Kate Wilhelm - Donde solían cantar los dulces pájaros

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La posibilidad de producir un gran número de individuos a partir de un mismo material genético (clonación) no es nueva ni en el campo de la investigación científica ni en el de la ciencia ficción.
Pero faltaba una obra que hiciera con el tema de los clones lo que un Asimov y un Lem con la robótica o un Van Vogt y un Kuttner con la telepatía: llevar a cabo su sociología novelada, analizar con detalle la nueva cultura a la que podrían dar lugar.
Y eso es precisamente lo que hace Kate Wilhelm en
, premio Hugo a la mejor novela de 1977, y llamada a convertirse en un clásico del género, en la medida en que da cumplida expresión, consolidando, a uno de sus temas más inquietantes.

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—Todavía no —dijo. Cuando volvió a despertar, era de día y ella se estaba poniendo la túnica.

—Tienes que volver —dijo Mark—. Esta noche, después de cenar. ¿Lo harás?

—De acuerdo.

—Prométeme que no lo olvidarás.

—No lo olvidaré. Lo prometo.

La observó mientras volvía a colocarse la faja, y cuando se marchó, quitó de un tirón la manta de la ventana y la buscó. No la vio; debía de haber salido a través del edificio, por el otro lado. Se puso de costado y volvió a dormirse.

Y ahora, pensó Mark, era feliz. Las pesadillas desaparecieron, los súbitos relámpagos de terror que no podía explicar dejaron de acosarlo. Los misterios habían quedado resueltos y ahora sabía qué querían decir los autores cuando hablaban de encontrar la felicidad, como si fuera algo que se obtenía a base de perseverancia. Examinó el mundo con ojos nuevos y todo lo que vio era bello y bueno.

Durante el día, mientras estudiaba, se detenía y pensaba, sintiendo un gran temor, que ella había muerto, desaparecido, que había caído en el río, algo. Dejaba lo que estaba haciendo y corría por todos los edificios, buscándola, no para hablarle sino para verla, para saber que estaba bien. A veces la encontraba en la cafetería con sus hermanas y desde lejos las contaba y después buscaba esa cosa especial que la distinguía de las otras.

Cada noche venía a él y le enseñaba lo que le habían enseñado sus hermanas, otros hombres, y la alegría de Mark aumentaba hasta que se preguntó cómo otros la habían soportado antes, cómo él mismo podía soportarla.

Por las tardes corría hasta la vieja granja, donde estaba haciendo un colgante para ella. Era un sol de cinco centímetros de ancho, hecho de arcilla. Tenía tres capas de pintura amarilla y le agregó una cuarta. En la vieja casa volvió a leer los capítulos sobre fisiología, respuestas sexuales, femineidad, todo lo que pudo encontrar en relación con su felicidad.

Una de estas noches, pronto, ella diría que no y él le daría el colgante, para demostrar que entendía, y le leería. Poesía. Sonetos de Shakespeare o Wordsworth, algo dulce y romántico. Y después le enseñaría a jugar al ajedrez y pasarían veladas platónicas juntos, aprendiendo todo el uno acerca del otro.

Diciesiete noches, pensó, aguardándola. Diecisiete noches, hasta ahora. La manta estaba en la ventana, su cuarto limpio y listo. Cuando se abrió la puerta y vio a Andrew, Mark se puso en pie de un salto, aterrorizado.

— ¿Qué pasa? ¿Le sucedió algo a Rose? ¿Qué pasó?

—Ven conmigo —dijo severamente Andrew. Detrás de él, uno de sus hermanos observaba.

— ¡Dime qué pasa! —gritó Mark y trató de salir corriendo.

Los médicos lo cogieron de los brazos, sujetándolo.

—Te llevaremos adonde está Rose —dijo Andrew.

Mark no volvió a intentar la huida y sintió que una nueva frialdad descendía sobre él. Atravesaron el edificio en silencio, salieron y por una senda se dirigieron a uno de los dormitorios. Allí volvió a resistirse brevemente; después les permitió conducirlo hasta una de las habitaciones. Todos se detuvieron en la puerta y Andrew dio un ligero empujón a Mark para que entrara solo.

— ¡No! —gritó—. ¡No!

Había un enredo de cuerpos desnudos que se hacían todas las cosas que ella le había contado. Ante su grito de angustia, ella levantó la cabeza, como todos, pero él supo que era Rose, sus ojos la habían distinguido de las demás. Estaba de rodillas, con uno de los hermanos detrás de ella; había estado lamiendo a una de sus hermanas.

