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Kate Wilhelm: Donde solían cantar los dulces pájaros

Здесь есть возможность читать онлайн «Kate Wilhelm: Donde solían cantar los dulces pájaros» весь текст электронной книги совершенно бесплатно (целиком полную версию). В некоторых случаях присутствует краткое содержание. Город: Barcelona, год выпуска: 1979, ISBN: 84-02-06211-3, издательство: Bruguera, категория: Фантастика и фэнтези / на испанском языке. Описание произведения, (предисловие) а так же отзывы посетителей доступны на портале. Библиотека «Либ Кат» — LibCat.ru создана для любителей полистать хорошую книжку и предлагает широкий выбор жанров:

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Kate Wilhelm Donde solían cantar los dulces pájaros

Donde solían cantar los dulces pájaros: краткое содержание, описание и аннотация

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La posibilidad de producir un gran número de individuos a partir de un mismo material genético (clonación) no es nueva ni en el campo de la investigación científica ni en el de la ciencia ficción. Pero faltaba una obra que hiciera con el tema de los clones lo que un Asimov y un Lem con la robótica o un Van Vogt y un Kuttner con la telepatía: llevar a cabo su sociología novelada, analizar con detalle la nueva cultura a la que podrían dar lugar. Y eso es precisamente lo que hace Kate Wilhelm en , premio Hugo a la mejor novela de 1977, y llamada a convertirse en un clásico del género, en la medida en que da cumplida expresión, consolidando, a uno de sus temas más inquietantes.

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Esa tarde y el día siguiente hizo que construyeran abrigos temporales; marcó el emplazamiento de los edificios que tenían que levantar; señaló los árboles que debían cortar, para los edificios y las hogueras; recorrió los campos que debían limpiar. Luego, sabiendo que se mantendrían ocupados hasta su vuelta, les dijo que se marchaba y volvería dentro de unos días.

—Pero ¿dónde vas? —preguntó uno de ellos, mirando a su alrededor, cuestionando por primera vez lo que estaban haciendo.

— ¿Es una prueba, verdad? —preguntó otro sonriendo.

—Sí —dijo sobriamente Mark—. Se podría decir que es una prueba. De supervivencia. ¿Alguna pregunta acerca de mis instrucciones?

No las hubo.

—Volveré con una sorpresa para vosotros —dijo, y se quedaron contentos.

Trotó sin esfuerzo en dirección al río y después lo siguió hacia el norte, hasta que llegó a la canoa que había ocultado en un matorral varias semanas antes. En total, le llevó cuatro días volver al valle. Hacía más de dos semanas que se había marchado y tenía miedo de que fuera demasiado.

Se acercó desde la colina que dominaba el valle y se acostó en la hierba a esperar que anocheciera. A última hora de la tarde apareció el vapor de paletas, y cuando atracó vino mucha gente que se alineó para ayudar a la descarga, pasándose lo obtenido de mano en mano hasta la orilla. Cuando se encendieron las luces, Mark se puso en movimiento. Se dirigió a la vieja granja, donde había escondido los fármacos. Después de recorrer dos tercios del camino se detuvo, dejándose caer de rodillas. A su derecha, a unos cien metros, estaba la entrada de la cueva; el suelo había sido pisoteado y el hueco entre las rocas estaba cubierto de tierra. Habían hallado su entrada y la habían clausurado.

Aguardó hasta estar seguro de que no había nadie vigilando la casa y luego, cuidadosamente, siguió descendiendo, disimulado entre los matorrales que crecían alrededor de la casa, hasta que se deslizó por la entrada de la carbonera hasta el sótano. No necesito luz para encontrar el paquete, escondido tras unos ladrillos que había aflojado meses antes. Allí estaba, también, la botella de vino que había ocultado. Trabajando rápidamente, metió las píldoras somníferas en la botella y la agitó vigorosamente.

Ya era de noche cuando volvió a trepar por la ladera de la colina y fue rápidamente al recinto de las criadoras. Tenía que llegar después de que estuvieran en sus dormitorios, pero antes de que se durmieran. Se deslizó en el edificio y miró por las ventanas hasta que la enfermera nocturna terminó su recorrido. Cuando se marchó del dormitorio donde dormían Brenda y cinco mujeres más, golpeó ligeramente en la ventana.

Brenda sonrió al verlo. Abrió la ventana, él entró y susurró:

—Apaga la luz. He traído vino. Tendremos una fiesta.

—Te desollarán si te cogen —dijo una de las mujeres. Estaban encantadas ante la perspectiva de una fiesta y ya estaban extendiendo la esterilla y una de ellas se recogía apresuradamente los cabellos.

— ¿Dónde están Wanda y Dorothy? —Preguntó Mark—. Tendrían que venir, y traer algunas chicas más. Es una botella muy grande.

—Yo las llamaré —susurró Lorena, ahogando una risita—. Espera a que se marche la Enfermera.

Atisbo afuera, cerró la puerta y se puso un dedo en los labios. Después de aguardar un momento, volvió a mirar y salió.

