patas escalaron las paredes del foso y, girando sobre sí mismas, las máquinas mortíferas tomaron rumbos separados, con sus cañones de calor elevados y listos para la acción. Menos de treinta segundos después de caer las primeras granadas a nuestro alrededor, las tres máquinas de guerra habían desaparecido: una hacia el Sur, otra hacia el Noroeste, y la última en dirección al lugar donde había caído el segundo proyectil.
El último monstruo marciano trabajaba rápidamente en su propio trípode; este ser era lo único que se interponía ahora entre nosotros y la libertad.
Una granada explotó cerca: la más próxima hasta ese momento. La explosión nos quemó la cara, y retrocedimos hacia el interior del pasaje.
Cuando logré reunir suficiente valor para mirar, vi que el marciano continuaba con su trabajo, indiferente al cañoneo. Sin duda se comportaba como un soldado bajo el fuego; sabía que corría peligro de muerte, pero estaba listo a hacerle frente y al mismo tiempo se preparaba para lanzar su propio contraataque.
El cañoneo duró diez minutos y en todo ese tiempo no hubo ningún impacto directo. Luego, repentinamente, los disparos cesaron y supusimos que los marcianos habían silenciado la batería.
En el extraño silencio que siguió, el marciano continuó con su trabajo. Por fin lo terminó. El horrible ser ascendió a su plataforma, extendió las patas hasta su altura máxima, giró luego el artefacto hacia el Sur y pronto se perdió de vista.
Sin más demora aprovechamos la oportunidad que se nos presentaba. Salté al suelo arenoso pesada y torpemente, y luego extendí los brazos para recibir a Amelia en el momento de saltar.
No miramos ni a la izquierda ni a la derecha, sino que escalamos apresuradamente la tierra suelta de las paredes del foso y corrimos hacia donde todavía no se había dirigido ninguna máquina: hacia el Norte. Era una noche cálida, pesada, con grandes masas de nubes oscuras que se estaban formando hacia el Norte. Se preparaba una tormenta, pero esa no era la razón por la cual no cantaba ningún pájaro ni se movía ningún animal. La campiña estaba muerta: estaba ennegrecida por el fuego, con restos de vehículos y cadáveres de hombres y caballos esparcidos por todas partes.
Capítulo 19
CÓMO NOS ALIAMOS CON EL FILÓSOFO
En Marte había soñado con plantas y flores; aquí, en la campiña calcinada, veíamos sólo pastos carbonizados y humeantes, y la negrura se extendía en todas direcciones. En Marte había deseado con desesperación ver y oír a mis coterráneos; aquí no había nadie, sólo los cadáveres de los infortunados que habían caído presa del rayo de calor. En Marte había respirado con dificultad en su atmósfera tenue, y ansiado respirar el dulce aire de la Tierra; aquí, el olor del fuego y de la muerte nos secaba la garganta y nos asfixiaba.
Marte era desolación y guerra y la Tierra sentía ahora los primeros síntomas de la gangrena marciana, así como Amelia y yo los habíamos experimentado en su momento.
Detrás de nosotros, hacia el Sur, había un pequeño pueblo en una colina, y las máquinas de guerra ya lo habían atacado. Un gran manto de humo se extendía sobre el pueblo, sumándose a las nubes de tormenta que se estaban reuniendo más arriba, y en el aire tranquilo de la noche podíamos oír gritos y explosiones.
Hacia el Oeste vimos la cúpula dorada de una de las máquinas, girando a uno y a otro lado a medida que su enorme motor la impulsaba a zancadas a través de árboles lejanos incendiados. Retumbaban los truenos, y no había trazas del ejército.
Nos alejamos apresuradamente, pero ambos estábamos débiles por nuestra odisea en el proyectil, no habíamos comido nada y apenas habíamos dormido en los últimos dos días. Por consiguiente, nuestro avance era lento, a pesar de lo apremiante de nuestra huida. Yo tropecé dos veces, y ambos sufrimos dolorosas punzadas en el costado.
Corrimos enceguecidos, temiendo que los marcianos nos vieran y nos ejecutaran sumariamente como lo habían hecho con los demás. Pero no fue sólo el instinto de conservación lo que nos impelía a seguir adelante; aunque no queríamos morir, ambos comprendíamos que sólo nosotros sabíamos la magnitud de la amenaza que se cernía sobre el mundo.
Finalmente, llegamos a las afueras del pueblo y el terreno allí descendía hacia un arroyuelo que corría entre los árboles. Las ramas superiores habían sido quemadas por el rayo, pero, debajo, los pastos estaban húmedos y había alguna flor.
Sollozando de temor y agotamiento, caímos junto al agua y recogiéndola con las manos ahuecadas bebimos ruidosa y largamente. ¡Para nuestro paladar, cansado de las aguas amargas y metálicas de Marte, esta corriente era pura, en verdad!
Mientras habíamos corrido frenéticamente por los campos, el crepúsculo se había convertido en noche, transformación que se había visto acelerada por las nubes de tormenta que se estaban reuniendo. Ahora, los truenos retumbaban con mayor intensidad y eran más frecuentes, y destellaban los relámpagos. No pasaría mucho tiempo antes de que se desencadenara la tormenta sobre nosotros. Teníamos que continuar la marcha tan pronto como pudiéramos: nuestro vago plan de alertar a las autoridades era la única meta, aun cuando sabíamos que sólo unos pocos ignorarían que una poderosa fuerza destructiva se había desencadenado sobre la Tierra.
Nos quedamos tendidos junto al arroyo durante unos diez minutos. Rodeé con mi brazo los hombros de Amelia y la estreché contra mí con espíritu protector, pero no hablamos. Creo que ambos estábamos tan sobrecogidos por la enormidad de los daños, que no hallábamos palabras para expresar nuestros sentimientos. ¡Esta era Inglaterra, el país que amábamos, y esto era lo que le habíamos causado!
Cuando nos pusimos de pie vimos que los incendios provocados por los marcianos todavía ardían, y vimos nuevas llamas hacia el Oeste. ¿Dónde estaban las defensas de nuestro pueblo? El primer proyectil había aterrizado hacía casi dos días; ¿estaría toda la región rodeada de cañones?
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