Kate Wilhelm - Donde solían cantar los dulces pájaros

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La posibilidad de producir un gran número de individuos a partir de un mismo material genético (clonación) no es nueva ni en el campo de la investigación científica ni en el de la ciencia ficción.
Pero faltaba una obra que hiciera con el tema de los clones lo que un Asimov y un Lem con la robótica o un Van Vogt y un Kuttner con la telepatía: llevar a cabo su sociología novelada, analizar con detalle la nueva cultura a la que podrían dar lugar.
Y eso es precisamente lo que hace Kate Wilhelm en
, premio Hugo a la mejor novela de 1977, y llamada a convertirse en un clásico del género, en la medida en que da cumplida expresión, consolidando, a uno de sus temas más inquietantes.

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—Esta vez ha ido demasiado lejos —dijo Andrew—. Robó las etiquetas amarillas Preséntese al Hospital y ha enviado docenas de mujeres al hospital, para la prueba del embarazo. Ha creado un pánico, el personal está desbordado y nadie tiene tiempo de aclarar esta clase de locuras.

—Hablaremos con él —dijo Barry.

— ¡Eso ya no sirve! Has hablado y hablado. Promete no volver a hacer una cosa en particular y hace algo peor. ¡No podemos vivir con estas perturbaciones constantes!

—Andrew, tuvo una serie de conmociones terribles el verano pasado. Y ha tenido demasiadas responsabilidades para su edad. Se siente terriblemente culpable por la muerte de esos chicos. No es extraño que haya vuelto a los comportamientos infantiles. Dale tiempo, y lo superará.

— ¡No! —dijo Andrew, poniéndose de pie de un salto, furioso—. ¡No más tiempo! ¿Qué hará la próxima vez?

Lanzó una mirada a su hermano, que asintió.

—Sentimos que somos sus blancos. Tú no, los otros no; nosotros. No sé por qué siente esa hostilidad hacia mí y mis hermanos, pero existe y no queremos tener que preocuparnos constantemente por él, preguntándonos qué hará la próxima vez.

Barry se puso de pie.

—Y yo digo que me encargo del asunto.

Durante un momento, Andrew lo encaró desafiante. Después dijo:

—Muy bien. Pero esto no puede seguir, Barry. Tiene que acabar ya.

—Acabará.

Los hermanos más jóvenes se marcharon y Bruce se sentó.

— ¿Cómo?

—No lo sé. Está muy aislado. No habla con nadie, no juega con nadie… Tenemos que obligarlo a participar en las zonas en que los demás están dispuestos a aceptarlo.

Bruce estaba de acuerdo.

—Como la fiesta de las hermanas Winona, la semana próxima.

Ese mismo día, Barry dijo a Mark que debía ir a la fiesta. Mark nunca había sido aceptado formalmente en la comunidad adulta y no sería honrado con una fiesta para él solo.

Meneó la cabeza.

—No, gracias. Prefiero no ir.

—No te estoy invitando —dijo Barry, adusto—. Te estoy ordenando que vayas y participes. ¿Has entendido?

Mark le lanzó una mirada rápida.

—He entendido, pero no quiero ir.

—Si no vas, te sacaré de este cómodo cuartito, de tus libros y tu soledad y volveré a ponerte en nuestro dormitorio y en los salones de conferencias cuando no estés en la escuela o en el trabajo. ¿Entiendes ahora?

Mark asintió, pero sin mirar a Barry.

—De acuerdo —dijo malhumorado.

CAPITULO XXVI

La fiesta ya había empezado cuando Mark entró en el auditorio. Estaban bailando, en el otro extremo, y entre él y los bailarines había un grupo de chicas hablando en voz baja. Se volvieron para mirarlo y una de ellas se alejó del grupo. Hubo risitas tras ella e indicó a sus hermanas que callaran, pero las risitas continuaron.

—Hola, Mark —dijo—. Soy Susan.

Antes de que comprendiera lo que estaba haciendo, la chica se había quitado el brazalete y estaba tratando de colocarlo en su mano. Había seis lacitos en el brazalete.

—No —dijo Mark nervioso y tratando de alejarse—. Yo… No. Lo siento.

Retrocedió un paso, se volvió y se alejó corriendo. Las risitas recomenzaron, más fuertes que antes.

Fue corriendo hasta el muelle y se quedó mirando las aguas oscuras. No tendría que haber huido. Susan y sus hermanas tenían diecisiete años, quizá algo más. En una noche le habrían enseñado todo, pensó amargado, y él había huido. La música aumentó de volumen; pronto cenarían y se alejarían en parejas, en grupos, todos menos Mark y los niños demasiado jóvenes para jugar en las esterillas. Pensó en Susan y sus hermanas y sintió calor, después frío, y después un gran calor que volvía a subir.