—Después de la fiesta tú y yo podríamos escaparnos un rato —dijo Brenda, frotando su mejilla contra la de Mark.

Mark asintió:

— ¿Tenéis vasos?

Alguien trajo vasos y empezó a servir el vino. Llegaron más chicas y ahora había once mujeres jóvenes en la esterilla, bebiendo el vino dorado, ahogando risas y carcajadas. Cuando empezaron a bostezar se fueron hacia sus camas y las que habían venido de la otra habitación se tendieron en la esterilla. Mark aguardó a que todas durmieran profundamente y luego salió en silencio. Fue hasta el muelle, se aseguró de que no había nadie en el vapor de paletas y luego volvió y comenzó a llevar hasta allí a las mujeres, una por una, envueltas como capullos en las mantas. En su último viaje reunió toda la ropa que pudo encontrar, cerró la ventana del dormitorio y, jadeando de fatiga, volvió al barco.

Desató las amarras y dejó que el barco se deslizara en la corriente, usando un remo para mantenerlo cerca de la costa. Cuando llegó frente a la vieja granja, enlazó una roca, acercó el barco a la orilla y lo amarró. Una cosa más, pensó, muy fatigado. Una cosa más.

Corrió hacia la casa, se deslizó por la carbonera y corrió escaleras arriba. No encendió la luz; fue hacia los cuadros y comenzó a recogerlos. Detrás de él se encendió un fósforo; quedó inmóvil.

— ¿Por qué has vuelto? —Preguntó ásperamente Barry—. ¿Por qué no te quedaste en los bosques, que son lo tuyo?

—Me vuelvo a buscar mis cosas —dijo Mark, y se volvió. Barry estaba solo. Estaba encendiendo la lámpara de aceite. Mark hizo un gesto hacia la ventana y Barry meneó la cabeza.

—Es inútil. Conectaron una alarma en la escalera. Si alguien sube aquí la alarma suena en el dormitorio de Andrew. Dentro de un par de minutos saldrán hacia aquí.

Mark cogió el cuadro y después otro, y otro.

— ¿Por qué estás aquí?

—Para avisarte.

— ¿Por qué? ¿Por qué sabías que volvería?

—No sé por qué, y no quiero saber por qué. He estado durmiendo abajo, en la biblioteca. No podrás llevarlos todos —dijo con tono urgente mientras Mark seguía recogiendo cuadros—. Llegarán en seguida. Creen que quisiste quemar el molino, bloquear el arroyo, envenenar a los clones en los tanques. Esta vez no se detendrán a hacer preguntas.

—No quería matar a los clones —dijo Mark, sin mirar a Barry—. Sabía que el ordenador daría la alarma antes de que usaran el agua contaminada. ¿Cómo lo descubrieron?

—Hicieron que varios de los chicos se metieran en el agua; un par logró llegar hasta el otro lado, y después de eso no fue difícil. Murieron cuatro —dijo, sin expresión.

—Lo lamento —dijo Mark—. No pretendía eso.

Barry se encogió de hombros.

—Tienes que marcharte.

—Estoy dispuesto.

—Morirás allá —dijo Barry con la misma voz muerta—. Tú y esos chicos que te llevaste. No podrán reproducirse, ¿sabes? Quizá una chica, quizá dos pero… ¿y después qué?

—Me llevo a varias mujeres del recinto de las criadoras —dijo Mark.

Ahora Barry mostró emoción e incredulidad.

— ¿Cómo?

—No importa cómo. Las tengo. Y saldrá bien. Lo he planeado muy cuidadosamente. Saldrá bien.

— ¿Así que todo fue para eso? —Dijo Barry—. ¿El incendio, el dique, el agua contaminada, las semillas que te llevaste? ¿Todo fue para eso? —dijo nuevamente, esta vez sin mirar a Mark, sino estudiando los cuadros que quedaban, como si contuvieran la respuesta.

—Y hasta tienes ganado —añadió.

Mark asintió:

—Los animales están a salvo. Vendré a buscarlos dentro de un par de semanas.

—Te seguirán —dijo lentamente Barry—. Piensan que eres una amenaza y no descansarán hasta encontrarte.

—No podrán hallarnos —dijo Mark—. Los que podrían hacerlo están en Filadelfia. Cuando vuelvan, no habrá rastro de nosotros en ninguna parte.

— ¿Has pensado cómo va a ser? —gritó Barry, perdiendo súbitamente el control de sí mismo—. ¡Te temerán, te odiarán! No es justo que los hagas sufrir. Y te odiarán por eso. ¡Morirán todos! Uno por uno, y cada muerte hará que los sobrevivientes te odien más. ¡Al final moriréis todos, unas muertes mezquinas y miserables!

Mark meneó la cabeza.

—Si no lo conseguimos —dijo— no quedará nadie en la Tierra. La pirámide se está inclinando. La presión de la gran pared blanca es demasiado fuerte; no la soporta.

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