Kate Wilhelm - Donde solían cantar los dulces pájaros

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La posibilidad de producir un gran número de individuos a partir de un mismo material genético (clonación) no es nueva ni en el campo de la investigación científica ni en el de la ciencia ficción.
Pero faltaba una obra que hiciera con el tema de los clones lo que un Asimov y un Lem con la robótica o un Van Vogt y un Kuttner con la telepatía: llevar a cabo su sociología novelada, analizar con detalle la nueva cultura a la que podrían dar lugar.
Y eso es precisamente lo que hace Kate Wilhelm en
, premio Hugo a la mejor novela de 1977, y llamada a convertirse en un clásico del género, en la medida en que da cumplida expresión, consolidando, a uno de sus temas más inquietantes.

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—Y si lo conseguís volveréis al salvajismo. Pasarán mil años, cinco mil años antes de que el hombre pueda salir del pozo que estás excavando para él. ¡Serán como animales!

—Y vosotros estaréis muertos. —Mark miró a su alrededor y se dirigió velozmente a la puerta. Allí se detuvo y miró a Barry con firmeza—. No vas a entender esto. Yo soy el único ser viviente que puede entenderlo. Te quiero, Barry. Para mí eres extraño, extranjero, inhumano. Todos vosotros lo sois. Pero no los destruí cuando pude y quise hacerlo, porque te quería. Adiós, Barry.

Siguieron mirándose por un momento y después Mark se dio la vuelta y corrió ágilmente escaleras abajo. Detrás de él escuchó el ruido de algo que se rompía pero no se detuvo. Salió por la puerta de atrás y ya había atravesado el bosquecillo y estaba en el campo cuando Andrew y sus compañeros se acercaron. Mark se detuvo y escuchó.

—Aún está ahí —dijo alguien—. La veo.

Barry había roto los tablones que cerraban la ventana para poder ser visto. Estaba ganando tiempo para él, comprendió Mark, y comenzó a correr agachado hacia el río.

—Así que todo fue para eso —susurró nuevamente Barry, ahora dirigiéndose a la cabeza tallada que era Molly. La cogió y se sentó ante la ventana abierta, con la luz detrás de él—. Todo fue para eso —dijo, una vez más y se preguntó si Molly siempre estaba sonriente. No levantó los ojos cuando las llamas comenzaron a crujir por la casa, pero abrazó la talla con fuerza, como si quisiera protegerla.

Río abajo, Mark, de pie en el vapor de paletas, vio las llamas y lloró. Cuando el barco golpeó contra una roca puso el motor en marcha y continuó río abajo. Cuando llegó al Shenandoah giró hacia el sur y siguió hasta que el barco no pudo pasar. Casi estaba amaneciendo. Separó la ropa que había recogido en el dormitorio de las mujeres y llenó mochilas con las provisiones del barco; necesitarían todo lo que pudieran llevar.

Cuando las mujeres empezaran a moverse les daría té y pan de maíz y las desembarcaría. Llevaría el barco hasta el medio del río y lo dejaría arrastrar por la corriente. Lo necesitarían en el valle. Entonces, él y las mujeres cruzarían el bosque en dirección al hogar.

EPILOGO

Mark se mantuvo detrás de los árboles mientras se acercaba a la cima de la colina que dominaba el valle. Veinte años, pensó. Hacía veinte años que no lo veía. Era posible que hubiesen instalado un complejo sistema de alarma, pero le pareció que no. Por lo menos, no aquí arriba. Por el aspecto que tenían, nadie parecía haber entrado en estos bosques desde hacía años. Corrió los últimos metros, se escondió detrás de una maraña de vides silvestres y miró hacia abajo. Durante un largo rato no se movió y apenas respiró. Después empezó a bajar lentamente por la ladera.

No había señales de vida. En los campos crecían álamos y los sauces se amontonaban en las orillas del río; alrededor de los edificios, los enebros y los pinos que se podaban para hacer setos habían crecido tanto que casi tapaban los edificios. El seto de rosas se había convertido en un matorral. Se sobresaltó y miró hacia atrás ante un chillido súbito que casi parecía humano. Una docena de grandes pájaros alzaron el vuelo torpemente, dirigiéndose a un bosquecillo cercano. Las gallinas se habían vuelto salvajes, pensó admirado. ¿Y el ganado? No vio ningún animal; estarían en los bosques, cerca del río, extendiéndose por la región.