— ¿Mark?

Se puso rígido. No podía ser que lo hubieran seguido, pensó aterrorizado. Se dio la vuelta.

—Soy Rose —dijo ella—. No te daré mi brazalete si no lo quieres.

Ella se acercó y él le dio la espalda, fingiendo que miraba algo en el río, temeroso de que lo viera a pesar de la oscuridad, que viera el color rojo que cubría sus mejillas y su cuello, que sintiera la humedad de sus manos. Rose, pensó, una chica de su edad, una de las que había entrenado en los bosques. Para él sonrojarse y sentir vergüenza ante ella era más intolerable que haber huido de Susan.

—Estoy ocupado —dijo.

—Lo sé. Ya te vi antes. Está muy bien. No deberían haber hecho eso, no todas juntas. Les dijimos que no lo hicieran.

El no replicó y ella se acercó un poco más.

—No hay nada que ver, ¿no?

—No. Te enfriarás aquí.

—Tú también.

— ¿Qué quieres?

—Nada. El verano próximo ya tendré edad para ir a Washington o a Filadelfia.

El se volvió, enfadado.

—Me voy a mi cuarto.

— ¿Por qué te enfadas conmigo? ¿No quieres que vaya a Washington? ¿No te gusto?

—Sí. Me voy.

Ella puso la mano en su brazo y él se detuvo; sintió que no podía moverse.

— ¿Puedo ir a tu cuarto contigo? —preguntó y ahora sonaba como la chica que le había preguntado en el bosque si todas las setas eran peligrosas, si las cosas que había en los árboles le indicaban el camino, si realmente podía volverse invisible a voluntad.

—Volverás con tus hermanas y os reiréis de mí, como hizo Susan —dijo él.

— ¡No! —susurró ella—. Susan no se reía de ti. Sentían miedo, por eso estaban tan nerviosas. Susan era la más asustada de todas porque la eligieron para ponerte el brazalete. No se reían de ti.

Mientras hablaba, soltó su brazo y retrocedió unos pasos. Ahora él veía la pálida mancha de su cara. Meneaba la cabeza mientras hablaba.

— ¿Asustadas? ¿Qué quieres decir?

—Tú puedes hacer cosas que nadie hace —dijo ella, hablando siempre muy bajo, susurrando casi—. Fabricas cosas que nadie ha visto, y cuentas historias que nadie oyó, y desapareces, y viajas por los bosques como el viento. No eres como los otros chicos. No eres como nuestros mayores. No hay nadie como tú. Y sabemos que ninguna de nosotras te gusta, porque nunca eliges a nadie para jugar.

— ¿Por qué me seguiste si te causo tanto miedo?

—No lo sé. Vi que corrías y… no lo sé.

El sintió que volvía a sonrojarse y echó a andar.

—Si quieres venir conmigo no me importa —dijo ásperamente, sin mirar atrás—. Ahora me voy a mi cuarto.

No podía oír los pasos de la chica por el latido de sus oídos. Anduvo rápidamente, rodeando el auditorio y supo que ella corría para no quedarse atrás. La condujo alrededor del hospital, porque no quería recorrer los pasillos iluminados con ella a sus talones. Cuando llegó al fondo, abrió la puerta y echó una mirada antes de entrar. Cerró la puerta y fue casi corriendo hasta su cuarto, oyendo los pasos de ella que lo seguía.

— ¿Qué haces? —preguntó ella al llegar a la puerta.

—Estoy poniendo la manta en la ventana —dijo él, y su voz le pareció irritada—. Para que nadie pueda mirarnos. La pongo aquí con frecuencia.

—Pero ¿por qué?

El trató de no mirarla cuando se bajó de la silla, pero una y otra vez se descubrió observándola. Estaba desatando una larga faja que rodeaba su cuello, se cruzaba entre sus pechos y le daba varias vueltas a la cintura. La faja era violeta, casi del mismo color de sus ojos. Sus cabellos eran castaños; Mark recordaba que en verano habían sido rubios. Tenía pecas en la nariz y en los brazos.

Terminó de quitarse la faja, levantó su túnica y se la quitó de un solo movimiento. Súbitamente, los dedos de Mark parecieron resucitar y, sin que él lo ordenara, comenzaron a tirar de su túnica.

Más tarde, ella dijo que tenía que marcharse y él dijo todavía no y dormitaron abrazados. Cuando ella volvió a decir que ya era la hora, él despertó completamente.

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