Vio que sus bocas se movían, supo que hablaban, gritaban. Se volvió y corrió. Andrew se colocó frente a él, su boca se abría, se cerraba, se abría. Mark cerró el puño y golpeó ciegamente, primero a Andrew, después al otro médico.

— ¿Dónde está? —Exigió Barry—. ¿Dónde fue a esa hora de la noche?

—No lo sé —dijo Andrew, rencoroso. Tenía la boca hinchada y le hacía daño.

— ¡No tendrías que haberle hecho eso! ¡Claro que enloqueció al descubrir el sexo! ¿Qué creías que iba a suceder? Nunca lo había hecho con nadie. ¿Por qué fue a hablar contigo esa tonta?

—No sabía qué hacer. Tenía miedo de decirle que no. Trató de explicarle todo, pero él no la escuchaba. Le ordenaba que volviera noche tras noche.

— ¿Por qué no nos preguntaste a nosotros? —preguntó Barry amargamente—. ¿Qué te hizo pensar que un tratamiento de choque como ése solucionaría el problema?

—Sabía que me dirías que lo dejara en paz. Siempre dices eso. Déjalo en paz, ya se arreglará. No creí que fuera así.

Barry fue hasta la ventana y miró la noche negra y fría. Había más de un metro de nieve y la temperatura era bajísima.

—Volverá cuando sienta bastante frío —dijo Andrew—. Volverá furioso con nosotros y conmigo en particular. Pero volverá. Somos lo único que tiene.

Y se alejó bruscamente.

—Tiene razón —dijo Bruce. Parecía cansado. Barry miró rápidamente a su hermano y luego a los otros, que habían guardado silencio mientras Andrew informaba. Estaban tan preocupados como él por el chico, e igualmente cansados de la interminable serie de problemas que causaba.

—No podrá ir a la granja —dijo Bruce después de un momento—. Sabe que se congelaría. La chimenea está obstruida, no puede encender fuego. Sólo quedan los bosques. Y ni siquiera él puede sobrevivir en el bosque con este tiempo.

Andrew había enviado a una docena de hermanos más jóvenes a revisar todos los edificios, incluyendo el recinto de las criadoras y otro grupo había ido a mirar en la vieja granja. Ni rastro de Mark. Hacia el amanecer, empezó a nevar de nuevo.

Mark había encontrado la cueva por casualidad. Un día, cogiendo moras en el acantilado que había detrás de la granja, había sentido una corriente de aire frío en las piernas y había hallado su origen. Un hueco en la colina, un lugar donde dos rocas calizas no ajustaban bien. Había otras cuevas en las colinas. Había encontrado varias antes de ésta, y estaba la cueva donde funcionaba el laboratorio.

Había excavado con cuidado detrás de una de las rocas y gradualmente había abierto la boca de la caverna como para poder entrar en ella. Había un pasaje estrecho, después una sala, otro pasaje, una sala más grande. A lo largo de los años había ido llevando leña, ropa, mantas, comida.

Esa noche se acurrucó en la segunda sala y miró fijamente y con los ojos secos el fuego que había encendido, seguro de que no podrían hallarlo. Los odiaba a todos, pero a Andrew y a sus hermanos, más aún que a los demás. En cuanto la nieve se derritiera, se marcharía para siempre. Iría hacia el sur. Haría una canoa más grande, de seis metros, y robaría bastantes provisiones como para llegar hasta el golfo de México. Que entrenen ellos a los chicos y chicas, que encuentren los almacenes y los lugares peligrosos por la radiactividad, si pueden. Primero incendiaría el valle. Y después se marcharía.

Contempló las llamas hasta que sus ojos sintieron calor. No había voces en la caverna; sólo los crujidos y los chisporroteos del fuego. La luz se deslizaba sobre las estalactitas y estalagmitas, pintándolas de rojo y dorado. El humo era arrastrado lejos de su cara y el aire era bueno; hasta parecía tibio, después del frío aire de la noche. Recordó la vez que él y Molly se habían escondido en la ladera de la colina, cerca de la entrada de la cueva, mientras Barry y sus hermanos los buscaban. Cuando pensó en Barry su boca se contrajo. Barry, Andrew, Warren, Michael, Ethan… Todos médicos, todos iguales. ¡Cómo los odiaba!

Se cubrió con su manta y cuando cerró los ojos vio a Molly de nuevo, sonriéndole gentilmente, jugando a las damas, extrayendo barro para que él modelara. Y súbitamente, llegaron las lágrimas.

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