Siguió andando. Y volvió a detenerse. Uno de los dormitorios había desaparecido, no quedaba ni rastro de él. Un tornado, pensó, y ahora vio la franja de destrucción que el tiempo había suavizado y borrado: un sendero en el que no había edificios ni árboles grandes, sólo alisos y álamos jóvenes y hierba que sujetaría la tierra hasta que las semillas de arce y de roble fueran llevadas allí por el viento, hasta que las píceas bajaran de la colina. Siguió la ringlera que había cortado el tornado, cada vez más seguro de lo que había sucedido. Pero no justificaba la desaparición de toda la comunidad. Eso solo, no. Entonces vio las ruinas del molino y se detuvo.

El molino había sido destruido y sólo los cimientos y la maquinaria oxidada indicaban que alguna vez había estado allí, la abeja reina mecánica de la comunidad, dando a todos la voluntad de vivir, la energía, los medios para mantener la vida.

El fin debía de haber llegado rápidamente sin el molino, sin la energía. No se acercó. Inclinó la cabeza y fue, tropezando, hasta el río. No quería ver nada más.

Hizo el viaje de vuelta a casa más lentamente de lo que había venido, deteniéndose con frecuencia para mirar los árboles, la reluciente alfombra verde de musgo. De vez en cuando observaba a una brillante langosta, desplazándose pesadamente a la luz del sol, con sus alas iridiscentes creando manchas de color y desapareciendo después, cuando cambiaba de dirección y no reflejaba la luz. Las langostas habían vuelto; había avispas, de nuevo, y gusanos en la tierra. Se detuvo ante un enorme roble que daba a un valle y pensó en todos los cambios que el árbol había presenciado en silencio. Las hojas susurraron encima de él y apoyó la mejilla contra la corteza por un momento. Después siguió.

A veces la soledad había sido casi excesiva, pensó, y siempre, en esos momentos, había encontrado consuelo en los bosques, donde no buscaba nada humano. Se preguntó si los demás seguían sintiéndose solos; ya nadie hablaba de eso. Sonrió recordando cómo las mujeres habían llorado y chillado, y cómo se habían quedado atrás, sólo para correr y alcanzarlo nuevamente.

En la cumbre de la colina que daba sobre su valle se detuvo y después se apoyó en un roble plateado para observar las actividades de abajo. Hombres y mujeres trabajaban en los campos… quitando las malas hierbas a la caña de azúcar, segando maíz, cosechando judías. Otros habían echado abajo una de las paredes de los baños y estaban muy ocupados agrandando el lugar; estaban colocando baldosas de cerámica alrededor de la enorme estufa, para asegurarse una provisión permanente de agua caliente. Algunos de los niños mayores estaban haciendo algo a la noria… no sabía qué.

Una docena de chicos recogían zarzamoras alrededor de los sembrados. Llevaban pantalones y camisas de manga larga, para evitar los arañazos. Terminaron, apoyaron sus cestos y empezaron a quitarse las incómodas ropas. Después, desnudos y tostados, riendo, se dirigieron al poblado. No había dos iguales.

Cinco mil años de salvajismo, había dicho Barry; pero eso era tiempo medido a la escala de la pirámide, no a la de los que vivían parte de él. Mark había llevado a su pueblo a un período fuera de tiempo, en el que las estaciones y la vida, los nacimientos y la muerte, marcaban los días. Ahora, las alegrías y las penas de los hombres y las mujeres eran asuntos privados que iban y venían sin dejar huellas. En el período fuera del tiempo, la vida era la meta, no la recreación del pasado o la elaborada estructuración del futuro. El abanico de posibilidades que casi se había cerrado estaba abriéndose nuevamente, y cada nuevo niño lo ensanchaba. No se podía pedir más que eso.

Cuatro canoas aparecieron en el río; los chicos y las chicas volvían de pescar. Ahora jugaban a hacer carreras volviendo a casa. Pronto, Mark lo sabía, algunos pedirían permiso a la comunidad para hacer un viaje de exploración, no para buscar algo en especial, sino por curiosidad, por saber cómo era el mundo. Los mayores sentirían temor, no estarían dispuestos a dejarlos marchar, pero Mark les daría permiso y, aunque no lo hiciera, se marcharían igual. Tenían que hacerlo.

Mark se alejó del árbol y comenzó a bajar de la colina, súbitamente impaciente por volver a casa. Fue recibido por Linda, que le tendió la mano. Tenía diecinueve años y esperaba un hijo, su hijo.

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